La primera vez que vi Jóvenes ocultos (Joel Schumacher, 1987) tenía 15 años, y mi vida cambió para siempre. Era un lunes, 4 de abril de 1988. La vi en el Cine Maragall, el cine del pueblo donde crecí, Gavà. Era uno de aquellos cines de pueblo grandiosos, de casi 1.000 butacas de aforo. En su día, cuando se abrió a finales de la década de los años 60, fue el cine más grande de toda la comarca del Baix Llobregat, una joya tristemente desaparecida, como casi todas las salas de aquel tamaño.
En aquella época, el Cine Maragall ofrecía programas dobles —hubo una temporada que los ofrecía incluso triples, lo creáis o no—; lo habitual era que la película estrella, que solía ser la estadounidense, por supuesto, fuera acompañada o bien de otra película americana de menor entidad, o bien de una española. Este último fue el caso aquel día: Jóvenes ocultos la vi después de El Lute. Camina o revienta, de Vicente Aranda. Que nadie se alarme por la extravagancia del programa doble, esto era bastante común. Recuerdo otros doble feature tan exquisitos como Terminator emparejada con Un rolls para Hipólito, que era una de aquellas astracanadas que Mariano Ozores parió a principios de los 80, en esta ocasión no con el dúo Pajares/Esteso sino con Alfredo Landa de protagonista; o Arma letal complementada con Sufre mamón, que fue la primera de las dos (por fortuna únicas) lamentables incursiones de Hombres G en el cine.
Bueno, que me voy. Yo iba a enfrentarme a Jóvenes ocultos con cierto bagaje en lo que respecta al cine de vampiros. A esa edad ya me había visto buena parte de las películas que protagonizó el inmortal Christopher Lee, aunque aún no la de Bela Lugosi, que era en blanco y negro, y con 15 años el blanco y negro me parecía una cosa propia de mis padres que había que evitar a toda costa.
También había visto el Drácula de John Badham, con un excelso Frank Langella en despiadada lucha interpretativa con Lawrence Olivier y Donald Pleasence, que para mí ya entonces era, es y será siempre el Doctor Sam Loomis al que nadie hizo caso cuando intentó advertir que había algo en Michael Myers que no era de naturaleza humana. Y, por supuesto, había visto las tres horas de la miniserie El misterio de Salem’s Lot, de lejos la aproximación al universo vampírico que a los 15 años más me había impresionado.
Pero nada de lo que había visto hasta aquel 4 de abril de 1988 me había preparado para Jóvenes ocultos, porque todo lo que había visto eran representaciones de un mito decimonónico muy, muy ajeno a un adolescente ochentero como yo. Castillos, hombres con capa y de lenguaje refinados, carruajes, estacas… la iconografía clásica que, si bien me resultaba atractiva, al mismo tiempo estaba temporalmente muy alejada de mi época y sus códigos culturales impedían que la pudiera sentir como mía.
Lo que hizo Joel Schumacher con Jóvenes ocultos fue un hito que no estoy seguro que se le haya reconocido suficiente: hablar de tú a tú directamente a toda una generación de teenagers que no había tenido la oportunidad de adoptar como propios a ninguno de los vampiros precedentes.
Y no me refiero, aunque también, al hecho de estar ambientada en la actualidad. Lo que realmente sorprende en Jóvenes ocultos es su absoluto descaro y falta de respeto hacia el mito que recrea. ¿Por qué? Porque Schumacher entendió que era un peaje necesario para aproximar los vampiros al público adolescente y hablar en su mismo idioma. De ahí que los jóvenes dentados de la película, por ejemplo, sean capaces de volar, algo que, hasta donde yo sé, ninguna película anteriormente se había atrevido a imaginar.
La osadía, sin embargo, va mucho más allá. En las películas clásicas, el vampiro, Drácula casi siempre, era el indiscutible adversario del héroe, encarnado con frecuencia en la figura de Van Helsing. La dicotomía bien vs. mal quedaba explicitada, pues, en la batalla entre Drácula y Van Helsing, y las películas (y los espectadores) tomaban obviamente partido a favor del segundo.
Sin embargo, lo primero que hace el director es convertir al supuesto Van Helsing de la historia en un mocoso algo torpe de 15 años paranoico y, ¡encima!, lector de cómics (inolvidable Corey Feldman), no precisamente alguien a quien confiarías tu vida para luchar contra un vampiro. Y lo segundo que hace Joel Schumacher es convertir al vampiro al mal, en algo con lo que el público adolescente pudiera empatizar. Para ello, en vez de un vampiro en un castillo, en Jóvenes ocultos tenemos a un grupo de chavales molones, que hacen cosas molonas, que se divierten en el parque de atracciones como cualquier otro chaval de su edad, y que está liderado por un tío tan, pero tan molón como Kiefer Sutherland.
