¿Lo oyen? Es el silencio. No el dramático silencio vendemotos de Albert Rivera. No. Es un silencio mucho más familiar. El silencio casi administrativo que emana de todo aquello que nos importa un bledo. De esos e-mails y whatsapps que no nos interesan. Que no nos conciernen ni aunque vayan dirigidos a nuestro nombre. Aunque lo expliciten desde el mismo encabezamiento. Desde el propio asunto. No obtienen respuesta. No les dedicamos ni medio minuto. ¿Para qué? Quien aguarde respuesta puede hacerlo sentado: corre el riesgo de acabar como el de la foto de abajo.
Hace unos días estuve entrevistando a un actor valenciano con más de dos décadas de trayectoria: me decía que no hay sector más maleducado que el del audiovisual. Cuando no interesas en un proyecto, no estiman necesario ni contestarte. Ni agradecerte que ofrezcas tus servicios. Por mucho currículo que acumules. Seguro que les suena. Fijo que alguna vez, en un proceso de selección, han estado ustedes a punto de ponerse a llorar de la emoción cuando alguien de la empresa les ha llamado o escrito –al cabo de unos días– para simplemente decirles que no han sido seleccionados, y que gracias por su tiempo. Le comenté yo mismo a mi entrevistado que esa mala (pésima) educación no es patrimonio del audiovisual. Ocurre en el ámbito de la comunicación. También en del periodismo. A diario. Ocurre en muchos otros ámbitos.
Voy a mil cosas. Recibo cientos de e-mails. Voy de cráneo. YA. ¿Y qué? A veces es muy útil echar mano de la sabiduría popular que hierve en las redes. Recuerdo leer un comentario de un colega periodista – también metido en asuntos de promoción y comunicación musical – en el que decía que sí, que todos vamos de culo, pero si el correo o el whatsapp en cuestión fuera (es una hipótesis) para invitarnos a una buena paella o a un buen lechazo, vaya que si contestamos. Echando chispas. A buena hora íbamos a hacer mutis por el foro. No sé en qué puñetera asignatura de la EGB nos enseñaron que no hay que contestar cuando se dirigen a nosotros. Es el mayor de los desprecios.
El firmante de este texto no es ningún modelo de conducta. Dios me libre de ir por la vida convertido en ejemplo moral para nadie. Pero confieso que me pongo malo cuando mi hija de ocho años no devuelve (por desidia, por timidez, o solo porque no tiene el día) un saludo por la calle. Intento hacerle entender que es una cuestión de educación, ni siquiera de empatía.
No seré el primer ni el último en dejar un e-mail o un mensaje (de cualquier red social o de móvil) sin responder. Por olvido. Por descuido. Si alguien se siente ninguneado, le doy permiso para etiquetarme en redes y sacarme los colores. Lo asumiría sin problemas. Pero trato de no dejar nunca intencionadamente de contestar a alguien que se dirige a mí, en singular y por mi nombre: no hablo de comunicaciones genéricas, ni whatsappeos masivos, ni publicidad engañabobos ni spam, que son asuntos muy distintos.
Me puedo equivocar. A diario. Pero siempre trato de no dejar a nadie con la palabra en la boca o en el teclado: ni al promotor que me ofrece una entrevista con Richard Hawley, ni a la banda de dominio más o menos público que contacta conmigo directamente porque se autoedita sus discos (Hidrogenesse, por ejemplo) ni al músico anónimo de un pueblo de la provincia de León que me escribe para hacerme saber sobre su ignota maqueta ni al periodista o escritor que me tiene al corriente de su nueva obra.
Puede no interesarme eso que me cuentan. Puede parecerme un peñazo. Puedo –de hecho, no lo tengo ni por asomo– no tener tiempo para escuchar o leer todo lo que me muestran. Por supuesto. Pero qué menos que saludar y agradecer. Porque el tiempo de todos ellos es igual de valioso que el mío. Igual de valioso que el de cualquiera de ustedes. Y si alguien dedica medio minuto de su tiempo a escribirme, no cuesta mucho emplear al menos unos segundos en contestarle. Es lo mínimo.
Curiosamente, no me suelo topar de forma repetida con esta clase de situaciones cuando me escribo con colegas, promotores o sellos discográficos latinoamericanos. Tampoco cuando –muy de vez en cuando– lo hago con los anglosajones. No es moneda común entre ellos. ¿Por qué será?
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!