El Teatro alla Scala de Milán es uno de los pocos teatros que consigue ofrecer, de un día para otro, dos producciones que ofrezcan relevantes puestas en escena, calidad, cantantes de renombre y un nivel interpretativo excelente. A principios de abril, el coliseo milanés presentó dos títulos relevantes de los más importantes compositores de la ópera italiana: el Guillaume Tell de Gioachino Rossini y La rondine (La golondrina) de Giacomo Puccini. De las dos producciones la más impactante fue sin duda el Guillaume Tell, gracias a una atrevida pero excelente puesta en escena y un relevante trabajo del director y de los intérpretes.
La tarea a la que se enfrenta el director de orquesta en la ejecución de Guillaume Tell es ardua. La ópera, presentada por primera vez en La Scala en versión francesa, es larga y comparte la tendencia a dilatar el tiempo musical y dramático que caracteriza las obras del último Schubert, los maestros de Bellini y proporcionará a Wagner ideas cruciales para la concepción del drama musical. En la ópera de Rossini, el tiempo se expande y el entorno de la naturaleza suiza lo acoge, multiplicando sus resonancias en ecos, llamados, prolongaciones, voces distantes que atraviesan el paisaje y envuelven a los personajes en un clima de contemplación y expectativa. De esta manera, Rossini abandona parcialmente su identidad de malabarista racionalista (eliminando casi todas las coloraturas vocales) y, con un prodigioso salto innovador, abraza el romanticismo. En esta extensa obra maestra, el desafío más difícil para el director de orquesta es capturar la poesía del tiempo dilatado sin perder la tensión.
Michele Mariotti lo logró casi del todo en esta nueva producción de una ópera —que faltaba de La Scala desde la deslumbrante versión dirigida por Riccardo Muti en el lejano 1988— dirigiendo con precisión la Orquesta del Teatro alla Scala, conectando una escena con otra de manera fluida, pero si alcanzar en algunos momentos esa amplitud y monumentalidad dramática que la obra alcanza, sobre todo en el segundo acto. De todas formas, las cinco horas de espectáculo pasaron de manera cautivadora, respaldadas por la habilidad de los cantantes, muy aclamados, junto al magnífico coro dirigido por Alberto Malazzi: Michele Pertusi encarnó el papel de Guillermo Tell con gran nobleza; Dmitry Korchak fue un tenor que pudo permitirse una impresionante audacia en el desafiante papel de Arnoldo; Salome Jicia fue una convincente Matilde y junto a ella Nahuel Di Pierro (Walter Furst), Evgeny Stavinsky (Meltcthal), así como la soprano Catherine Trottmann (Jemmy, hijo de Guillermo Tell ) y la mezzo Géraldine Chauvet (Hedwige, esposa de Guillermo Tell ). Relevante también Luca Tittoto en el papel del despiadado Gessler vestido con una amenazante carpa roja.
En Guillaume Tell, la naturaleza suiza, con sus valles, lagos, glaciares, avalanchas y tormentas, espacios y luz sin fin, evocados por el libreto y la música, forma una primera esfera de significado; la segunda es la de la pasión política, el amor por la patria, con una llamada al deber cívico y la renuncia a favor de la libertad. Estas dos esferas, inicialmente separadas, se acercan gradualmente y al final se fusionan en un himno pánico a la calma y la luz después de la tormenta, entonado por todos en coro, celebrando la conquista de la libertad. La dirección escénica de Chiara Muti, recibida al final del estreno con aplausos y críticas igualmente contundentes, optó por la segunda vertiente enseñando un mundo oprimente y negro inspirado en la película de Fritz Lang, Metrópolis (1927) y dejando que la naturaleza fuera una mera evocación de algo perdido que la música recuerda y que aparece al final de la obra pero solo como un lienzo pintado. Admirable fue su trabajo con los actores y las masas, así como las magníficas luces de Vincent Longuemare y los escenarios móviles de Alessandro Camera, Chiara Muti eligió pues el camino más difícil, con coherencia y coraje, el de la ideología y los símbolos pero con un respeto total a la dramaturgia y a la música algo raro hoy en día.
Por contra, sería algo totalmente ausente en la puesta en escena de La rondine de Irina Brook. Un enérgico cartel de neón rojo, “Exit”, anunciaba, fijado en lo alto sobre una puerta de salida, situada en el límite extremo de una pasarela de madera al final de la esta comedia ligera en música de Puccini: allí, uno tras otro, desfilaban de espaldas al público los protagonistas. El gesto parecía una invitación a marcharse, al final, colocado en el clímax de una lectura inadecuada, que en el primer acto reciclaba el trillado teatro dentro del teatro, mal realizado y con una falsa directora en escena; en el segundo se salía de ello con la invención de una inútil doble de la protagonista; en el tercero la transformaba en una confidente criada, en pijama. Únicas ideas del relato que, en realidad, describe una sociedad parisina decadente antes de la Primera Guerra Mundial, donde el amor es algo ligero pero al mismo tiempo lleno de melancolía. Todo se puede hacer en la vida y, mas aún, en el escenario, sin embargo, hay límites de elegancia, de necesidad, sobre todo de profesionalismo y es todo esto lo que faltaba en la puesta en escena de Irina Brook.
Una lástima, ya que la parte musical desprendió excelencia en cada momento, sobre todo gracias a una dirección exquisita que hizo Riccardo Chailly de la partitura, presentada por primera vez en su versión original, después del hallazgo hace pocos años de la partitura autógrafa de Puccini. La dirección fue enérgica, destacando la extrema sofisticación de la instrumentación, quizás la más refinada del compositor, que dispersa las notas de guiños a sí mismo, tiempos de vals nada vieneses, de foxtrot, tango, polka y quién sabe cuántos otros bailes que se escapan. Una delicia para los oídos y un capítulo fundamental e irrenunciable en la historia de esta ópera ligera y poco conocida de Puccini.
Afortunada fue igualmente la actuación de las intérpretes, ante todo de Mariangela Sicilia, una Magda ejemplar gracias a una voz ágil y muy controlada y junto a ella Rosalia Cid, perfectamente cómoda en el papel de una Lisette un poco distraída. Entre los intérpretes masculinos destacó Giovanni Sala (Prunier) desenvuelto en escena y con una voz muy adecuada al papel, mientras que Matteo Lippi fue vocalmente correcto, pero se mostró algo incómodo en el papel de Ruggero. Excelente fue finalmente el veterano Pietro Spagnoli, un Rambaldo cortés que acepta la traición con la profética frase ¡Que no se arrepientan!
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