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Cultura

Almanaque de invierno: recomendaciones y debates culturales en la estación del frío

En Hermosos y malditas, Cultura martes, 19 de abril de 2022

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Cuando alguien me pregunta si prefiero a los Beatles o a los Rolling Stones respondo que entre los dos me quedo con The Kinks. Mi disco preferido es Arthur (Or the Decline and Fall of the British Empire), una obra maestra no de la «baja cultura» como dicen, sin excesivo criterio, los nuevos críticos de El cultural, los tertulianos tuttologos o algún teórico del arte despistado (al contraponerla, imagino, a la difusa idea de «alta cultura») sino de la cultura popular.

Es impropio y tendencioso hablar de «baja cultura» (un sintagma que no he podido encontrar en ningún referente serio de la crítica cultural). Tampoco hay como dicen en el suplemento cultural un arte mayor ni un arte menor (salvo para distinguir algunos versos pos sus sílabas). No comprender las correspondencias estéticas entre la música, la calle, la formidable adaptación cultural del capitalismo y los intensos y breves sentimientos adolescentes supuso uno de los puntos ciegos del admirado George Steiner. ¿Por qué hay tantos críticos jóvenes que siguen cayendo en él? The Kinks son una expresión de la mejor música popular (el pop): Bailo cuando escucho la todavía deliciosa «She’s bought a hat like Princes Marina» y creo que si una de mis palabras preferidas del castellano es «Almanaque» eso se debe a un tema del disco Something Else: «Autumm Almanac». Almanaque es una palabra de origen árabe que encaja en mi visión cosmopolita del mundo, en la defensa de una conciencia normativa cultural universalista (no identitarista ni nacionalista) y que apunta al reflejo de los ciclos del sol y la luna en el transcurrir de un año. Todos los años hago mi lista de manifestaciones culturales preferidas, ahora las divido en estaciones. Este es mi «Almanaque de invierno»:

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Uvala dream pop de San Petersburgo.

Sin razón aparente, el tono más circense del grupo de Ray Davies me recuerda al pequeño «Stupid», uno de mis temas preferidos de The Real Distractions, un grupo que no alcancé a citar en La condición despistada (Candaya, 2022), un ensayo sobre la pérdida, el olvido, el despiste y la distracción de próxima aparición. En invierno paso mucho tiempo encerrado en el despacho, leo y escribo y para ello me acompaño de propuestas invasoras suprabenignas, atmósferas muy afines por su textura a mi intento de pensar lo raro desde el otro lado.

Dejó escrito Paul Valéry que la facilidad de la lectura se ha convertido en una especie de regla en las letras desde el advenimiento del reino de la prisa y de las hojas impresas que cautivan inmediatamente o pretenden que suceda tal. Todo el mundo tiende a leer aquello que todo el mundo hubiera podido escribir y lo mismo sucede con la música, digo yo. Bornfor del trío de jazz noruego Maridalen (qué hermoso es «Portrommet ») o los seis temas de Feeding the machine de Binker and Mo¡ses con su raro vitalismo y el continuo aviso de la decepción han evitado que reuniera los primeros días de enero las fuerzas suficientes para volver a fumar (otro propósito felizmente incumplido). Dragon new warm mountain I believe in you es el último, y mejor disco de Big Thief, una banda de Brooklyn liderada por Adrianne Lenker que pronto me recomendó mi nueva tienda de discos de referencia.

Lo de Putin no tiene perdón pero soy demasiado sensible para cancelar el postpunk ruso y más allá de Human Tetris, Motorama o The Glass Beads me encanta la nueva ola siberiana de Ploho o Uvala el grupo de San Petersburgo con su dream-pop. En otra onda, me encantó Pompeii de Cate Le Bon y me pareció delicioso el título de The Weather Station How is it that I should look at the stars. Me ha emocionado la fuerza evocadora de Past Life Regression del grupo Papercuts, no solo por su capacidad para trasladarme a mi propia juventud sino porque corrobora mi idea de que el pasado tiene garantizado el futuro o que, más allá de los análisis de la formidable Retromanía de Simon Reynolds, el futuro ya pertenece al pasado. Un buen día de febrero me desperté con «good Morning (red)» la hermosa canción de caroline. Otro de mis preferidos, Destroyer, el grupo del canadiense Dan Bejar, ha sacado este invierno nuevo disco: Labyrinthitis.

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Tamara Lindeman frontwoman de The Weather Station.

