En una página central de Suya era la noche (Consonni, 2025), de María Ovelar, la protagonista —una joven poeta que trabaja en una revista de moda— afirma que la novela que sueña con escribir tratará «de una generación que sale, se droga, bebe, folla. De la soledad». Y es justamente esa conciencia levemente crítica del propio perímetro —la intuición del afán específico, pero también de los límites del mundo que se narra— lo que constituye a la vez el mayor acierto y quizás uno de los probables focos de fricción con esos lectores sobrios para los que, sencillamente, tal universo no es el espacio donde se está mejor.
Antes de perdernos por antros nocturnos, conviene recordar quién está detrás de esta primera novela: María Ovelar (Alicante, 1982) es escritora y traductora –inglés, francés, italiano–, colaboradora habitual de El País y otros medios, y una destacada dinamizadora cultural cuyos proyectos se acercan con naturalidad a la performance y a las formas híbridas de creación. Su trayectoria poética y su trabajo en talleres literarios se intuyen, en algún momento para bien, en la textura verbal del libro.
Lo que Ovelar captura con mayor destreza es esa mezcla de lucidez y autoengaño que sostiene tantas vidas jóvenes en las grandes ciudades.
Victoria, poeta e influencer, vive al límite (o, más precisamente, sin límites): fines de semana de música indie (creo que bien traída), sexo, alcohol y drogas; relaciones tóxicas con narcisistas de manual; jornadas interminables en una revista que retrata un mundo del que, sin embargo, una parte de ella busca escapar. Cuando desaparece, Mireia, su improbable mejor amiga, intenta comprender por qué tantos la detestan o por qué tantos han terminado por detestarla.
Desde ahí, la novela en tercera persona y estructurada en tres actos, se sitúa en la órbita de la autoficción, aunque lo hace desde una consciencia muy clara de que esa etiqueta –tan ambigua, tan equívoca, tan manoseada ya– aboca a un debate crítico literario bastante circular. Más que declararse parte del género, Suya era la noche parece asumir la autoficción como una invitación a explorar con toda la honestidad de la que una primera novela es capaz, atmósferas interiores desde la perspectiva de la extrañeza, intensidades emocionales y vicisitudes personales imposibles de fijar en una identidad rígida.
Me da la impresión de que María Ovelar sabe que el ser humano permanece (en sentido biológico), pero que la persona (la sucesión de máscaras), en lo que tiene que ver con la identidad en movimiento, no cesa de mutar. La novela funciona así, afortunadamente, no como enésimo ejercicio de auto-aflicción (un subgénero del victimismo epocal) sino como un frenético dispositivo para pensar lo vivido en un tiempo limitado (tiene mucho de coming of age y Bildungsroman); no como una bandera literaria con pretensión de perpetuar sino como una forma descarnada de narrarse y de narrar.

María Ovelar. Foto: Ben Vine.
Es cierto que algunas secuencias de Suya era la noche se vuelven reiterativas en los encuentros sexuales, por mucho que, evidentemente, pretendan subrayar la promiscuidad de la protagonista. Una promiscuidad que no parece del todo autodestructiva, sino más bien narcisista en el sentido que Freud dio al término estudiado culturalmente por Cristopher Lasch: el deseo dirigido hacia la propia imagen, hacia ese brillo imaginario que los demás —narcisistas como Victoria— devuelven muy toqueteado. Los celos, las suspicacias, la dependencia emocional y los engaños (incluso en tiempos de poliamor) articulan buena parte del conflicto, y quizá en ese punto la adopción de un único punto de vista constriñe el relato más de lo que llega a liberar.
Hay, es verdad, un cierto exceso de namedropping, no siempre justificado, pero también varias ocasiones en que resulta sugerente el doble juego que la autora propone entre el efecto perverso del ocio capitalista –la prolongación del trabajo por otros medios, de acuerdo con la Teoría crítica y la Escuela de Frankfurt– y las referencias literarias y filosóficas que van dejando guiños de procedencia muy distinta: la sombra de Roberto Bolaño, la sobriedad afilada de Sara Mesa, el hedonismo crítico de Bret Easton Ellis, la vigilancia biopolítica de Foucault.
Suya era la noche es, en última instancia, una novela física, una novela de cuerpo.
A ello se suman las figuras míticas que la autora actualiza con ingenio –Pigmalión– para explorar, desde una clave contemporánea, la escenografía persistente del deseo, la posesión y el mito de la artista moldeada por una mirada ajena que hace años aprendimos a nombrar: desde el mansplaining –la explicación condescendiente– hasta el manterrupting –la interrupción sistemática–, pasando por el bropriating –la apropiación de ideas ajenas– y el hepeating –esa repetición patriarcal que confiere autoridad automática a la voz masculina–, sin olvidar el ubicuo manelismo, ese hábito ya viejuno de llenar las mesas, los carteles musicales –cada vez menos– o las cabeceras de revistas de hombres como quien llena un acuario de idénticos peces con bigote. Un inventario grotesco y reconocible cuya mera mención, paradójicamente, ilumina con favorecedora luz –por su humor y lucidez– la trastienda del propio relato de Ovelar.
El compromiso de María Ovelar con su tiempo –o, si se prefiere, el conocimiento hondo que posee de las tensiones que lo atraviesan– hace que la novela no pueda, ni quiera, eludir determinados frentes que ya forman parte de nuestro paisaje moral. Señala con claridad la llamada “flexibilidad laboral”, ese eufemismo que suaviza lo que no es otra cosa que explotación, y la gentrificación que expulsa cuerpos, oficios y comunidades de la ciudad. Pero donde Ovelar se muestra más incisiva es en la manera de articular el poder –sutil, capilar, casi siempre ejercido por hombres– como el verdadero sustrato de ciertas relaciones. De ahí el paralelismo, muy bien trazado, entre la toxicidad de algunos vínculos afectivos y las drogas: la primera, más grave y más persistente, se filtra como un ácido lento que corroe expectativas, deforma deseos y vuelve el mundo menos ilusionante y, en no pocas páginas, más verdadero.
Suya era la noche es, en última instancia, una novela física, una novela de cuerpo –y del cuerpo–, de esas que piensan a través del sudor, de los fluidos corporales, de la fricción, del cansancio y de la cadencia de la madrugada: a uno le habría gustado leer más sobre la enfermedad de la protagonista en clave metafórica y metacorporal.