De hecho, queda claro que la intención de Schumacher es estilizar, modernizar, y hacer apetecible desde un punto de vista cultural, la figura del vampiro, cuando el recto protagonista de la película, Jason Patric, tiene exactamente el conflicto que la película pretende trasladar a la platea. Su personaje se siente inicialmente atraído por la chica del grupo, pero eso es sólo un McGuffin para llegar a la verdadera esencia de la película, a la pregunta que realmente formula a bocajarro: ¿No será que vivir la vida como un vampiro tiene más ventajas que inconvenientes?
Jóvenes ocultos muestra estas ventajas para hacernos dudar. Y en esa duda anida otro de los aspectos revolucionarios de la propuesta: el Bien y el Mal ya no son territorios frontalmente opuestos. Hay matices. Hay concomitancias. Incluso hay elementos comunes que los desdibujan. La moral y la ética, el bien y el mal, ya no son tan evidentes como nos lo enseñan nuestros padres o nuestros profesores. Y, lo que es aún más inquietante, en realidad bien y mal son aspectos tan íntimos que pueden confundirse. O confundir a terceros, que es aún peor.
El uso de la banda sonora, desde luego, es otro aspecto del que Schumacher se sirvió para redondear su jugada. Aquí, sin embargo, competía en una liga donde hacía años que el cine estadounidense tenía muy buenos jugadores. Y es que nunca el cine mainstream ha usado las canciones de las bandas sonoras de una manera tan acertada, tan integral, tan coherente con el producto final, como lo hizo en la década de los años 80. “The Heat Is On” (Glenn Frey) y Superdetective en Hollywood, “Ghostbusters” (Ray Parker Jr.) y Los cazafantasmas, “The Power of Love” (Huey Lewis and The News) y Regreso al futuro, “Day-O” (Harry Belafonte) y Bitelchús, “When the Going Gets Tough, the Tough Get Going” (Billy Ocean) y La joya del Nilo, por poner unos pocos ejemplos. Buscad una canción del cine de los últimos 20 años con semejante relación simbiótica.
Aún así, viniendo de unos años excelsos en este aspecto, Schumacher se las arregló para sentar cátedra con un álbum formidable de canciones que transitaban desde el rock de INXS (banda que contribuía con dos composiciones originales, ahí es nada), hasta el saxo electrizante de Tim Cappello, pasando por un tema central de Lou Gramm o una versión de Roger Daltrey del “Don’t Let the Sun Go Down on Me”, de Elton John, convertido aquí en un oscuro himno de connotaciones vampíricas que seguro que Elton jamás imaginó cuando compuso la canción.
Sin embargo, el gran, inmortal (valga la redundancia) acierto de la banda sonora es ese lúgubre “Cry Little Sister”, obra de Gerard McMann, quien luego tuvo una carrera muy errática en la que nunca supo (o pudo) sobreponerse al magnetismo de esa composición. “Cry Little Sister” no es solamente un subrayado perfecto para el tono que pretende establecer Jóvenes ocultos, con esa mezcla de melancolía, tristeza, modernidad y romanticismo que es al fin y al cabo lo que hay dentro de la película. Es, sin ningún género de duda, y perdón por pecar de categórico, una de las composiciones más brillantes y sugestivas que ha dado la historia de la música cinematográfica. Pocas canciones antes y después han sido capaces de concentrar en sus sonidos, de manera tan inequívoca, las sensaciones y las emociones que transmite la película en la que se inscriben.
Es obvio que escribo todo esto porque, como sabéis, Joel Schumacher nos ha dejado. Su carrera, afortunadamente, no se circunscribe a Jóvenes ocultos. Ni tampoco al fantástico. Schumacher vivió su carrera cinematográfica como al parecer vivió su vida, libre y sin compromisos de ninguna clase.
Joel Schumacher se acercó prácticamente a todos los géneros posibles: el thriller en Última llamada; el cine judicial en El cliente y Tiempo de matar; la comedia romántica en Un toque de infidelidad, que por cierto es una de sus películas menos conocidas y más redondas; el cine de superhéroes con los dos Batman de los años 90, el melodrama puro y duro de Elegir un amor, el juvenil de orientación adulta en St. Elmo, punto de encuentro.
Hizo de todo este hombre, hasta un musical: adaptó El fantasma de la ópera de Andrew Lloyd Webber. Y en su filmografía se encuentra una rotunda obra maestra, inclasificable pero demoledora en su juicio a las obsesiones del americano medio de los 90s, como es Un día de furia.
Pocos directores pueden defender una carrera con películas tan distantes y distintas. Pero quería que mi pequeño y humilde homenaje a Joel Schumacher, un director que nunca estuvo en las listas de los más prestigiosos, que nunca fue nominado al Oscar, que nunca fue abiertamente defendido por la crítica, se centrara en una película que considero capital para entender el cine mainstream de los años 80, una película que fue muy importante para mí.
Jóvenes ocultos es una película que, en definitiva, marcó a fuego a toda una generación de adolescentes que, como lo fue la mía, era especialmente exigente en cuanto a propuestas comerciales. No muchos directores de la época pueden decir lo mismo.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!