Viaje al cuarto de una madre es una de las películas del año. Así de simple. Celia Rico (Sevilla, 1982) ha puesto mucho de sí misma en esta puesta de largo, para la que ha convertido a Lola Dueñas y Anna Castillo, ambas en absoluto estado de gracia, en una madre y una hija atrapadas en el estupor que sigue a la pérdida del hombre de la casa. El conflicto estalla, es un decir, cuando la hija decide volar por sí misma, y dejar a la madre con el síndrome del nido doblemente vacío.
La primera imagen es un plano fijo de dos mujeres durmiendo la siesta en el sofá. Sus rostros somnolientos se reflejan en una de esas mesas camilla que todavía presiden el salón de muchos hogares, sobre todo en el invierno andaluz. Suena una de esas melodías de móvil ya pasadas de moda. Lola Dueñas se despierta, alguien pregunta por el titular de la línea, cuelga, y sale de plano. Se oye un ruido, que más tarde identificaremos como el de una máquina de coser. Anna Castillo se levanta, increpa a su madre, y se vuelve a acostar, se tapa con la mantita, y vuelve a cerrar los ojos. La puesta en escena no puede ser más austera, uno puede dejarse invadir por el temor a adentrarse en otra gélida película festivalera. Pero, a medida que el film avance, la joven realizadora, que tan solo tiene en su haber el corto Luisa no está en casa (2012), donde Asunción Balaguer se enfrentaba al drama de una lavadora estropeada, irá inyectando pequeñas dosis de emoción, hasta dejarnos prácticamente con lágrimas en los ojos, convencidos de haber vivido una de las mejores, y más conmovedoras, películas de la temporada. Difícil que no se lleve premio en el Festival de San Sebastián, donde compite en Nuevos Directores. Hablamos con Celia Rico.
Parece lo contrario, pero al final tampoco hay tantas películas que sepan hablar de amor: ¿Cómo construiste esa corriente de amor que circula entre Lola Dueñas y Anna Castillo?
Yo vivo en Barcelona, pero la casa de mi familia está en Constantina, provincia de Sevilla. Hice que se vinieran al pueblo, y que pasaran mucho tiempo en un lugar que les era ajeno. Lola estuvo dos meses, y Anna, que tenía mucha actividad en ese momento, fue viniendo cuando podía. La idea era que se contagiaran de la vida en el pueblo, y sobre todo de la relación que yo tengo con mi madre. Como el personaje de Lola Dueñas, también es costurera. Así que convivieron en casa con nosotras, y podría decirse que, en ese proceso de crear una intimidad, fuimos cuatro. Lola observaba a mi madre todo el tiempo. Aprendió a coser, e incorporó sus gestos como un homenaje hacia ella. Gestos de amor, en definitiva, que lo inundaron todo. Hubo una transmisión hacia ellas del amor que hay entre mi madre y yo, aunque no se trataba de reproducirlo, porque la película es otra cosa, sino de crear un lugar íntimo, en un entorno doméstico. Así se hicieron amigas, y se creó esa dinámica de afecto que se palpa en la película.
Lola Dueñas no es madre en el mundo real, y Anna Castillo tampoco se parece a la chica ensimismada y melancólica que aparece en el film. ¿Por qué las escogiste a ellas?
Yo tampoco soy madre, y cuando hablaba con Lola sobre lo que significa ser madre siempre lo hacíamos desde el punto de vista de las hijas. Pero sabíamos que podíamos construir el personaje de una madre como una persona muy pegada a la tierra. Lola incluso ganó unos kilos para agarrarse al cuerpo en la creación de su personaje. Anna es muy extrovertida. Es decir, también lo contrario del personaje al principio del film, porque la idea era que las dos reprimieran cómo son en realidad, que partieran de un personaje construido, para que su personalidad acabara aflorando al final de la película. Cuando aparece el personaje de Pedro Casablanc, Lola estaba más contenta, porque por fin podía empezar a quitarse ese peso de encima.
Creo que esa idea del florecimiento es lo que ha hecho que la película se haya vuelto tan contagiosa, que guste tanto a gente tan diversa. ¿Cómo conseguiste dosificar la emoción sin traicionar en ningún momento una puesta en escena tan minimalista y rigurosa?
