El periodista y escritor Fernando Ruiz-Goseascoechea ha compaginado su interés por la cultura y la política con la pasión por la gastronomía. Que el intelecto y los sentidos no viven en mundos separados lo sabe por propia experiencia y también lo ha demostrado en sus documentadísimas obras. Tanto en Los sabores de la memoria, como en su recién publicada ¿A qué huelen los recuerdos? (ambas editadas por Diábolo Ediciones) apreciamos de entrada un característico formato, un género en sí mismo, ya que aúnan la biografía recreada a partir de los recuerdos gustativos y olfativos de un niño —con una extraordinaria capacidad para anclar sensaciones con imágenes y momentos— con una exhaustiva documentación.
Si a cualquiera de nosotros se nos pide recordar a qué olía el colegio, el baño de nuestra abuela o el bar donde endomingados tomábamos el aperitivo, abriremos un álbum mental vívido y aparentemente reciente. Pero si al autor le mentamos el betún, nos destapa un torrente de historias, de Historia y de personajes humildes o de emprendedores exitosos que cambiaron las vidas de varias generaciones, aportando a su cotidianidad los elementos más representativos de un estilo de vida.
Ese Spanish Way of Life que recorre y da vida a los diferentes capítulos de ¿A qué huelen los recuerdos? es pura intrahistoria. Los avances en higiene personal y doméstica, farmacopea popular de botiquín familiar —anfetaminas legales, incluidas—, perfumería y belleza o material de escritorio, a lo largo del siglo XX, se convierten en hitos de la modernidad y el progreso. La profunda exploración, y un apabullante trabajo de archivo, que realiza Ruiz-Goseascoechea, se remonta al origen de los diferentes productos de uso doméstico que enumera, todo aquello que podíamos encontrar en un hogar de los sesenta y los setenta, insertando sus datos en una historia apasionante, que es a la vez relato de infancia y primera juventud.
Yo era un niño atrapado y refugiado en los olores de mi casa.
Las trescientas páginas de la obra, profusamente ilustrada, nos llevan a las playas del desarrollismo, al olor de Nivea o los aceites bronceadores que irrumpieron a la vez que los bikinis y las vacaciones pagadas en las que nos quemábamos al sol, porque el SPF no se creó hasta 1974. Historia, cultura popular y autobiografía: los tres puntos de vista aportan una multivisión a través de las marcas que con sus imágenes, jingles, eslóganes y embajadores no son una ambientación o recreación de un relato inventado, ya que tienen suficiente entidad para constituir un apasionante relato.
A lo largo de sus 58 capítulos seguidos de un epílogo, recordamos —quienes compartimos la X de la generación del autor— y también aprendemos sobre nosotros mismos y nuestra historia, sobre los caminos que el emprendimiento trazó y los españoles hicimos tan nuestros como los eslóganes que con tanta rapidez adopta el lenguaje popular. Seguro que no sabías o habías olvidado que hasta 1960 el agua mineral se vendía en las farmacias, y ese simple dato, uno entre los miles que contiene ¿A qué huelen los recuerdos? basta para que entendamos el recorrido que desde la posguerra española hemos cubierto. El fundador de Mistol hizo la guerra en el Servicio de Guerra Química y el primer frasco de uno de los limpiadores más populares lo embotelló… Manolo Escobar; la historia de la aspirina no es como te la cuentan, y nuestro éxtasis inmediato al entrar en una papelería —sin necesidad de haber olido el pegamento— ya era un estado mental antes de que se acuñara el Stationery Fetish… Productos de necesidad o de lujo, obsoletos, modernizados… todos nos acompañan y nos retratan —quizá incluso nos crean.
¿Somos los españoles (o éramos) un pueblo obsesionado con la limpieza, elevada a la categoría de virtud? A juzgar por las aportaciones del autor debemos confirmar que el Huele a limpio es por derecho propio el mantra más virtuoso de cuantos se han elevado desde los umbrales de cocinas, baños y recibidores de un país para el que dejar atrás la suciedad significaba alejarse de la miseria.
Ruiz-Goseascoechea no necesita proclamar que ha sido un niño feliz, de esmerada educación, criado en un hogar digno de ser ilustrado por Coby Whitmore, en el que brillara la adorable Maruchi, fascinante madre de familia, símbolo de una transición entre dos épocas, la educada en la devoción al hogar y la liberada por los hábitos modernos de la lectura ávida y el pernicioso tabaco. Sin embargo, la conciencia política y la inquietud de sociólogo, amplían el campo de batalla a lo largo y a lo ancho, en una perspectiva cronológica que trasciende la naciente clase media.
Entre todos y siendo difícil elegir, no puedo dejar de destacar el capítulo titulado “A la altura del betún”, que traza un recorrido geográfico, sentimental y veraz, a través del oficio del limpiabotas, al que incluso José Luis Rodríguez el Puma se entregó. El autor nos recuerda que fue este un colectivo temido, en el punto de mira de los sublevados, por considerar que Un individuo que se arrodilla en el café o en plena calle a limpiarte los zapatos está predestinado a ser comunista. Como prueba de inmovilidad y ubicuidad, el autor reproduce la primera fotografía que plasmó a un ser humano, realizada por Louis Daguerre en 1838 en el Boulevard du Temple, donde un hombre ejerce el oficio de limpiabotas, de ahí a contar la historia del betún, hay un paso.
Si alguien puede mapear y unir los puntos cardinales que unen a los comunistas, al Puma y a Dickens, o al Agua del Carmen con los orígenes del dentífrico industrial, es el autor de ¿A qué huelen los recuerdos? quien, quizá, al final del viaje te ayude a encontrar todos los lápices y gomas de borrar que, a medio terminar, abandonaste.
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