De entre todas las acepciones de cultura, la más rica, a mi juicio, es la que resulta de la metáfora agrícola del «cultivo»: la forma en que crecemos y nos constituimos individualmente o como humanidad a partir del cuidado creativo de un terreno (interior o colectivo) previamente abonado, donde absorbemos frutos e instituciones precedentes y donde la subjetividad resulta de la pregnancia de modelos y figuras, de hitos y lecturas, (en las generaciones del siglo XX de imágenes cinematográficas, en el siglo XXI de relatos de series de ficción) que atraviesan y estructuran nuestra imaginación, la construcción de la identidad y la búsqueda de sentido. Y eso es, sobre todo, Abisal (Jekyll & Jill, 2011), el estupendo ensayo del filósofo y escritor Álvaro Cortina Urdampilleta (Bilbao, 1983): un recorrido transtextual y barroco, ora irónico ora comprometido con una valiente serie de valores desgraciadamente demodés –la solidaridad, el amor por la cultura, la filia por los semejantes, la desigualdad social– veteado por la deferencia emocional y una suave melancolía.
Sobre la primera nota, en Palimpsestos: la literatura en segundo grado (1982), el teórico literario y narratólogo Gérard Genette, acuñó el término «transtextualidad» para referir, entre otras cosas «todo lo que pone al texto en relación, manifiesta o secreta, con otros textos». Y en gran medida, eso es lo primero que uno percibe en Abisal, una serie de conexiones rizomáticas a partir de las que somos lo que somos, registros mítico-subjetivos que nos alimentan y desde cuya profundidad emerge nuestra identidad. Se trata de la forma más hermosa de lidiar con la escurridiza, laberíntica (y políticamente peligrosa) cuestión de la identidad: figura hecha de figuras, singularidad no solo perfilada sino sedimentada desde una serie de ficciones, imágenes y lecturas que nos constituyen. Kierkegaard ligó a una enfermedad del yo la voluntad de ser uno mismo; Marx, Nietzsche o Freud (la tríada de la sospecha) receló de la posibilidad (tan cara a la mítica del self made man) de la autogeneración (autopoiesis por decirlo con Castoriadis): no somos exactamente nosotros mismos, tampoco nuestra moral ni nuestra conciencia es estrictamente obra nuestra.
Cotidianamente, e incluso en las ocasiones más críticas y secretas de nuestra vida, hablamos como hemos visto o leído hablar, actuamos como hemos visto actuar. Nancy Frazer o Stanley Cavell apuntaron que son los modelos de la literatura y el cine, respectivamente, los que modelan (mi redundancia aquí es muy consciente) nuestra forma de ser. Toda una sociología dramática –de Norbert Elias a Ervin Goffman– señaló que somos cuando imitamos, cuando actuamos. ¿Acaso no terminó Wittgenstein su Tractatus advirtiendo que hay cosas que no se pueden decir (pero sí mostrar)? Es esa idea bellamente formulada por Schelling (Filosofía del arte) de que algunas imágenes (mitos en un sentido amplio) son (y nos hacen ser) y no solo significan. El mito somos: Desde este punto de partida Abisal se nos aparece como un emocionante recorrido por la constitución de la subjetividad moderno-singular en una serie libre y desprejuiciada no de disparates como dice al autor (en el Capítulo III dedicado a las «Figuras»), sino por mantenernos en el marco de la producción goyesca, de caprichos: «ensayo sobre lo cotidiano», salpicado de elementos mistéricos, libro de apropiaciones, donde el sentido original se puede perder, donde un nuevo sentido se puede ganar.
De Shelling a Unamuno, y más allá! (Toy Story): en relación con ese inventario de zonas, tiempos y figuras relacionado conectado con la idea de mito (concepto fértil casi inagotable y que el autor rastrea en autores tan distintos como Hans Blumenberg o Mircea Eliade), otro eje de este ensayo es el diálogo entre obras de autores aparentemente inconmensurables en un borbotón ecléctico que tiene a Dante o a Poe como intermitentes faros de zonas y figuras y que va de Ortega a H. P. Lovecraft, de Cronenberg a Yeats o de Faulkner a Benito Pérez Galdós. Se enfrentan así, La mosca y Pio Baroja (Baroja es un mundo), el Retrato del artista adolescente de Joyce o La mujer pantera de Jacques Tourneur: una forma abierta, lúdica y amable de tratar la la transtextualidad, aquí como intertextualidad en la que desaparece tanto el canon como una idea rígida de la literatura comparada.
