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Cine y Series

La cinematografía del espíritu (I): La maldad de Frankenstein

En Hermosos y malditas, Cine y Series 21 marzo, 2023

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Hay una breve y aparentemente sencilla escena de transición en The Evil of Frankenstein, (Freddie Francis, 1967) –la tercera película de la productora británica Hammer sobre la mitología narrativa fundada por Mary Shelley– por la que tengo predilección.

Dura apenas diez segundos, son los que transcurren en la segunda mitad del film en el interior el derruido castillo del barón en Karlstad: el ayudante Hans –Sandor Elés, ese secundario fiel y despistado– comprueba las instalaciones eléctricas del laboratorio, Peter Cushing, el Barón en el límite de la ética, repara a la criatura (el sobremaquillado actor Kiwi Kingston acomplejado por la sombra de Boris Karloff, el mito del clásico de James Whale para la Universal) que yace tendida, ya descongelada, antes de someterse a los caprichos del hipnotizador Zalton mientras la joven sordomuda interpretada por Katy Wild ­­–perturbador cruce del pequeño salvaje de la pareja François Truffaut/ Jean Itard (L’enfant sauvage, 1970) y alguno de los personajes marginados del Stroszek de Werner Herzog– pasea tranquila por primera vez en mucho tiempo entre los pasillos casuales de ese lugar de trabajo observando de hito en hito a esos dos tipos ensimismados que, paradójicamente, le han ofrecido esa rara y hermosa forma de justicia social que de Hegel a Axel Honneth llamamos «reconocimiento».

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La doble disfuncionalidad física del personaje de Katy Wild no impide, más bien parece que facilita, la integración micro-social en el grupo ético que labora. Conviene, en todo caso, reparar en que allí todo transcurre en silencio, ni siquiera la atronadora música de Don Banks se atreve a interrumpirlos, incluso la fotografía de John Wilcox abandona sus pretensiones góticas. La disposición de los cuerpos presume sin duda cierta familiaridad con la interpretación necrofílica del mito. En la Psychopathia sexualis, el pionero de la sexología parafílica Richard von Krafft-Eging acuñó el término «necrofilia» no solo para quienes, al modo del sargento Bertrand, se masturbaban con las humeantes vísceras de los cuerpos muertos, sino también para aquellos que (como de nuevo el propio Bertrand) se enamoraban de algún cadáver exhumado.

Frankenstein

¿Había una pulsión necrofílica entre el joven Victor Frankenstein y su criatura? Recuerda Luisgé Martín en ¿Soy yo normal? (Anagrama, 2022) desconcertantes episodios de sexo con cadáveres mucho tiempo después de que según la mitología egipcia, Isis recompusiera las partes del cuerpo de su descuartizado esposo Osiris para fornicar con él. Y yo recuerdo ahora, mientras suena «Deadness» de Darkstar, el séptimo episodio de la segunda temporada de American Horror Stories y que dos de mis películas preferidas, La habitación verde (François Truffaut, 1978) y El extraño caso de Angelica, (Manoel de Oliveira, 2010) elevaron la idea que me hacía del amor físico por los muertos.

Pero no creo que haya pulsión de ese tipo entre el barón y el monstruo, sino que creo que se esconde en el interior de Victor Frankenstein un profundo, ligeramente autocompasivo, amor de sí. Se intuye éste en el afán por recomponer, por juntar las piezas de una vida rota, quizás de un corazón partido, una arritmia, un derrumbe emocional (el de Shelley, el de Mary) un afán revitalizador por unir los pedazos de su otro ser como las más oscuras figuras troceadas de Saura, Zornoza, Basquiat o Dubuffet, o de forma más desgarradora, Víctor (Mary) pretende revertir el proceso de demolición interior que aconteció antes del episodio creativo de Vila Diodati (Polidori, Claire Clairmont, Lord Byron, Percy Shelley y Mary Godwin), bellas piezas de porcelana rotas y vueltas a pegar, derrumbe de valores, hauntología política, platos cuarteados como los trozos de El crack up de Scott Fitzgerald, el escritor que insufla vida a esta sección y que enunció de manera magistral el gran intersticio: «la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar».

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Frankenstein fue la primera novela que me constituyó. Solo luego supe que encajaba naturalmente en la inclinación de mi espíritu hacia el intersticio y la urgencia de lo monstruoso, lo que es y lo que no es, ¿no es esa la definición que daba Tzvetan Todorov de lo fantástico, algo que admite al mismo tiempo una explicación racional y otra sobrenatural? El monstruo de Frankenstein, como Drácula, la momia, los zombis o Melmoth el errabundo están muertos y vivos a la vez. Pura indefinición: indefinición pura. En la Filosofía del terror o paradojas del corazón Noël Carroll incluye a nuestro monstruo intersticial en el concepto criatura de fusión.

La criatura de Frankenstein tiene algo de nueva masculinidad, de interrupción en la cadena de producciones simbólicas del patriarcado, de liberación de la función reproductora de la mujer, de Nexus 6, de pastiche, de brote postmoderno, de posthumanismo avant la lettre pero volvamos por última vez a esa rara secuencia silenciosa que me arrebata y al lugar donde se labora en silencio.

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Se trata, sin duda, de un intervalo armónico, de un instante reparador donde los cuatro proscritos (el despistado, el moderno e intrépido, Prometeo, la sordomuda y el monstruo), extraviados en los márgenes de sus respectivas instituciones colectivas, arrinconados socialmente por su diferencia (esa que como subraya el director Freddie Francis en otro momento del film «la gente no entiende y por eso condena») respiran entrañablemente concentrados en su singular labor con una rara meticulosidad como dando la razón a los pasajes que en La condición humana, dedica la pensadora alemana Hannah Arendt a la realización ontológica de nuestra especie a través del trabajo. O, más inquietantemente como si ese misterioso, rotundo y solidario fragmento de paz antes de la tragedia al que llegan de forma casual –tal como sucede con esos raros instantes de felicidad de la vida donde hallamos por una misteriosa eventualidad la serenidad del espíritu, solo cuando no lo estamos buscando– constituyera la razón de ser de sus frágiles y solitarias vidas.

Creo que es exactamente así como trabajo ahora mismo yo con esta entrada.

Hermosos: monstruos.

Malditas: órdenes de no rescatar a las pateras que zozobran en el alta mar.

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