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Cultura

Lo que hacemos a la luz del día: otros vampiros

En Hermosos y malditas, Cultura 17 junio, 2020

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Entre todas las criaturas del terror gótico, los vampiros son —como no podría ser de otra forma— los que mejor han sobrevivido al paso del tiempo. El vampiro inmortal no solo es la más versátil de las criaturas de la noche, capaz de transformase en murciélago, en lobo o en otros animales nocturnos a su antojo, sino que tiene una gran virtualidad metafórica.

Los vampiros sentimentales, o los vampiros energéticos (esos seres que nos chupan la energía vital a plena luz del día), presentan un gran interés no solo para la psicología clínica sino también para la narrativa de ficción. Lo que hacen los vampiros a la luz del día puede ser también objeto de una fina parodia, bien como mecanismo de salvación individual, bien como un argumento adicional de la comedia vampírica. Ese es el caso de la serie Lo que hacemos en las sombras.

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Lo que hacemos en las sombras (Taika Waititi, Jemaine Clement, 2014) fue primero una modesta película neozelandesa llena de grandes hallazgos, que revitalizaron el subgénero vampírico en las coordenadas formales del falso documental y el reality show. En ella nos reímos con las vicisitudes diarias de un grupo de vampiros muy distintos que comparten un piso en Nueva Zelanda. La película encontraba un nuevo equilibrio en gran medida deudor del clásico de la comedia vampírica por antonomasia (The Fearless Vampire Killers, Roman Polanski, 1967) entre el gamberrismo y el homenaje más sentido, entre la tradición y la iconoclastia, y muchos vieron en ella, con razón, una cinta de culto por la cantidad de ideas deslumbrantes que invitaba a desarrollar.

Desde hace poco, podemos ver Lo que hacemos en las sombras convertida en una nueva serie de FX/ HBO (nuevos personajes, distinta localización, el mismo tono) donde lo más divertido (y conmovedor) sigue siendo la lucha continua de un grupo de vampiros por adaptarse a la sociedad moderna, conservando un romántico orgullo diferencial.

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Natasia Demetriou.

La serie, que ahora transcurre en EE. UU. (Staten Island), es todavía más ágil, fresca y divertida que la cinta original y buena culpa de ello la tienen tres extraordinarios hallazgos. El primero es la inclusión de un personaje femenino, Nadja, la hilarante, jovial y algo ligera de cascos vampira, interpretada por Natasia Demetriou. Nadja y su marido, el todavía más salido Laszlo (Matt Berry), forman una pareja abierta unida por una extraordinaria vitalidad y una altivez capaces de superar todas las bajezas y los prejuicios xenófobos de las sociedades contemporáneas, muy bien apuntadas en la serie; en un episodio, el tercer vampiro, Nandor, interpretado por Kayvan Novak, no puede hipnotizar al funcionario de extranjería que examina su solicitud de nacionalidad, porque no tiene ni cerebro ni corazón.

El segundo elemento novedoso es Guillermo (Harvey Guillén), el lacayo (the familiar) del vampiro más antiguo del grupo (Nandor), un joven hispano que se balancea entre la adoración mitómana y un extraordinario y paradójico talento de cazavampiros que le viene de familia (su apellido es Van Helsing). La serie renueva con causticidad y mucha dosis de mala baba un imaginario vampírico, donde las vírgenes no son esas jóvenes de la Hammer sino frikis treinteañeros/as adictos a los juegos de rol.

Sin embargo, quería destacar el tercer elemento que hace de esta serie la más delirante y divertida que uno ha podido ver en mucho tiempo: Collin Robinson, un vampiro energético. Collin carece de poderes sobrenaturales, duerme de noche como todos nosotros, de día trabaja en una oficina gris donde se encarga de agotar a sus compañeros con su reiteración de lugares comunes, ranciedad del common sense y opiniones manidas, hasta que estos pierden su fuerza vital. El bestiario de vampiros de día no se agota ahí, en otro de los mejores capítulos, Robinson da con la horma de su zapato: una vampira sentimental, ese tipo de personas hiper afligidas que se alimenta de nuestra compasión.

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Collin Robinson.

Siempre he tenido más miedo de la realidad que de lo sobrenatural, no me perturba el misterio de la muerte sino los enigmas y entresijos de la vida: lo que ocurre antes de morir. Dicho de otra forma, a mí no me dan miedo las fronteras de lo desconocido, sino que me suele aterrar lo conocido. Temo a Guantánamo más que a Drácula, temo a la pesadez como temo a las matanzas, por eso los vampiros que me aterran no son los que salen por las noches, sino los que actúan a la luz del día.

El espectador sensible de estos tiempos frágiles y vulnerables enseguida empatizará con los tres vampiros nocturnos (Nadja, Nandor y Laszlo), grupo afectivo de inmorales inmortales convertidos sin saberlo en inadaptados. Nos encanta la forma en que están convencidos de su normalidad (en un mundo que se está volviendo cada día más loco), nos gustaría participar de las reuniones que mantienen en un hogar como un refugio pandémico, nos enternecen sus ganas de integrarse en una sociedad fea, tonta y reacia a las diferencias profundas —fenomenal el episodio en el que los vampiros son invitados a ver la Super Bowl en la casa del típico neoyorkino medio y ellos aceptan ilusionados pensando que van a ver el Super Búho (Super Owl).

Lo que hacemos en las sombras cumple, además, con el primer requisito de mi decálogo particular en la crítica de productos culturales: no solo no quiere ser mejor de lo que parece, es que resulta mucho mejor de lo que quiere parecer.

Hermosos: mitos vampíricos.

Malditas: personas pesadas, rancias y autocompasivas.

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