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Cultura

El relato moral de la eutanasia y el cine

En Hermosos y malditas, Cultura 25 febrero, 2020

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Hay quienes pensamos que la moral no es ningún código, sino una capacidad (la de enjuiciar reflexiva y críticamente nuestros actos) y que los valores morales, como los valores éticos no existen en abstracto en el platónico mundo de las ideas, ni en ningún hipotético cielo de los conceptos, sino que son parte de un modo de actuar, están incorporados en los modelos de acción, por así decir, por eso el cine es un vehículo extraordinario para reflexionar sobre las acciones humanas, y por eso se puede hablar del relato moral de la eutanasia y el cine.

Hace tiempo que sospecho que la mayor parte de los problemas y desencuentros que tienen lugar entre los hombres obedecen a la ambigüedad o al uso malintencionado del lenguaje. Los referentes mentales que acuden a nuestra cabeza al escuchar tal o cual palabra son distintos en unos y en otros, son fáciles de manipular, o mejor, de dirigir, por ello los políticos más astutos recurren a expertos en neurolingüística. Hay políticos desalmados empeñados en mantenernos al pueblo en la ignorancia, o más estrictamente, políticos dispuestos en aprovecharse de ella, por eso, confunden (intencionadamente o por incorregible estupidez) eutanasia con eugenesia.

No soy muy malo ni del todo estúpido, por ello propondré una definición del problema de la eutanasia, cuidando lo que el experto en lingüística cognitiva George Lakoff llamaba el framing o «marco mental». Empezaré describiendo el problema y terminaré con la pregunta apropiada.

El principal problema que hay que resolver al hablar de eutanasia es el de las personas que sufren el deterioro inexorable de una enfermedad terrible o las graves secuelas de un accidente, y antes que continuar con el dolor, el tratamiento médico sin esperanza y los dispositivos tecnológicos que les mantienen artificialmente con vida prefieren morir, pero como no pueden hacerlo por sí mismos, piden a los demás que por respeto, por amor o por piedad les ayuden a hacerlo en las mejores condiciones posibles.

Para entender el problema, el dolor que lleva consigo, la desesperación pero también la madurez del ser humano que quiere elegir morir con dignidad antes que meramente «durar», hace falta ponernos en su situación. Lamentable, o afortunadamente eso no es posible, pero sí que es posible escuchar sus testimonios, sus miedos, sus deseos, su voluntad. Cuando eso no sucede, lo segundo mejor (y sé que esto suena al recelo de los poetas de Platón), es que alguien nos cuente bien su historia.

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Javier Bardem y Belén Rueda, en Mar adentro (Alejandro Amenábar, 2004).

El vehículo de la historia puede ser literario, musical, gráfico, etc., pero una forma idónea para comprender el problema es el relato cinematográfico. Como no hace mucho recordaron mis colegas Benjamín Rivaya, Ricardo García Manrique y Víctor Méndez Baiges en Eutanasia y cine, ese cruce ha dado lugar a grandes películas.

Hubo un año en que dos de estas historias supieron conmover y, sobre todo, hacernos comprender el problema de forma eficaz y muy exitosa: en Mar adentro, (2004) Amenábar y Mateo Gil contaron el caso de Ramón Sampedro; en Million Dollar Baby, (Clint Eastwood, 2004) —basada en Rope Burns: Stories From the Corner de F. X. Toole—, Clint Eastwood nos ponía en la piel de una joven boxeadora, sutilmente interpretada por Hillary Swank, quien tras quedar postrada sin esperanza y después de varios intentos de suicidio, le pide a su entrenador que desconecte las máquinas que la mantienen con vida: la imagen doliente de Eastwood con la jeringuilla de adrenalina debatiéndose sobre lo que debe hacer es la imagen perfecta de la moral.

Y es que cuando el problema de la eutanasia no se discute en un terreno subjetivo de los referentes sino que se integra en un relato inter-subjetivo, donde vemos claramente la falta de salida y escuchamos la voz del protagonista todo se vuelve más claro: el cine siempre ha estado a favor de esa esfera de libertad individual, es el caso de títulos tempranos y tan explícitos como Whose Life is It Anyway? (John Badham, 1981), traducido en España con el rotundo: Mi vida es mía.

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Mi vida es mía (John Badham, 1981).

One True Thing, (Carl Franklin, 1998) y Las invasiones bárbaras (Denys Arcand, 2004) son referentes muy conocidos. Sobre la permanente actualidad del tema, el año pasado se pudieron ver en el Festival de San Sebastián, dos historias que abordaban aspectos luminosos de esa pequeña gran libertad de elegir cómo morir, fue el caso de la canadiense Y llovieron pájaros (2019), la adaptación de una novela de Jocelyne Saucier por Louise Archambault y de Blackbird (La decisión)  dirigida por Roger Michell y que regresaba a la historia contada antes por Bille August, Corazón silencioso (2014). Entre los últimos acercamientos en clave documental, puede verse How to Die in Oregon (Peter Richardson,  2011) sobre la defensa del caso Gonzales vs Oregon en la Corte Suprema de los Estados Unidos (2006).

La eutanasia tiene que ver con aquello a lo que Camus redujo el problema de la filosofía: la decisión de acabar con la propia vida, también tiene que ver con el respeto. El filme israelí La fiesta de despedida, (Granit, Maymon, 2014) es un canto a la vida, a su risa, a su tragedia y a la dignidad que se deposita en el acto de decidir la forma de morir o de ayudar a morir al ser querido,  Haneke ya interpretó la ayuda a morir como un acto de amor (Amour, 2012).

La pregunta marco, por terminar como prometimos con los términos de Lakoff sería, ¿puede el Estado o una confesión religiosa negar el derecho a una persona adulta a disponer con libertad de su cuerpo y de su vida? La respuesta del cine es: No.

Hermosos: ámbitos de libertad.

Malditas: ganas de enredar.

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