Tal vez no tenga sentido seguir hablando del derecho y debamos plantearnos si no será una obligación.
Una vez más andamos todos a vueltas con la libertad de expresión, ese derecho cuyas fronteras son difusas e incluso en ocasiones, propias de una dimensión -quinta o sexta- que no somos capaces de concebir y por tanto, tampoco de entender. En este caso la cuestión ha vuelto a salir a debate por motivos trágicos y evidentes, ni más ni menos que el asesinato de parte de la plantilla, entre otras víctimas, de una revista satírica que se atrevió a representar gráficamente a Mahoma en situaciones comprometidas. ¿Je suis Charlie o no? Hay un sinfín de artículos lanzando todo tipo de puntos de vista al respecto. La realidad al fin y al cabo es que ha ocurrido algo terrible.
Existen varias definiciones acerca del derecho a expresarse y opinar libremente y varias consideraciones distintas respecto a sus límites; especialmente estos últimos siempre generan controversia. Cuesta saber dónde está la barrera. Yendo un poco más allá en las reflexiones en torno a este derecho del individuo, cuya preservación es también una aspiración de la sociedad, surge una pregunta angustiosa. ¿Cuánto tiempo va a durar si es podado -o mutilado cruelmente- por sus supuestos garantes cada vez que sufre un ataque? Internet como campo abierto o como perímetro repleto de minas, micrófonos y cámaras ocultas. Ahora dicen que el objetivo es la vigilancia de las redes sociales por nuestra seguridad. ¿De veras?
Con este panorama se hace necesario desenterrar la idea base, quitarle suavemente la tierra, mirarla desde todos los ángulos posibles y contemplarla de un modo nuevo. ¿Qué hay de la expresión de libertad? Viene una canción a mi cabeza, aquella de Medina Azahara que gritaba “necesito respirar, descubrir el aire fresco y decir cada mañana que soy libre como el viento”. De eso se trata, hay que creérselo y manifestarlo, constantemente. Porque una mentira repetida las veces suficientes se convierte en una verdad.
Ni siquiera escribiendo soy libre: por una parte tengo mis propios prejuicios, y por otra a un editor implacable que adopta el nombre de Penguin, Panda o Hummingbird; los algoritmos de Google me dicen que si quiero ser leído haga esto o esto otro, antes eran las tags y la negrita y también muchos, muchos enlaces; ahora, según pude saber en un curso reciente impartido por ellos, se trata del contenido de calidad, eso es lo que se premia. Menos trucos y más entidad. Marketing de contenidos, content curation, ser un auténtico textbroker.
No sé dónde acaba mi derecho a la libertad de expresión, no sé qué puedo o no puedo decir a quién o dónde; no sé si próximamente llevaré una mordaza, un bozal o un libro de estilo redactado por Mark Zuckerberg que prohiba cualquier tipo de exhibición de un pecho femenino. Lo único que tengo claro es que en algún lugar, deep in my mind, soy libre. Como mi amigo Pedro Montealegre, que se ha ido como se van muchos poetas, dejando tras de sí el aire agitado por un batir de alas ausentes.
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