Hay días en los que si se aguza bien el oído la «sociedad infantil» parece acunarse con su peculiar canto del cisne como esos niños que se arrullan una última noche con todos los juguetes antes de abandonar su regia edad.
Tras la infancia llega la adolescencia, tiempo de carencia y rebeldía. Las imágenes de la multitud quemando contenedores tras la detención de un rapero acusado de insultar al rey en tuits y rapear mal (¿de verdad puso en riesgo real a personas concretas?) me recuerdan, sin embargo, al frustrado gentío de todas las edades que decidió seguir al dañado-violento Arthur Fleck, el Joker en el popular film de Todd Phillips.
He escuchado a colegas decir que esto no tiene que ver con el rap. Que en España no se persigue a artistas ni raperos. ¿Entonces qué canta o escribe Hasél? ¿Qué son Javier Krahe, César Strawberry, Abel Azcona, Leo Bassi o Valtonyc? ¿Panaderos? ¿Notarios? ¿Deja de ser artista o rapero alguien que se dedique a eso porque no nos guste o sea malo de atar? ¡Con esas esencializaciones no me extraña el éxito del artículo 525 del Código Penal (el de ofensas religiosas)!
Los límites a la libertad de expresión deben ser pocos, claros y precisos.
Como ha estudiado muy bien Ana Valero, desde su inicio en el Bronx de los años 70, el rap ha ido unido a la rabia, la protesta y la movilización. Rap proviene del acrónimo Rhythm And Poetry (ritmo y poesía) o Rage Against Police (rabia contra la policía): un tribunal no debe juzgar estas expresiones por su literalidad sino en atención, entre otras cosas, a la intención del emisor, la naturaleza lingüística del texto y el contexto en que se emite.
Pero parece que los jueces y políticos de cierta edad se muevan con los jóvenes con precauciones propias de una guerra. ¿Será porque saben que está próximo un gran estallido social?
No estoy seguro (como el FMI lo está) del gran estallido social. Las luchas del futuro estarán muy divididas. Las feministas no apoyan a Hasél. Ni los independentistas a los emigrantes de Huelva. Los policías solo pegan (y con qué ganas) a los jóvenes. A los del barrio de Salamanca, a los negacionistas sin mascarilla y a los ultraderechistas que asaltaron el Capitolio les dejan pasar.
Sé que no es muy popular, pero siento simpatía por los jóvenes: el 50% no encontrará trabajo y las generaciones anteriores les han dejado un planeta recalentado a punto de palmar.
Gran parte de la sociedad está cansada, resentida, frustrada, pero he visto pocos referentes culturales (un grupo privilegiado en relación con la precaridad y el desempleo), autores de esos que se autodenominan «intelectuales» dejar claro, fría y desapasionadamente, que la libertad debe defenderse, sobre todo, cuando afecta a aquellos a los que nada nos une. ¡Hablan del machismo de Hasél o de otros problemas anteriores con la justicia como si fuera relevante!
Quizás sea porque la sociedad es infantil y porque es propio de la más tierna edad querer solo a papá y a mamá. Luego aprendemos de los pares, gente que se ajunta y gente que no. ¿No debería crecer (una persona, una sociedad) y asumir seriamente el pluralismo y su complejidad?
La universidad debería formar expertos que luego enriquezcan con su conocimiento sobrio, riguroso y matizado a la sociedad, no obstante, cada vez que hay una manifestación, los periodistas dedican su tiempo a poner un micro en la boca del primer indocumentado que pasa por ahí o hablan de la excepción de los incívicos. ¿Qué tienen que ver los escaparates rotos con el fondo de la protesta? ¿No actúan los informativos que abren con incendios como esos púberes morbosos que siguen por la calle a los chicos que se van a pelear?
La sociedad infantil es el reino de la emotividad, por eso todo se ha llenado de sentimentaloides que hablan sin responsabilidad. Muchos promueven el paternalismo con tal de que les dejen jugar.