El ensayo es un género acogedor de la subjetividad, especialmente idóneo para la heterodoxia. Efectivamente, el ensayo más lúdico (como este que nos ocupa), el ensayo poético, personal y literario puede cruzar infinitas líneas sobre uno de los puntos de partida del comparatismo –como caso del género de la literatura comparada–. Si para Julia Kristeva todo texto es la absorción de otro texto, mientras que para Roland Barthes un texto no está constituido por una fila de palabras de las que se desprende un único sentido, sino por un espacio de múltiples dimensiones donde se concuerdan diversas escrituras, (ninguna original), el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura. ¿Cuántos miles de focos de la cultura como crecimiento evolutivo contiene, pues, Abisal? No importa, podían bastar dos. Es decir, aunque de acuerdo con Genette tal intertextualidad remita a la idea muy amplia de copresencia de dos (o más) textos, la idea subyacente es que todo texto funciona de hecho como un mosaico de referencias, con independencia de las correspondencias iniciales y de la intención del autor. Y es precisamente esa imagen del mosaico abierto, o mejor, la sublimación de la apertura de la imagen del mosaico de referencias como todomosaico, como conjunción de los dos ejes que he sugerido antes (la identidad por los modelos o mitos en amplio sentido poético-subjetivo y la amplísima intertextualidad lúdica) otro pilar fundamental sobre el que se levanta Abisal: inspirado ensayo literario (en contraposición al ensayo científico o académico) que deambula, recapacita, avanza y se detiene en una personal (por momentos íntima) senda-pasillo jalonada de materiales literarios, artísticos (o simplemente culturales), apropiaciones, piezas de la sensibilidad que constituyen el todomosaico que somos, tanto desde un punto de vista intelectual, como sobre todo, sentimental.
Tal idea de todomosaico (muy distinta a la composición teórica y distanciada del Mnemosyne de Aby Walburg) queda pronto ligada no solo a la construcción personal de la subjetividad a partir de afinidades electivas (por decirlo con Goethe) sino de las implicaciones sentimentales de la apropiación de todomosaicos y el juego con un conjunto movible de zonas, tiempos, paseos, admoniciones y trato directo con el lector (a la manera de la Niebla de Unamuno): mundos compuestos por cartografías de regiones absolutas y valor inconmensurable, para la salvación, para la fatalidad o para el quietismo. Tanto el exordio como el primer capítulo («Todomosaico») del que destaco la idea de que Abisal se escribe contra lo blanco (el horror vacui de Moby Dick, de Arthur Gordon Pym) abren o desatan lazos e incumbencias entre el microcosmos (la novela como gran paradigma de la mitología subjetiva) de Las inquietudes de Shanti Andía y el viaje del alma durante la vida. Ese viaje incluye el terror (desde el protozombie de W. W. Jacobs a El cementerio de animales de Stephen King, del Antiguo testamento a la entrañable invocación de Jaws). ¿De dónde emergen exactamente las mandíbulas?
