La lectura en sí misma no es una actividad virtuosa, qué se lee y cómo se lee marcan la diferencia, ese es el axioma central que desarrolla Mikita Brottman tras un deliberado título provocador: Contra la lectura (Blackie Books, 2018).
¿La idea de la lectura es buena en sí misma? ¿se puede asimilar al reciclaje, la meditación o el menor consumo de carbohidratos? Según la autora, en las campañas de promoción de la lectura no se privilegia el complejo intercambio que se produce en el proceso de leer sino su propio concepto abstracto: lectura, por encima de lo que se lea.
¿Leer te hace mejor persona? ¿los lectores insaciables son necesariamente individuos con conciencia cívica? decir que sí sería tan cierto como el hecho de que leer en móvil, libro electrónico u ordenador –más que en páginas de papel– augura el apocalipsis.
La mercadotecnia que vende la lectura, y su apoyo a lo Oprah Winfrey, ha creado un perfil que identifica al lector con una persona concienciada, sensible, que despliega su mejor yo… y al parecer la técnica ha funcionado, aunque se alcen voces críticas como la de Christina Nehring, quien en un artículo del New York Times ridiculizaba la idea afirmando que los ratones de biblioteca han desarrollado una complacencia pseudomística hacia los beneficios mentales y morales de la lectura como, por ejemplo, que mantienen a los jóvenes lejos de la droga.
Como en otras épocas se culpó al baile o a la velocidad de erosionar las buenas costumbres, la diana de todos los dardos culpabilizadores es a día de hoy Internet, al que se acusa de ahogar la cultura del libro –en palabras de Brottman. Sin embargo, la autora contraataca con argumentos como la disponibilidad actual del inmenso mercado de libros de segunda mano y a precios reducidos, incluso descatalogados, que ofrecen Amazon y eBay, sin salir de casa. Eso, sin nombrar los nuevos y facilitadores soportes digitales, capaces de almacenar cientos de libros, que pueden ser subrayados y comentados.
Por otra parte, las cifras de publicación de libros en Estados Unidos –100.000 al año– también contradicen ese peligro de muerte que acecha a la lectura y llevan a prestar atención a un hecho muy real: la muerte del criterio, es más fácil habituarse a la lectura que llegar a ser un lector exigente y con criterio. Aunque no ahonda en este punto y su obra se centra más en la desacralización del considerado intocable y canónico hábito de lectura, así como de sus obras inmemorialmente etiquetadas como clásicos, tótems del lector que se precie, agradecemos el atisbo a esta cuestión que ya fue examinada con hábil percepción por Duvbravka Ugresic en su memorable Gracias por no leer (La Fábrica Editorial, 2004): El superventas es un espacio para la inocencia ritual colectiva […] ofrece un sistema cerrado de valores básicos y de conocimiento aun más básico.
Quienes, acusados de no leer, afirmen que el verdadero conocimiento se adquiere a través de la experiencia, estarán refrendando sin saberlo –la lectura ofrece erudición– el pensamiento de Sócrates y Platón, además del de Teofrasto que, como recuerda Brottman, la desaconsejaba especialmente en el caso de las mujeres, ya que las volvía –si esto fuera posible– más chismosas y peleonas. El somero repaso histórico sigue con la Edad Media y la exaltación interesada de la memorización frente a la comprensión, privilegio de unos cuantos, mientras que a partir del siglo XVIII los ataques se centraron en las novelas, denunciadas por alentar el ensimismamiento desenfrenado o denigradas por ser pasatiempo inadecuado para las jóvenes educadas.
Por contra, en los últimos años, se ha promocionado la lectura como una panacea universal, y aquí se alza la voz discordante que sugiere que no hay nada digno o respetable de manera intrínseca en el acto de leer en sí e insta a leer reflexivamente con criterio y cuidado, desembarazándose de los prejuicios que nos obligan a leer –sin provecho– lo que se supone que deberíamos leer. No eres el único que alberga sentimientos de culpa y vergüenza por no haber leído –y haberlo fingido– los must de la literatura clásica y contemporánea, pero puedes liberarte pensando un poco sobre qué es lo que hace que lo sean: ¿porque son las únicas obras que se conservan de su época, porque llevan décadas siendo de lectura escolar obligatoria? Si deseas seguir pareciendo tan sofisticado como esos amigos que dicen haberlos leído, aunque sus recomendaciones a ti te caigan de las manos, no leas Contra la lectura.
Todos los lectores felices se parecen, pero los desgraciados también, son aquellos para quienes la lectura es una fuente de desazón, como Kafka escribió en una carta a Max Brod: Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado de nuestro interior. Eso es lo que creo. Si estás leyendo esto y te consideras un lector à la Kafka, recordarás tus primeras experiencias con los libros, el despertar de la conciencia y en un plano íntimo, el modelado de tu personalidad, sus consecuencias en la vida social y la relación con tus pares y superiores. Contra la lectura te obligará sin darte cuenta a un ejercicio de introspección, a examinarte a ti mismo como lector y a descubrir el verdadero valor de los libros en tu vida, más allá de lo que tenías entendido: ¿Te recriminaban por estar siempre en tu mundo? ¿te instaban a sacar la nariz de tu libro y salir a vivir? ¿no encajabas a la hora del patio o en los albores del flirteo? ¿tu adolescencia fue ensimismada y podría ser calificada con alguna de esas palabras inglesas poco halagadoras? En definitiva, ¿la lectura fue tu pasaporte o tu balsa de la medusa?, probablemente, ambas respuestas son afirmativas.
Coincidiremos entonces con Mikita Brottman en que la lectura no es la panacea y en lo expresado en su colofón: el impacto de la lectura es privado y nos ofrece una mejor comprensión de lo que significa ser humano y del sufrimiento colectivo de la conciencia.
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