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Cine y ecología: De repente, el último invierno

En Hermosos y malditas, Cine y Series 7 noviembre, 2017

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Los recientes avisos sobre el deterioro de los océanos (millones de plásticos y todo tipo de basura humana como alimento de atunes y ballenas), el peligro real y tangible del calentamiento global para pantanos, bosques y zonas calientes del planeta, junto al escándalo del aumento de emisiones de CO2, permiten una mirada retrospectiva al tiempo en que la ecología era una preocupación expresada en las películas.

La sensibilidad medioambiental en el cine puede rastrearse desde antes de que llegara, de improviso, la última primavera, antes de que desaparecieran las amapolas, las libélulas y las mariposas, esto es antes de que viviéramos en un verano eterno sin final y sin sentido. Una de las primeras alertas sobre la pérdida de hábitats naturales y modos humanos integrados en ellos tiene la forma de extraordinario documental, mezcla de reivindicación social y tratado antropológico: Nanuk, el esquimal (Flaherty, 1922). Desde entonces, el compromiso sensible hacia el medio ambiente, la fauna y flora del planeta, puede verse en películas de tonos y prioridades muy distintas, que van desde alertas sobre armas atómicas a la denuncia sobre la degradación de los bosques como objeto de la avaricia de los hombres. Si el filme de Robert Wise Ultimátum a la Tierra (The Day the Earth Stood Still, 1951) era un mensaje de una civilización exterior para el entendimiento internacional, ante la escalada nuclear en plena guerra fría, su remake (Derrikson, 2008) apunta ya al cuidado del planeta, en un modo ficcional, afín a las preocupaciones y al posterior grito de alarma de David Guggenheim y Al Gore en Una verdad incómoda (2006), documental sobre los efectos devastadores del cambio climático, en el que el ex-vicepresidente norteamericano mostraba un contundente retrato de la situación del planeta, amenazado por el calentamiento global: de lejos, la película más aterradora que verá jamás.

El cine como recurso para la difusión de mensajes de tono ecológico había sido explorado ya por realizadores norteamericanos, a finales de los años 70. Profecía maldita (Prophecy, 1979) de John Frankenheimer advertía de los terribles peligros de la contaminación química en los ríos.  El síndrome de China (James Bridges, 1979) supuso una excelente intriga catastrofista sobre centrales nucleares y aún reverbera en la memoria de muchos de nosotros el grito ahogado de Jack Lemmon, ese actor tan querido, sobre las terribles consecuencias de los desastres que podría llevar aparejado el descontrol nuclear. La película se estrenó a los pocos días del accidente de Three Mile Island y mucho antes de los terribles casos de Chernobyl y Fukushima.

Como quiera que aquí en EL HYPE defendemos la idea de que los valores éticos o morales no existen en el vacío, sino que se incorporan en la actuación concreta de personas (en nuestro caso, personajes literarios y cinematográficos), una vía interesante de síntesis de las preocupaciones ecológicas y relato cinematográfico resulta de aquellas películas en las que el/la protagonista actúa con especial sensibilidad medioambiental; un clásico que pronto acude a nuestra mente, Dersu Uzala (1975) de Akira Kurosawa; antes, en 1959, Nicholas Ray dirigía Los dientes del diablo.

Con ecos del conservacionismo más reivindicativo de la época, Naves Misteriosas (Silent Running) el filme dirigido en 1972 por Douglas Trumbull e interpretado por Bruce Dern como el botánico encargado de salvar las últimas plantas, el último bosque, es una epopeya radical sobre el significado de la naturaleza y uno de los títulos claves de la intersección cine-ecología. Gorilas en la niebla (Apted, 1988) está basada en la historia de la naturalista estadounidense Dian Fossey y su trabajo con los gorilas de las montañas Virunga en Ruanda y República Democrática del Congo.

En los filmes de Robert Redford, Un lugar llamado Milagro (1987), basado en una historia de John Nichols y El hombre que susurraba a los caballos, a partir del texto de Nicholas Evans, el protagonista intenta conservar una naturaleza amenazada. También hay belleza y dura exaltación de la naturaleza en la huida de la civilización de seres hastiados como Jeramiah Johnson (Sidney Pollack, 1972), personaje afín a los de las cintas ya clásicas del alemán Werner Herzog Aguirre o la cólera de Dios, Donde sueñan las verdes hormigas o Fitzcarraldo. La filmografía entera de este genial director de ficción y documentalista es una mirada originalísima llena de inquietud y fascinación socio-antropológica por el planeta Tierra y los raros seres que lo poblamos; desde esa perspectiva cósmica, poco importa que la naturaleza sea un entorno hostil para el humano, lo importante es lo fascinante que ésta resulta: El diamante blanco (2004), Grizzly Man (2005), Into the Inferno (2016).

Tengo a Lecciones en la oscuridad (1992) como uno de mejores documentales de la historia del cine y en él Werner Herzog recoge uno de los desastres ecológicos más grandes del mundo, el que se produjo tras la retirada de las tropas iraquíes de Kuwait: llamas, paisajes oscuros, ciudades devastadas, campos de batalla como desiertos lunares; hábitat natural de bacterias y escorpiones. Encuentros en el fin del mundo (2007), Happy People: A Year in the Taiga (2010) son otros filmes representativos de la forma lúcida de entender el planeta con toda su belleza y su dureza, otra constante de este relator de historias humanas al límite, que se convirtió pronto en mi director de cine preferido.

Jean Jacques Annaud con El oso (1988) o Kevin Costner con Bailando con lobos (Dances with Wolves 1990) se suman a la reivindicación del medio ambiente, incluyendo la defensa de la Amazonía: La selva esmeralda (The Emerald Forest, 1985), de John Boorman, y Los últimos días del Edén (1992), de John McTiernan. Los alegatos individuales de personas heroicas enfrentadas a empresas multinacionales y grandes corporaciones responsables de dañar a la población más débil, por el abuso del ecosistema, contaminación o manipulación nociva del medio-ambiente constituyen casi un subgénero cinematográfico. Erin Brockovich (Soderbergh, 2000) plantea el caso de una abogada autodidacta enfrentada a una empresa por delitos medioambientales.

Por último, otro modo de incorporar el discurso ecológico y el medioambientalismo tiene vocación explícitamente pedagógica y abarca desde los filmes infantiles de naturaleza educativa (Lorax, Planeta libre, La princesa Mononokone protectora de bosques, Avatar), a los cortometrajes y documentales para todos los públicos: Story of Stuff, sobre el impacto de la obsolescencia programada y el sistema de producción de bienes de consumo; el delicado y esplendoroso Baraka (Fricke, 1992), poema-documental, dolorido y esperanzado y las imprescindibles The Cove (Psihoyos, 2009) sobre las matanzas de delfines en la cala de Taiji de Japón, Cowspiracy (Anderesen, Khun, 2014) sobre los lobbies ganaderos y los inasumibles costes de mantener la costumbre humana de comer carne a todas horas; Blakfish (2013) de Gabriela Cowperthwaite sobre el tristísimo cautiverio de las orcas, animales majestuosos y familiares convertidos en payasos tristes de circos crueles.

Especial predilección, en todo caso, tendremos siempre por Wall-E, obra bella, tierna y maestra, contracara dulce y pequeña de la distópica, pretenciosa, pero también hermosa (a retener la escena con ecos de Poe –Arthur Gordon Pym– de la ola): Interstellar (Nolan, 2014).

ecología

Wall-E: retrato de un ser solitario, comprometido, constante y limpio tan alejado de la insensibilidad y de los abusos de aquellos que lo construyeron.

Hermosos: animales

Malditas: películas de Walt Disney

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