Sumergirse, ya no en el trabajo periodístico o literario de Hunter S. Thompson (Kentucky, 1937- Colorado, 2005), sino en su vida, se asemeja peligrosamente a saltar de un precipicio con un paracaídas agujereado. Sencillamente, sabes que es una locura y que la llegada a tierra será torpe, arriesgada y posiblemente mortal.
La primera imagen que se me presenta al pensar en él es una gran nube de polvo y tierra difuminando el horizonte de un caluroso desierto de la costa oeste americana. En ocasiones es la estela de humo que proyecta el tubo de escape de un Cadillac color merengue rodando por una extensa carretera y otras veces es su tan característica figura, enfundada en aquellas bermudas que dejan ver unas huesudas y peludas rodillas, protegido por unas gafas de sol y sobrealimentado por una boquilla adherida a un cigarro siempre humeante. No podría faltar el clásico gorro o visera de pesca en lo alto de la delgada figura, como si de la guinda de un pastel se tratara. Elementos arraigados a un cuerpo movido por el puro nervio, la cocaína e hidratado con latas de cerveza y alguna que otra sustancia descatalogada, seguro ilegal por aquél entonces.
Este es nuestro protagonista, doctor en Periodismo, como él se autodenominaba y se presentaba en público, temerario por naturaleza y con una preocupante e irracional adicción a la exploración de los límites humanos. Un genio y un loco, elementos que en muchas ocasiones se han llegado a complementar y retroalimentar mutuamente.
Toda mi vida, mi corazón ha estado buscando algo que no puedo nombrar, escribió en 1966 en Los Ángeles del Infierno: una extraña y terrible saga. Y es precisamente esa búsqueda la que le llevó a la gran caza del tiburón en Cozumel (La gran caza del tiburón, 1979), a una carrera de motocross en Las Vegas (Miedo y asco en Las Vegas: un viaje salvaje al corazón del sueño americano, 1971), a diseccionar el Derby de Kentucky de cabo a rabo (El Derby de Kentucky es decadente y depravado, 1970), a las desfasadas fiestas de Ken Kesey y los alegres bromistas, a los viajes en ácido y éter, así como lo que le hizo rodar durante algo más de 12 meses en el mugriento asiento de cuero de una Harley Davison rodeado de violadores, ex presidiarios, delincuentes y algún que otro hombre decente que decidió echarse a la carretera como estilo de vida (Los Ángeles del Infierno: una extraña y terrible saga, 1966), entre otros tantos reportajes.
Odio tener que abogar por las drogas, el alcohol, la violencia o la locura a cualquier persona, pero siempre han funcionado para mí.
Así como en cientos de coches alquilados y a gasto pagado por redactores jefe desquiciados pero más que conscientes del gran talento de un huracán incontrolable, que generaba tanto dinero, polémica y publicidad, como problemas y facturas de reparación por donde quiera que pasara. Thompson tuvo unas experiencias muy similares a la vida en la carretera de una estrella del rock, pero trasladada al campo del periodismo en los años 60 y 70 en los Estados Unidos. Con pases de prensa y bufetes pagados incluidos.
Los narcóticos fueron sus compañeros de vida, o eso alegaba. Odio tener que abogar por las drogas, el alcohol, la violencia o la locura a cualquier persona, pero siempre han funcionado para mí, escribió. No son tantos aquellos quienes en la literatura o el periodismo literario proclamaran tan abiertamente el gran consumo de drogas que llegaron a ingerir, hasta el punto de convencer a sus lectores que esta práctica era absoluta y estrictamente necesaria para llevar a buen puerto sus crónicas y reportajes. Que sin las drogas, él no sería quien fue. No escribiría de la manera que escribió. No conocería a quien llegó a conocer y sobre todo, no habría vivido ni con la mitad de intensidad con que lo hizo.
Y esa intensidad, que esgrimía como filosofía de vida y que le servía como motor y fuente de energía, le llevó a experimentar las situaciones más bizarras y las vivencias más extravagantes posibles. La vida no debería ser un viaje hacia la tumba con la intención de llegar a salvo con un cuerpo bonito y bien conservado —escribió en una ocasión—, sino más bien llegar derrapando de lado, entre una nube de humo completamente desgastado y destrozado, y proclamar en voz alta: ¡Uf! Vaya viajecito… Fue esta actitud la que consiguió trasladar a sus textos y la que llevó a todo su séquito de lectores también a viajar junto a él, un séquito que empezó a crecer copiosamente a medida que comenzaba a adquirir esa fama de drogata inconsciente y temerario. Pero vividor.
