El pop-rock ha agotado sus posibilidades combinatorias. Esa es la tesis a demostrar.
Caído el Bloque del Este a principios de los noventa, comenzaron las proclamas sobre “el fin de las ideologías”, “la era de la globalización” o incluso “el fin de la historia”. Creíamos haber ganado la guerra, cuando el contrincante en realidad se suicidó antes de luchar. La industria musical niveló también su diversidad ideológica: a partir del fenómeno grunge, el rock que antes era “alternativo”, vía Pixies o Sonic Youth, iba a ser la línea oficial. Dos hegemonías, política y musical, que vinieron para quedarse, a principios de los noventa.
Antes, la estrategia era fagocitar: corrientes radicales y antisistema como el punk, rap, heavy metal, eran neutralizadas, maquilladas con colorete radiofónico. Ahora, las disqueras iban a hacer la inversión de una vida. No iban a expropiar un estilo u otro, sino la propia noción de rock “alternativo” o “independiente”. El objetivo: neutralizarnos desde la raíz. Que cuanto más te esfuerces por sonar “alternativo”, más grupos tengas en tu línea.
En una misma multinacional discográfica figurarán, por un lado, los artistas comerciales “comerciales”; por el otro, los artistas comerciales “alternativos”. Estocada final para la música rock, animal herido desde hacía largo rato (simbólicamente, desde que Ian McDonald, ex fundador de King Crimson, creara el blandillo Foreigner en 1976). Individualismo de masas, à la musical. Como en el arte contemporáneo, lo chocante, lo original, lo provocador, se convirtió en el menú de mediodía. Lo “alternativo”, purito mainstream.
El pop-rock ha agotado sus posibilidades combinatorias.
En los años 60, edad dorada del pop, encontramos una industria musical aún joven y maleable: grupos de lo más excéntrico, como The Red Krayola, Gandalf o Faust, lograban fichar con sellos respetables prometiendo que sonarían como los Beatles para, presupuesto en mano, romper el juramento sin represalias legales. Hoy, tras la hecatombe de las subprime, la industria, marchita, se cuida de conceder préstamos a cualquiera. Parones discográficos de años y años son la norma incluso en las bandas más consolidadas; se gira por lucro, se graba casi por altruismo.
Pero no toda la culpa la tiene el instinto de autoconservación de las discográficas, su avidez, su recelo. Regresemos a nuestra tesis: el pop-rock ha agotado sus posibilidades combinatorias. Un anquilosamiento que lo es también creativo. No es que no se pueda componer como en los años sesenta, sino que una verdadera evolución estilística, en el pop-rock, implicaría renunciar a sus fundamentos, convertirse en otra cosa. Mientras eso no suceda, “experimentar” se reduce a rebarajar las mismas posibilidades armónico-melódicas. Lo otro, los cambios de estética, timbre, textura, look o (sub)género ya no sorprenden a nadie.
Durante el Renacimiento, forma y fondo caminaban de la mano. En el manierismo y el rococó la primera se hipertrofió para cubrir las carencias del segundo. En el pop-rock, la diminuta franja entre 1965 y aproximadamente 1970 sienta las bases de todo lo que vendrá, liando la gran madeja de cuyo hilo tiraremos décadas.
Aquel tramo de finales de los sesenta constituye una de las grandes épocas de efervescencia creativa de nuestra especie. Como todo tiempo guiado por la musa, se vivió intensamente. Incluso sorprende, con lo volcados que estaban los jóvenes de entonces en la vida, las drogas y el amor, que encontraran tiempo para legarnos tal océano de ideas. Aunque, claro, también los philosophes del Siglo de las Luces, los revolucionarios decimonónicos o los artistas del París de entreguerras se las traían. Puede parecer un brevísimo lapso de tiempo, pero en el frenético siglo XX no debiera asombrarnos: entre 1905 y 1915, por ejemplo, cristalizó el modelo de vanguardia plástica que aún domina. Pues, cuando estamos unidos y motivados, en la juventud de los movimientos, lo hacemos todo en un santiamén.
Es difícil no percibir un aire revolucionario en tumultos tan súbitos, tan cáusticos, como los de aquellos años. Sucede siempre. Luego se despejan los nubarrones, el opio y la inopia. La vida sigue, la industria revela su voraces mandíbulas y las bandas no pueden menos que reconocer la profesionalidad de lo suyo. Es fácil entonces caer en la seriedad con pretensiones o las hipocresías del eterno adolescente. No es casualidad que el estancamiento de los recursos musicales vaya íntimamente ligado a la desaparición de cierto espíritu lúdico. Pasa en cualquier estilo, por lo que nos valen, como cierre provisional, los lamentos de Nietzsche en Ecce homo (1888): ¿De qué sufro cuando sufro del destino de la música? De que la música ha sido desposeída de su carácter transfigurador del mundo, de su carácter afirmador –de que es música de décadence y ha dejado de ser la flauta de Dioniso…
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