La imagen del laberinto me lleva a una de mis exposiciones preferidas de este invierno: Stanley Kubrick the Exhibition, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Para Stephen King el despiste tenía que ver con un olvido en el fondo de la mente (una metafórica caldera en nuestro interior) para el autor de La naranja mecánica, la distracción final es un laberinto helado. Ni el más modesto de los planos, ni el menos meditado de los encuadres del genial director de Barry Lyndon se puede comprender sin su conocimiento del ajedrez. Lo digo solo para apuntar que el hecho de compartir afición con Putin, de nuevo ese delirante matarife, no convierte a este último en un ser humano inteligente. Me ha producido desazón y cansancio descubrir que a partir de cierto número de cadáveres todos los asesinos quieren ser derrotados: también este hombre de cera (que no de acero) colabora con el tiempo que lo aniquilará.

Por decir algo de Motomami, en relación con el agujero negro semiótico postmoderno y (de nuevo) el laberinto post-canon que hace deliberadamente imposible el juicio estético comparado (ni siquiera con el ecléctico pastiche de su misma tradición) diré que algunos vemos en la calculada celebración de lo urbano de Rosalía no solo una impostura sino otra estrategia baja del jugador de ventaja: hoy te puedes meter con el rey, con la «alta cultura», con la meritocracia and so on, pero no con el pueblo. El pueblo ya dejó hace tiempo de ser nadie: el pueblo es el nuevo rey, el nuevo soberano, el puto amo cultural para bien o para mal (aquí para mal). El pueblo puede, por lo tanto, ser despótico, votar micro-despóticamente (y se nota), por eso la estupenda artista (o los hábiles encargados de su mercadotecnia) quiere confundirse o, mejor, cobijarse en él.

Uno de mis pasatiempos de la estación del casi-todo-me-deja-frío ha consistido, precisamente, en leer sobre las correspondencias entre el desorden del arte y la política postneoliberal. Comoquiera que dos de los ensayos populizados de este invierno El desorden político, de Ignacio Sánchez Cuenca, y El temps esquerp, de Raimon Obiols, son, básicamente, diagnósticos actuales sobre la clásica advertencia aristotélica acerca de la degradación de la democracia que apenas inciden en lo cultural (más allá de lo local), espero con impaciencia la traducción de Everything, All the Time, Everywhere de Stuart Jeffries ya lúcidamente reseñado por Fernando Castro, un magnífico teórico del arte y generoso divulgador de un campo estéticvo y cultural que siempre nos ha interesado en este blog: «Hermosos y malditas».

En el apartado de la filosofía o, en puridad, del pensamiento, me entristeció y me hizo pensar mejor Tristes por diseño de Geert Lovink; no me ha acabado de gustar el último libro de Onfray, una obra hecha de sosiegos dictados por la vanidad y un falso azar. Leí en dos tirones Una filosofía del miedo de Bernat Castany Prado porque creo que pensar el miedo es el único tema que me interesa de verdad. Esperaba que el profesor de Barcelona integrara a Mariana Enríquez, a Mark Fisher o a David Lynch pero no solo no aparecen sino que lo que ha construido Casteny es en realidad un recorrido ético como filosofía práctica frente al miedo en nuestra cotidianeidad. Habrá a quien le guste.

Este invierno se ha consumado la desaparición de la Filosofía de la enseñanza obligatoria porque la asignatura de valores no implica necesariamente la reflexión, imprescindible a mi juicio, sobre las cuestiones últimas o fundamentales acerca de nuestra misteriosa condición: las preguntas por el ser y el sentido de la existencia, la lógica, la posibilidad del conocimiento o la belleza. Lo peor de todo el asunto que tiene que ver con la tan traída utilidad de la filosofía es su imposible identificación con el solucionismo (la aparente necesidad de tener una respuesta frenética en referencia a todo) y la alargada sombra del relativismo ontológico (hoy en relación con el deterioro de la idea de futuro o la involución antimoderna y contrailustrada que representa la postverdad).

En el apartado de poesía he disfrutado del poeta y crítico mallorquín Juan Planas Bennássar que ha publicado este invierno Las piedras del águila, un pretexto metafórico, entre el conocimiento y la palabra que trata de aprehenderlo. Paradójicamente este largo texto en prosa es su libro más poético, un paseo por temas clásicos de la literatura: el amor y la muerte. De su poemario Cercandanza destaco «Jack, the Ripper se confiesa muy viejo» y «Las brujas» en Arpas y laúdes.