Si uno lee bien los votos particulares del famoso juez del Tribunal Supremo Oliver Wendell Holmes Jr. en las primeras décadas del siglo XX observaría una evolución. Este ambivalente constructor jurisprudencial de la libertad de expresión en EE. UU. pasó de interpretar restrictivamente la Primera Enmienda de 1791 (El Congreso no hará ley alguna por la que se limite la libertad de palabra o de prensa) y apoyar la desproporcionada encarcelación de disidentes y pacifistas durante la Primera Guerra Mundial a levantar conceptos potentes que podían interpretarse en sentido liberal, como el clear and present danger test en sentencias que todo jurista debe conocer: Schenk v. United States (249 U. S. 47, 1919) o Abrams v. Unites States (250 U. S. 616, 1919). Si pensamos de forma adulta, el derecho es solo un sistema normativo, el derecho penal es el último recurso.
Hay otras formas de sancionar más útiles cuanto más madura es una sociedad.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (no un bolchevique borracho a punto de prender fuego a una dacha) sanciona a España por la forma excesiva de restringir la expresión, pero el Tribunal Constitucional parece Benjamin Button: va hacia atrás.
Como en un espejo, en lugar de mantener opiniones relativas a normas generales y abstractas, la gente reconoce derechos en función del juicio in toto que hacen de ese o aquel. Que lo haga un hater de Facebook se puede entender, ¿pero qué hacen profesores de derecho diciendo que si Pablo Hasél agredió una vez a alguien o que si no pasaba la escobilla después de cagar?
¡Qué bien hubiera venido la Educación para la ciudadanía a la hora de enseñar que el derecho juzga acciones (tipificadas) y no a personas!
Por cierto, ¿quién la quiso quitar?
Como soy despistado, he tardado en averiguar por qué medios como RTVE, la SER, El País y casi la totalidad de fuentes nacionales opinan de forma infantil, ¡es porque miembros de un partido que se llama Podemos (hablo así porque no es mi partido, no sigo y me importa un bledo la política de partidos de este país) se posicionaron a favor de la manifestación y porque han sido críticos con el Rey!
Vaya, tela.
En lugar de pensar profesionalmente las normas relativas a la convivencia democrática como adultos, ciudadanos, periodistas y académicos se posicionan a priori en función de sus pertenencias a partidos políticos cuyos flojísimos y calculadores líderes, por otro lado, nunca pasan del 3,9 en las encuestas de opinión.
¿No recuerda a los grupitos de clase aquellos donde muchos crecieron físicamente, pero no espiritualmente, al calor del grupo liderado por el machirulo de turno?
¡Dentro de un bando todos opinan igual!
Será cuestión del claveage (izquierda/derecha, iglesia/estado…).
¿No cuesta encontrar ciudadanos maduros que separen afinidades y creencias particulares del debate sobre reglas del juego?
Adults in the room?
Porque eso sería lo que cualquier persona adulta ve estos días: a la televisión pública presentando a un socio de gobierno como si fuera un niño malo al que hay que reprender, listos de la clase esparciendo fake news, señores de voz grave y huevos pelados incapaces de plantear una opinión ajena a la que su papá, perdón su partido, mantiene a ese respecto.
¿No estimula la falta de disensión interna votantes pusilánimes?
Regresión conservadora y puritana (como el cine de los 90, al decir de Hadley Freeman en la hermosa The Time of My Life): moralina por doquier.
Porque también es propio de niños confundir la mentira con la verdad.
Usted, relativista-postmoderno puede llamarme etnocéntrico-occidentalista-imperialista y todo lo demás, pero como existe la verdad (una propiedad de ciertos enunciados relativos a hechos), yo prefiero la verdad: Los mossos detuvieron al rapero Pablo Rivadulla Duró, conocido como Pablo Hasél, en la Universidad de Lleida después de que la Audiencia Nacional ordenara su detención tras haber rechazado suspender la ejecución de la condena a nueve meses de cárcel por enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona y a las fuerzas de seguridad, a través de comentarios en redes sociales.
Esa es la verdad.
Estos días, he escuchado a políticas madrileñas dando lecciones de estética como si en lugar de presidir una Comunidad Autónoma escribieran en Rockdelux.
¿Hace falta leer a Niklas Luhman para saber que el estético, el sentimental, el económico o el jurídico son subsistemas diferentes?