Es Allan Poe, tan sensible a las zonas como a las figuras, una de las bisagras que permiten pasar (saltar, al decir del autor, entre unas y otras) de lo clásico (en puridad, sobre todo el romanticismo europeo) a lo contemporáneo. Entre «Zonas» y «Figuras» deleitará al lector (si le ocurre lo que a mí) contemplar el paso de las aves, de las criaturas híbridas, de los primeros films de Cronenberg, del oso reptil de Juan Perucho, de la conexión con «Dagon» (la mitología de Cthulhu) y The Thing (Carpenter, 1982). Especialmente memorables me parecen las visiones del monstruo, las intermitentes evocaciones sobre el fondo, el tramo sobre los insectos secos y los insectos húmedos en relación con la estética de Schopenhauer (si el ensayo tuviera más música debería acudir inevitablemente la «Second Skin» y la «Swamp Thing» en el formato melódico de The Chameleons). Sería justo con una zona de las zonas, según lo veo, integrar más las poéticas del espacio de Gaston Bachelard, las esferas de Sloterdijk, la iconografía que va de Panofsky a W. J. T. Mitchell, las figuras que no se saben a sí mismas (Victor del Aveyron, Kaspar Hauser), algo de Clifford Geertz, la folie Baudelaire de Calasso, Didi-Huberman y sin duda la gramática de la creación matemática y musical de George Steiner, pero eso solo es señal de la profunda (abisal) pregnancia de la obra de Álvaro Cortina. Esto es, Abisal invita a que uno mismo, cualquiera de nosotros, empiece a ordenar un diario personal: Abisal II, Abisal III… (otra prueba del gancho del título y del acierto poético del autor).
El Abisal fundacional, espejo generador de abisales, aunque lo niegue a menudo Cortina, se vuelve íntimo gracias a un tono poético que a uno le recuerda al doctor Inverosímil (mi personaje preferido de don Ramón). En relación con la metodología, la imagen del sistema de imágenes (una imagen personal que invita a la intersubjetividad) no se presenta como filosofía sistemática (acaso sí, en algunos lugares como una teoría literaria y como una particular estética) sino, tal como adelantábamos al comenzar a reseñar, como una antología mitológica de la subjetividad. Constituyen dos aciertos de esa libertad, el «método Houebellecq» –la azarosa apertura del libro-objeto a lo sobrenatural– y la elección de un subtítulo cuya deliberada falta de acotación remite a gobiernos estéticos que no solo explican sino que justifican la extensión tan inhabitual (714 páginas). Posiblemente sea su ubicación en el arriesgado y modélicamente independiente catálogo de la editorial Jekyll & Jill, la que permita tanto esa dilatación (a la contra) como algunos caprichos de fondo. Esa frondosa ramificación no exenta de riesgos es la que ha hecho que algunas zonas del texto no acaben de blindarse y en mi opinión algunos pequeños puntos débiles tienen que ver con los problemas típicos que plantea el polisémico concepto de «cultura», no solo en la, según lo veo, inapropiada distinción entre «alta y baja cultura» en relación con la canónica «alta cultura y cultura popular», sino en la necesidad (eludida por el autor) de distinguir entre la acepción descriptiva, etnológica (la idea de Kultur) de la civilizada, filosófica, humanista, evolutiva o progresiva Bildung, pues es esa idea de cultura ligada a la metáfora del cultivo precisamente la que permitiría no solo rebatir algunos de los tonos del influyente profesor Esquirol o de revisar críticamente las ideas más inasumibles de Jünger o del propio Unamuno sino detectar en la expresión «baja cultura» a mi juicio todo un oxímoron.
Texto generoso capaz de soportar las altas presiones, artefacto muy bien concebido que se mantiene en una fecunda zona hadal, aunque por terminar con la casilla de los pequeños peros (la crítica literaria si quiere conservarse y evitar la mercadotecnia nunca debe eludirlos), algún lector de la nueva sensibilidad podría ofenderse ante la llamativa ausencia de las construcciones figurativas típicas de la izquierda y las zonas desoladas (en la hauntología de figuras fantasmales de Mark Fisher o en la historia de la destrucción o playas tras la catástrofe benjaminiana de W. G. Sebald), un posible exceso de admoniciones al lector y blindajes, algún que otro vituperio injusto (para el bueno de Walter Benjamin «gurú», para Joyce alguna queja Post) y un cierto desaire a las zonas gender friendly de filósofas tan cercanas a las «zonas» como Susan Sontag, Iris Murdoch o la propia María Zambrano. En todo caso, a un ensayo delicioso como Abisal todo se le perdona, incluso el lapsus calami con Charlotte Brontë (autora de Jane Eyre).
