Haneke es uno de los grandes, qué duda cabe. Pero Happy End fue duramente recibida por (buena parte de) la crítica en Cannes’17. Esta película sobre una familia burguesa de Calais, donde los refugiados (a la contra de lo falsamente anunciado) no son más que convidados de piedra, significó su primer batacazo en La Croisette, un duro golpe para el que pertenece al muy selecto club de los que tienen dos Palmas de Oro en su haber.
Haneke es, como decíamos, un gran director. Pero también un poquito caradura, cualidad indispensable, dicho sea de paso, para sobrevivir en el mundo del arte, tanto el cinematográfico como los otros. Buena prueba de ello es que se pasó media vida lamentándose de que Funny Games (la primera película con la que compitió en Cannes, y la que le consagró en 1997) había sido malinterpretada, que se tomaba como una celebración lúdica de la violencia cinematográfica, cuando se trataba justamente de lo contrario. Aquello no fue óbice para que, una década después, él mismo se prestara a dirigir el inevitable remake americano, una fotocopia plano a plano, que no aportaba absolutamente nada al original, si no es el lucimiento de Michael Pitt y Brady Corbett (fan), como los dos chavales que ningún burgués quisiera que llamaran a su puerta pidiendo huevos. Es decir, se quejaba de ser un incomprendido, y repitió la misma película para el público que peor la había entendido.
Tras esta operación abiertamente comercial, que obviamente no compitió en Cannes ni en ningún festival de prestigio, Haneke sumó dos Palmas de Oro consecutivas, todo un hito: la maximalista La cinta blanca (2009), solemne aproximación al clásico tema del huevo de la serpiente, y la minimalista Amor (2012), reflexión sobre los límites del amor que reposaba exclusivamente sobre los hombros de unos entrañables Emmanuelle Riva (en paz descanse) y Jean-Louis Trintignant, que le considera el mejor director vivo. Aprovecho para confesar que lloré (un poquito) cuando la vi en Cannes. Menos mal que iba bien acompañado.
A estos precedentes hay que sumar el fracaso del ambicioso proyecto Flashmob, que no llegó a rodarse (cosa que explica el largo paréntesis entre Amor y Happy End), y de cuyos restos del naufragio tal vez sea posible rastrear algo en esta película que llega a los cines el 20 de julio. Una magnífica introducción para el neófito (si es que queda alguien que no conozca a Haneke, cosa difícil de imaginar), y una aplastante sensación de déjà vu para el connaisseur, porque más que una película parece una instalación sobre el cine de Haneke, que podría llamarse Haneke, qu’est ce que c’est?.
Esa burguesía de discreto encanto sigue teniendo la culpa de todos los males del mundo, y los alienantes avances tecnológicos no están ahí para arreglar las cosas.
En su cuarta colaboración con el bávaro, la divina Huppert apenas aparece para hacer su numerito en unas pocas escenas, también hay una violencelista sexy que podría ser otra versión de La pianista (2001), y Trintignant parodia explícitamente su papel en Amor. Hay conversaciones filmadas desde la distancia como en Caché (2005); aflora la cuestión racial tratada en profundidad con Código desconocido (2000), y la colección sin centro aparente de estampas familiares puede recordar a la estructura de 71 fragmentos de una cronología al azar (1994). Aunque lo más llamativo es una niña, la más que prometedora Fantine Harduin, que parece una réplica en femenino del niño de El vídeo de Benny (1992). Esa burguesía de discreto encanto sigue teniendo la culpa de todos los males del mundo, y los alienantes avances tecnológicos no están ahí para arreglar las cosas.
No vale decir que todo autor se repite, porque es obvio. Pero no menos obvio es que ese autor también debe aportar algo nuevo para justificar el visionado, y no debe contentarse con ser una mera marca de prestigio a lo Chopard (el diseñador de la Palma de Oro). No siempre es oro todo lo que reluce.
Happy End es el más claro intento de hacer una comedia en clave de farsa, por un Haneke que siempre ha tenido su pequeño sentido del humor.
Las caras nuevas en el universo hanekiano de Toby Jones o Mathieu Kassovitz, o la escena de karaoke que protagoniza el nuevo hijo tonto de la Huppert (Franz Rogowski), al son de la inefable “Chandelier”, se revelan como artificios insuficientes para deshacer la idea de un Haneke peligrosamente dormido en sus laureles.
Dicho esto, y lejos del severo marco cannois, donde la película hubiera tenido mejor acogida si se hubiera presentado fuera de concurso, la película mejora con el paso del tiempo, entendida sobre todo como ese compendio, ya sea Greatest Hits o Recopilatorio de Caras B, que marca el fin de un ciclo, el fin de una era y tal vez, también, el fin de Europa, amenazada por todos esos ismos que son el fruto de esa burguesía ensimismada tan ocupada en mantener las apariencias con “buen gusto” y “buenas maneras”. Y además, es el más claro intento de hacer una comedia (negra, por supuesto), en clave de farsa, por un Haneke que siempre ha tenido su pequeño sentido del humor (véase Funny Games, o el chiste que afortunadamente le salió por la culata). Claro que ni su Baviera natal, ni su Austria de adopción son precisamente célebres, a excepción del gran Ulrich Seidl, por su sentido del humor. Happy End no es tan desastrosa como se recibió en primera instancia por ‘la crítica más exigente’, aunque no cabe duda de que figura como una obra menor en la filmografía de un maestro, que conserva sin embargo su rigor formal, su astucia y su contundencia.
Eso sí, esperamos que Happy End sea más un fin de ciclo que un principio de reciclaje.
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