¿Debemos implicarnos por la libertad de expresión solo si el encarcelado compone como Leonard Cohen?
Lo de la Presidenta de la Comunidad de Madrid, es como si un sacerdote nos dijera con qué personas nos debemos casar.
Ups, debería haber buscado otro ejemplo.
Como si un economista propusiera cambiar las penas largas por la inyección letal (para abaratar).
Hum, creo que eso también lo he visto hacer.
He leído a escritoras decir que Pablo Hasél no les representa. ¡Anda que a mí!
Pero no hace falta que alguien nos caiga bien para proponer que se modifique la ley y se despenalicen supuestos que encajarían en cualquier concepción mínimamente liberal de la libertad de expresión.
¡Al revés!
¡Cuanto más alejados estemos de la persona, sea Guillermo Zapata o Pablo Hasél, mayor madurez moral tendrá nuestra posición individual!
Sí, el otro día cuando vi a aquella chica rodeada de chicos vestidos de falangistas con los brazos en alto hablando del pueblo judío me vino a la cabeza la imagen de Guillermo Zapata, aquel concejal de Ahora Madrid temblando en la Audiencia Nacional tras entrecomillar chistes (de pésimo gusto) en Twitter sobre el pueblo de Israel.
Debemos estar a favor de la libertad de expresión de forma adulta y distanciada. Lo hermoso es que con ella se protege a quienes opinan contra nosotros.
Los límites a la libertad de expresión deben ser pocos, claros y precisos: que pongan directamente en peligro a personas y bienes, que injurien, calumnien o denigren a personas en concreto o que entren en lo que los juristas conocemos como delitos de odio.
El estado de derecho debe tratarnos como ciudadanos responsables. No conducirnos como a niños ni tratarnos de engañar: Ni el rey, ni la policía, ni los militares pueden ser objeto del delito de odio por su mera condición ni por su pertenencia a estos cuerpos de seguridad porque los delitos de odio protegen a minorías vulnerables o estructuralmente desaventajadas, es decir a colectivos que tradicionalmente han sido discriminados o perseguidos por su raza, por homosexuales, por inmigrantes, etc. Los reyes no son personas desaventajadas. Los polícias y los militares tampoco son colectivos vulnerables, además ya tienen su protección específica como el atentado a la autoridad.
Creo en la singularidad y detesto las etiquetas: la mía tampoco es una concepción liberal de intervención penal mínima, por mucho que crea firmemente en la tesis clásica de John Stuart Mill en su famoso ensayo Sobre la libertad: el límite de la libertad es el daño (harm) a los demás (esa que por cierto inspiró el giro del ambivalente Wendell Holmes).
No suscribo paquetes ideológicos (me decico a la filosofía no a la política) y no mantengo el credo de nadie más que el mío: mantengo que debería castigarse penalmente a los que niegan el genocidio, a los que llevan banderas nazis aunque sea en recuerdo de millones de hombres y mujeres gaseados, de ancianas asesinadas de forma industrial, seres que vieron quemar vivos a sus hijos, nazis que hicieron de seres humanos pastillas de jabón.
Si no hubiera gente ingresando en prisión, todo parecería una broma, una comedia, al decir del Joker: el otro día una periodista de izquierdas coincidía con una de derechas en que quemar contenedores no es una forma legítima de protestar.
Nadie preguntó, ¿y rapear?
Hermosos: Beasty Boys – Paul´s Boutique; Public Enemy – It Takes a Nation of Millions to Hold Us Back y tantos otros.
Malditas: ideas para todos los públicos o ideas Netflix.
rodrig 27 febrero, 2021 1:31 pm
Gracias por tu artículo Jesús. Efectivamente, unos y otros piensan de acuerdo a la ideología política a la que se adhieren, y cuanto más fuerte es su pertenencia a dicho grupo ideológico más acrítica y obedientemente aceptan sus enunciados y más influyen estos sobre sus conductas. Así, terminan quemando imágenes de Mahoma o del Rey, o quemando brujas en la hoguera, todo es lo mismo. Los procesos de polarización grupal y de “Pensamiento de grupo” son muy peligrosos y, por ello, el disenso interno es fundamental, escuchar a las minorías, llegar al consenso desde el disenso.