El diablo fuma, estrenada en la 75ª Berlinale, se sitúa en la ciudad de México, a mediados de los noventa, donde cinco hermanos pequeños se quedan solos al cuidado de su abuela, pues su padre ha partido en busca de la madre, cuyas súbitas crisis y comportamiento errático la llevan incluso a abandonar el hogar. La abuela, con principio de demencia, paranoica, cree la casa invadida por seres hostiles que acechan la menor oportunidad para asaltarla.
Los niños protagonistas de El diablo fuma se cuidan entre sí, añoran a la madre, miman a la abuela y a la vez defienden la unidad familiar a toda costa, enfrentándonse incluso a los servicios sociales que pretenden protegerlos. No dudan en mentir ingenuamente a medida que les observamos lidiar con su situación de desamparo, de abandono y necesidad de contar con sus padres, de explicarse a ellos mismos cómo han llegado hasta ahí y la añoranza de una vida feliz y divertida en la que aprendieron a valerse por sí mismos.
Ernesto Martínez Bucio nos muestra en su primer largometraje la progresiva degradación de las condiciones de vida de los niños, la imparable locura de la abuela, y su aislamiento del mundo exterior sacando lo mejor de su reparto (Mariapau Bravo Aviña, Rafael Nieto Martínez, Regina Alejandra, Laura Uribe Rojas, Donovan Said, Carmen Ramos, Micaela Gramajo y Bernardo Gamboa), que es cautivador, de una naturalidad e interacción increíble. Ningún niño tenía experiencia propia en la interpretación y el resultado de su trabajo es de una perfección encomiable, reconocemos cada personaje, cada reacción y a la vez su evolución dentro de la trama, sus emociones afloran de forma estremecedora sin perder su espontaneidad.
El director ha recurrido a retazos de su infancia para construir una historia con estas premisas: “Cuenta las partes, nunca el todo. No reconstruyas el espacio. Los recuerdos parecen recuerdos, fragmentos pegados con imaginación. Escarba en los huecos. Evita la metáfora. Materialice. Niegue la causa y el efecto sin abandonar la consecuencia. Deje que las cosas se desarrollen. Trabaje duro sin saber exactamente por qué. El horizonte no es importante, solo hay que seguir caminando. Busca el error honesto y permite que exista. Consérvalo, nútrelo y déjalo crecer sin miedo. Entierra el miedo. Juega. Ríe. Llora. Sueña. Encuentra el buen error. Fracasa mejor”. Martínez Bucio consigue estructurar su película de forma fluida, proporcionando la información que el espectador puede reunir y asimilar, para construir un mosaico familiar vívido e individualizado.
La puesta en escena evoluciona poco a poco desde un marco abierto e inclusivo, donde está presente el exterior hasta la claustrofobia de sentirnos encerrados en una jaula. Los niños, a las órdenes de la abuela cubren con papel las ventanas, se aislan totalmente, interiorizan nuevas rutinas llegando finalmente a racionar la comida. Abandonados a su suerte, supervivientes emocionales, frágiles y ciegamente apegados a lo único que conservan, la vida les ha confinado fatalmente. A lo largo de los días, en que sus vacaciones de verano han sustituido la libertad escolar por la vital y, finalemente, por la carga de la responsabilidad, los niños han ido perdiendo poco a poco sus sueños, su confianza en la vida y los adultos. Día a día, han sufrido el dolor de la pérdida una y otra vez, empezando por los padres, uno a uno, sus mascotas, sus posesiones más preciadas, en un sacrificio obligado y también voluntario, para acabar contando con lo único que les queda, con ellos mismos, su lealtad y su apego incondicional.
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