Residencia artística Can Serrat, cortesía M. O.
Más que un manifiesto generacional, Suya era la noche se me antoja también un laboratorio iniciático de sensaciones en tránsito, un cuaderno de campo sobre la vida nocturna como forma, primero de integración (las tribus) y luego de resistencia y, al mismo tiempo, como espejismo de episodios superados de derrumbe. Lo que Ovelar captura con mayor destreza es esa mezcla de lucidez y autoengaño que sostiene tantas vidas jóvenes en las grandes ciudades: la convicción de que siempre habrá una puerta abierta al amanecer y el presentimiento –igualmente terco– de que era mejor no entrar. Comparto la intuición muy sutilmente apuntada por la autora –no explícita en esta primera novela– de que probablemente la vida sea un círculo de decepciones, empezando por la familia y acabando con la literatura misma y su desagradable mundillo cultural. Esto es, la lúcida idea de que esforzarse por encajar no merece la pena, porque más tarde o más temprano todos te van a decepcionar: el momento de cuidarse y decir aquello de nena (nene), tú valías más.
Por lo demás, no pude evitar recordar Novela con cocaína, de M. Ageyev, esa obra hermosamente extraña de la que una vez hablé aquí, en la que Vadim Maslenikov se deshace a sí mismo con una frialdad mineral, entre poesía sórdida, crueldad lúcida, nieve rusa y una metafísica del abismo; o del Queer de Burroughs, donde la toxicidad funciona como cámara de eco moral. Frente a esa tradición introspectiva casi terminal, Suya era la noche prefiere mirar hacia afuera con algo de Anaïs Nin y de Rimbaud; mirar hacia el ruido, hacia la coreografía social del exceso, como si la superficie bastara para explicar la fractura. Y quizá por eso el lector evocará la fallida primera novela de Mariana Enríquez –ese ejercicio de vampirismo yónquico, o de yonquismo vampírico– donde la adicción se tornaba sombra, respiración paralela, presencia que no llega a encarnarse. Sin proponérselo, Ovelar toca a veces esa cuerda: la tóxica penumbra previa a los cuerpos, una suerte de electricidad moral que acompaña incluso cuando todo parece en calma.
Hay, por último, una vibración adicional que merece mencionarse. Algunas páginas de Suya era la noche —por su lividez eléctrica, por la cuerda floja emocional que las recorre, por la sobrepresencia espectral que deja en los personajes una huella de deriva— prolongan una genealogía literaria que sabe que lo fantasmagórico no necesita lo fantástico. Y, sobre todo, destilan algo así como una hauntología sentimental (ya saben que en esta sección nos encantan los fantasmas de Fisher y Derrida): la resonancia persistente de lo que ya no está, pero sigue acariciando cruelmente la herida.
Esa intuición, lejos de cualquier artificio, bien podría ser una de las zonas más estimulantes de Suya era la noche y de la incipiente carrera de Ovelar.
Hermosos: ilustraciones de Laura Pérez.
Malditas: agresiones a las activistas de Femen.






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