Aún con todo, deberíamos tener en cuenta algo más en este cóctel de drogas y locura. Un tercer elemento que lo llevó a convertirse en un personaje público, en un periodista con un nombre, que no de renombre. Básicamente, lo que resultó la espina dorsal de su modo de vida y aquello que le permitió llevar la vida que llevó y hacer lo que hizo, tal y como lo hizo: el periodismo Gonzo. Sin este, su metodología de trabajo hubiese sido imposible de llevar a cabo y nadie, absolutamente nadie, le hubiese comprado una sola palabra.
Para quien no esté al tanto, el periodismo Gonzo (término desarrollado por Thompson) o el denominado también Nuevo Periodismo, va un paso más allá del Periodismo literario. Este se diferencia del último en que si bien el estilo narrativo sigue siendo completamente literario, los acontecimientos están narrados en primera persona y de pronto, por primera vez en la historia de esta hermosa profesión (Truman Capote fue el precursor de este estilo con A sangre fría, en 1959), el escritor cobra tanta importancia como los hechos dentro del relato.
Evidentemente, el punto de vista será siempre subjetivo, ya que el periodista opinará constantemente, vivirá y relatará los hechos desde su propio prisma personal. Por tanto, lo que el lector está buscando en este tipo de textos no es la verdad, sino la experiencia, la cual en muchas ocasiones llega a ser más esclarecedora que “la verdad objetiva”.
Es por ello que todos los textos que escribió gracias a su locura y con este empujón del alcohol y las drogas, vieron la luz por la sola y particular naturaleza experimental de este estilo, que llevó a los lectores de Playboy, del Scanlan’s Monthly, de The San Francisco Examiner, del Chicago Tribune, de Esquire, de las revistas Time y Vanity Fair, del New York Times, de Rolling Stone, de The Nation y un gran etcétera a experimentar situaciones que jamás, repito, jamás hubiesen llegado a vivir, de no ser por Hunter S. Thompson y este estilo narrativo.
A riesgo de crearos una idea equivocada, no penséis que su trabajo fue superficial y narcisista. Thompson fue un gran escritor y un enorme crítico de la sociedad norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Diseccionó su política, economía y sociedad sin piedad, sin pelos en la lengua y con fuertes creencias y principios que le llevaron a escribir en contra de la campaña de Nixon (“Miedo y asco en el recorrido de campaña”, Rolling Stone, 1971) y a despotricar contra la clase alta americana y sus componentes: los banqueros, empresarios y grandes magnates.
Pero también escribió sobre el gran rebaño de la clase media y sobre la América inculta y analfabeta. Se metió de lleno en la vida de las tribus suburbanas, en los apestados y apartados del país. Se puso del lado de los freaks y trató de entenderlos, de darles la voz que ellos no supieron difundir. Se ocupó de representarlos y dejar constancia de que, así como existía una realidad aceptada, también se le debía hacer un hueco en la sociedad a los perdedores, a los delincuentes y a las almas libres de Estados Unidos, que tanto debate, miedo y envidia generaban en un país que se autoproclamaba como “tierra de la libertad”.
Le había explicado al director que la pesca deportiva de este género atrae a un tipo determinado de gente y que lo que a mí me interesaba era la conducta de esta gente, más que la pesca, escribió en “La gran caza del tiburón”, para Playboy. A Hunter no le interesaba tanto cubrir los acontecimientos, sino lo que estos acontecimientos generaban a su paso en la masa o en los individuos.
Fue un observador nato, un periodista de la vieja escuela que se prestó como conejillo de indias para transportar a sus lectores al interior de todas y cada una de sus experiencias. Tuvo una vida plena, llena de emociones, sensaciones y vivencias. Con toda la calma de un ser consciente y decidido, eligió capitular su vida disparándose un tiro en la sien a los 67 años (el 20 de febrero de 2005), habiendo vivido y experimentado todo lo que consideró necesario y presentándose ante los brazos de la muerte como un hombre satisfecho con el recorrido realizado. Habiendo dejado, asimismo, un legado literario del que disfrutar en el hipotético caso de no poseer una vida propia de excesos, descontrol y pura adrenalina como a la que él nos dio acceso a través de sus textos.
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