Quería dejar espacio al espectador, pero no abandonarlo ahí, y dejarlo en soledad. Tengo que decir que, cuando escribo, me conecto con mi parte más melancólica, con todo lo que me hace frágil y vulnerable. En este caso, mi relación a distancia con mis padres. Pero explorar esas zonas oscuras no es algo negativo. Al contrario, se traduce como una búsqueda de la armonía. Al mismo tiempo, creo que, para emocionar, tampoco es necesario mostrar personajes que se emocionan. La emoción es algo que está en lo que hacemos. En cosas concretas como coser un traje para una hija que no está. Cortar una tela, darle forma y materializar un cuerpo que está ausente. Me daba cierto miedo que la emoción no llegara al espectador, porque muchas de las cosas que ocurren en la película están directamente conectadas con mi universo particular. Mi madre me hace ropa, y me la envía. Si pienso en los gestos de amor de mi madre, no pienso en determinadas palabras o en un abrazo, sino en algo que ella hace estando sola, en su intimidad, y que demuestra que está pensando en mí. Luego yo puedo sentirme más o menos culpable por haberme puesto el traje o no. Eso define para mí los gestos de amor.
Algo muy típico de las relaciones maternofiliales es que, cuando madre e hija están separadas, se echan de menos. Pero que, cuando están juntas, acaban queriendo volver a poner tierra de por medio.
Totalmente. A mí también me pasa que quiero estar en casa de mis padres, pero cuando voy y estoy con ellos, me agobio y quiero volver, de manera que no estoy nunca realmente en ninguna parte. Pienso en una frase de Vivian Gornick: Si uno no sale de casa, se ahoga; y si se marcha demasiado lejos, le falta el oxígeno. La leí después de hacer la película, y me dije: Wow, ha conseguido en una sola frase lo que yo he intentado en una película. Somos seres contradictorios. Es una cuestión fundamental, en la película y en la vida. Y la contradicción siempre genera cierta tensión. Como decía Ozu, cuyas películas tienen esos personajes un poco hieráticos que, sin embargo, desprenden tanta ternura, las tragedias de la vida empiezan con el vínculo afectivo entre padres e hijos.
Lógicamente, porque ha fallecido, el padre no aparece en ningún momento. Pero está muy, muy presente a través de señales que se van acumulando. El teléfono, los zapatos, las camisas, la bicicleta estática, el acordeón. Y sin embargo, ahí también consigues la justa medida.
Sí, el personaje del padre se construye a través de los objetos. Me gusta pensar que los objetos son los testimonios de nuestras vidas, que van a continuar ahí cuando ya no estemos. Cuando alguien muere, a veces queda el olor. Aunque eso es algo que es muy difícil transmitir en el cine, en la película hay alguna escena en la que lo intento. Por ejemplo, cuando Anna coge el acordeón, hay un momento en el que lo respira. Creo que, si el fantasma del padre está tan dosificado como dices, es porque tampoco quería que apareciera demasiado. El tema es el vínculo entre ellas dos. La misma historia con un padre de cuerpo presente hubiera sido muy distinta. Y sin embargo lo necesitaba, necesitaba al fantasma, porque es lo que hace que para ellas sea más difícil separarse…
La ausencia del padre hace que se necesiten mucho más la una a la otra.
Sí, cuando una está abajo, la otra no puede permitirse sacar sus debilidades a flote, porque para mí el amor maternofilial tiene que ver con proteger y cuidar al otro. Una suerte de equilibrio, que en cierta medida tiene que romperse, porque el proceso de la madre pasa por aceptar una doble ausencia. Cuando te has dedicado a cuidar a una persona toda la vida, y descubres que esa persona ya no te necesita, aparece un vacío muy grande. Y como decía Seneca, la soledad no es estar solo, es sentirse vacío. Pero tiene que pasar por ahí. Estas cosas hay que vivirlas. Aceptar la ausencia de su hija hace que, finalmente, pueda aceptar la de su marido, aunque esta sea mucho más trágica y definitiva.
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