El momento en el que Tom Kirkman es investido como presidente de Estados Unidos en el piloto de Designated Survivor, todo parece posible. Su coronación se produce inmediatamente después de que el capitolio del país salte por los aires, llevándose a todos los posibles sucesores del presidente del país por delante y dejándole a él como imprevisible príncipe.
Kirkman es un intrascendente secretario de urbanismo al que le cae la tarea de ver el discurso del estado de la unión del presidente desde otro lugar distinto al capitolio. La idea es que, si algo excepcionalmente catastrófico pasara allí, él sería el superviviente designado en la cadena de mando para asumir la responsabilidad de gobernar el mundo libre. El problema, lejos del caos en el que se suma el país tras el ataque terrorista, es que el puesto heredado de Kirkman es cuestionado desde el primer minuto y depende de él demostrar su valía para comandar la nación desde el despacho oval.
Todo en el primer episodio de Designated Survivor suena y se ve familiar a lo que se viera el otoño pasado con el estreno de Quantico —y de ahí mi entusiasmo por aquel entonces con aquella—: un protagonista señalado que debe demostrar lo contrario a lo que piensa el resto del mundo (en Quantico, que ella es culpable de un ataque; y en Designated Survivor, que él no da la talla como líder del país). La diferencia estriba en que Quantico acabó tomando sendas demasiado maníqueas, repetitivas y enrevesadas como para que mereciera la pena seguir al tanto. Designated Survivor, en cambio, cuenta con un arma muy poderosa, y perdonen la redundancia: el poder.
Y no sólo el poder como idea general, también el poder en Estados Unidos, con sus fascinantes conflictos sociales, políticos y culturales actuales; las conspiranoias de líderes en las sombras alla Scandal o las traiciones de pasillo y escalera alla House of Cards.
Pero las costuras de Designated Survivor se ven enseguida. Los personajes son negros y blancos y los únicos grises corren a cuenta de cómo los guionistas engañan al espectador para sus giros argumentales y de Tom Kirkman, cuyo debate constante por probarse válido para el puesto, tomar las decisiones correctas (o acertadas) y sentirse en control del país más poderoso del mundo es muy entretenido de ver.
Es ese último punto el más importante, porque cede cierta autoridad al espectador. Los guionistas quieren que Kirkman coja los mandos para enseñar cómo un hombre corriente decide por todo un país. Que su familia nuclear tan americana (y blanca) tenga tanta importancia ayuda a crear esa burbuja de vida normal que convierte al protagonista en una suerte de héroe del pueblo universal, con el que es fácil empatizar. Y con tanto bajo su amparo, puede incluso concluirse que Kirkman es, a fin de cuentas, un superhéroe. Sólo hay que cambiar la frase sobre la responsabilidad que el tío Ben le dedicaba a Spider-Man por la jura de la constitución.
Es improbable que alguna de las aventuras de Kirkman por batallar supervillanos —o acaso los inocentes que salvar o los conflictos que apaciguar— sorprendan, emocionen o trasciendan lo suficiente como para hacer de Designated Survivor un visionado esencial, pero las decisiones de gobierno cuasiprocedimentales de cada episodio (y su debate moral derivado) prometen hacer de la serie un viaje muy adictivo. Además, ¿quién no quiere ver a Kiefer Sutherland jugar con Estados Unidos como le venga en gana?
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