En las aguas templadas del ensayo, se mueven (quizás habría sido conveniente que lo hicieran más a menudo) los diablos de la prisa, de la disolución y del tedio. Por intereses personales, como lector muy seducido por este ensayo memorable me habría gustado saber más de la parte distraída (el odradek como ser del olvido por la parte de Kafka), sentir un punto de agnosticismo (frente a ateos y creyentes, la única posición humilde en relación con Dios, en mi opinión) y menos coherencia con esa querencia específica a perderse que el autor incluye bajo el rótulo de «diablo de la disolución». Tampoco es descartable que estas ligeras observaciones no sean sino resultado del extraordinario impacto que deja en el lector la obra de Alvaro Cortina, la forma inteligente y amable en que le convida a pensar, a imaginar, a analizarse y relacionar la luz con el extraño ser que nadea bajo el blanco de nuestra propia nada.
Seres abisopelágicos, híbridos sin ojos, brillo rizomático. Otros claros méritos de la obra descansan (quizás a su pesar) en la inmejorable forma en que el autor termina manejándose con la teoría literaria (nos ha gustado mucho el enfoque de la novela gótica desde Walpole), su capacidad de resistencia, el ojo lúcido sobre la crueldad-bearbating, su valentía con la «llaga visceral» de la transformación (Kafka) y otras revisiones, la dejación de los pueblos, las psicogeografías.
Personalmente, uno le ha tomado afecto al autor merced a la coincidencia con una serie de mitologías muy poéticas (Cortina tiene mucho de poeta) de la subjetividad: los diálogos de John Carpenter que uno también memorizó, su magnífica, spielbergiana disección de Tiburón, una serie de finos apuntes sobre Shakespeare, la tierna devoción por referentes de la infancia –Félix Rodríguez de la Fuente o Jacques Cousteau–, el diálogo Vasari-Breton, próxima a aquella recuperación de la infancia sobra la que escribió Fernando Savater. Se agradece el ánimo poco edificante (su escape de la moralización burda o más explícita), la falta de pompa y prejuicios, la raíz escatológica de la mitología, la lectura poética del discurso y de la historia, su rescate del gran Juan Eduardo Cirlot, sus guiños más ocultos a nuestros queridos Yeats y Ferrer Lerín. Aún hay más: Cuando se supone que el ensayo ya lo ha dicho todo, la última sorpresa agradable de Abisal es la forma en que remonta el vuelo y lo alto que termina. El reconocimiento de la infinitud de los temas, la inclusión del tempo en «El tiempo que resta- Consideraciones madrepóricas»: la madrépora como inquilino inadvertido, fina serie de esparcimientos y travesuras (por cierto, ¿por qué no la caída en el tiempo de Cioran?) compatible con su estudio unamuniano (posiblemente el más penetrante), la definitiva integración de retazos biográficos en torno a la amistad, el café humeante del hogar (y otros símbolos de su valor neurálgico).
Obsesiones y reveries, alta cultura y cultura popular, abismos y superficies. Abisal se cierra por las nubes de la moral urgente, tras el emocionante epílogo como una extensa antología mitológica de la subjetividad (el mito somos) o quizás, si invertimos los términos, una antología subjetiva del mito. Deviene definitivamente fructífera la idea de Schelling de la mitología como basamento de la imaginación: ejercicios espirituales, estetización de un mundo latente con formas abisales de una jaula vacía, formas mutantes, (bendita) imaginación caótica, linajes y/o tesoros escondidos, ensayo sobre lo cotidiano, casa de imágenes, sueño de una noche de sabath, libro de apropiaciones, siesta en la rama de un inmenso árbol genealógico, universos estéticos, aureola privada de la experiencia, sistema de imágenes. Libro heroico con sorpresa final, rara guinda moral en los tiempos que corren (tiempo sin futuro, retromanía y feo presente que jamás concluye): el recuerdo de los olvidados, de los dolientes, de los mendigos, figuras en las bisagras de las calles, entre la fachada y la acera, entre la sordidez de las calles del tardocapitalismo y el inmenso firmamento: nuestros hermanos durmiendo entre cartones. Desde esas zonas abisales nos observan como prójimos las figuras de Cortina y del clochard.
Hermosos: elogios del terror blanco.
Malditas: corrientes de libros breves obsesionados con darle al enter.
Foto cabecera cortesía de Víctor Gomollón.
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