La lectura de mis escritores decembrinos favoritos (Grace Paley y George Saunders) ha dejado tiempo para valorar largos párrafos de autores locales como Miguel A. Zapata, Bárbara Blasco, María Bastarós o Pedro Pujante un autor, este último, con un universo propio que insiste en su fascinante intento de entreverar la ciencia ficción y la poética intimista. Al fin encontré algunas horas entre los días de una lluvia bienvenida para acércame a sus (Las) suplantaciones. Con regocijo tambén devoré tres magníficos títulos en Jekyll & Jill: Abismal de Álvaro Cortina Urdampilleta (del que pronto tendremos extensa reseña aquí), Nola, de Antonio Jiménez Morato y la mítica Larva el Babel de una noche de San Juan de Julián Ríos conmovedoramente editados por el sello literario de Víctor Gomollón.

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Grace Paley (para mi gusto, la mejor escritora decembrina de relatos, ever).

Sin salir del todo del apartado literario, durante los meses más fríos, fue sorprendente y reconfortante conocer más de cerca la nueva programación de Fundación Cañada Blanch. De la mano de su presidente Juan Viña, la Fundación ha crecido como espacio público caracterizado tanto por el buen gusto y la cercanía de los autores como por su moderna selección de temas y nombres de un panorama cultural comprendido en sentido amplio (de la música al cine, de la literatura al arte y el pensamiento). Mantiene alianzas con socios estratégicos, como la Universitat de València, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo del Ministerio de Asuntos Exteriores, Aspen Institute España, Casa Mediterráneo, las Tertulias Hispano-Británicas y la London School of Economics and Political Science. Desde sus elegantes sofás han hablado estas semanas de invierno escritores como Alejandro Palomas o Raul Quinto, biólogos como Jack Middelburg y Iris Hendriks, pensadores como José María Lasalle o Marina Garcés. Particular extrañeza me supuso ver qué pocos jóvenes asistían a la excelente oportunidad brindada por Viña et al. (estratégica si se quiere así) de conocer allí mismo en persona a Valeria Miles, editora de Granta, la prestigiosa revista literaria que dio a conocer el año pasado su segunda selección de los 25 mejores narradores jóvenes en castellano. Hay una nueva posibilidad en mayo, cuando la colaboradora en The New Yorker, converse con David Aliaga y el cubano Eudris Planche Savón.

En el apartado cinematográfico mis películas de invierno han sido Drive My Car, disponible ahora en Filmin. En los tiempos del descontento y de la irritabilidad, no parece haber espacio para el consuelo de Vania, pero sí espacio hay en oriente para contraponer el arte más pausado a la medieval bofetada (física y cultural) que supusieron los Oscar, esa fiesta kitsch. The Batman desaprovecha la posibilidad de construir un héroe emo de verdad. Las matanzas en Ucrania han puesto de actualidad a Serguei Loznitsa, un director sobre el que pudimos llamar la atención en un blog de infoLibre. Chiara de Jonas Carpignano renueva la emoción que nos produjo la magnífica A ciambra, el fresco social de mi minoría étnica preferida: el pueblo gitano. La peor persona del mundo no es la mejor película de Joachim Trier (el director de la fenomenal Oslo, 31 de agosto) pero es mucho más rica de lo que parece y figura en mi top ten invernal. A la espera del Alcarrás de Carla Simón, de mi admirado Gaspar Noé y de Fire de Claire Denis, lo mejor de este invierno, a mi juicio, junto a West Side Story (la lección-Spielberg merecedora del Oscar al mejor filme) fue Licorice Pizza de uno de los más grandes directores vivos (Paul Thomas Anderson). Una razón para el eterno regreso de la primavera la encontré en el jovencísimo público que asiste al ciclo de Chaplin en la Filmoteca de Valencia. Dos de mis directores preferidos, W. F. Murnau y el creador del personaje de Charlot aparecen modernos de una forma terminal.

No es posible, por último, ya que hablamos de finales, dejar de notar un marcado deterioro en la decadente hibernación de la crítica literaria, ya solo centrada en el relato, en la narración o en aspectos personales del autor (la otra cara de la cultura de la cancelación), y sus efectos en una crítica cinematográfica que no solo ha abandonado el apartado formal (términos como plano o profundidad de campo quedaron en la historia de Cahiers du cinéma) sino el potencial del análisis del lenguaje, la idea de código en semiología, las poéticas, la ideología tras la composición o el montaje (en literatura y cine respectivamente), la perspectiva psicoanalítica, una mirada de enorme recorrido en los tiempos de las patologías del yo, la tristeza política y los nuevos motivos para la desesperación.

Hermosos: grupos de post punk ruso para tardes de invierno: Black Marble, Molchat Doma, Buerak.

Malditas: ganas que tienen los críticos de ser decodificados en clave «Keep on Liking» o «I’m naturally in».

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