Con polémica incluida por la presentación de Cerrar los ojos en la sección Prèmiere, fuera de competición y cortar su camino a Locarno o Venecia, el 76º Festival de Cannes ha estrenado la última película de Víctor Erice, cuya última producción fue El sol del membrillo, en 1993.
Con su exigua y premiadísima filmografía y la unanimidad con que se le ha considerado un cineasta de culto, la expectación ante su nueva película ha sido igualmente elevada. Y lo que hemos descubierto tras su proyección es una obra que opera a diversos niveles, cuya común preocupación es la reflexión sobre el paso del tiempo, los recovecos de la memoria y la capacidad para recordar y registrar acontecimientos y emociones, así como el potencial de las imágenes, animadas o no, para reactivar o permitir que el envejecimiento no sea un páramo de ignotas u olvidadas historias o capacidades humanas.
Cerrar los ojos, vehicula una reflexión obviamente inspirada en la propia carrera de Víctor Erice —que firma el guion junto a Michel Gaztambide—, sobre las dificultades para desarrollar sus proyectos, la insatisfacción de las obras inacabadas, no solo incluyendo una metaficción con diversos recursos, como la incorporación de Ana Torrent (Ana), llevando a cabo una reivindicación de un modo de vida amenazado y detenido 30 años atrás.
La definición de la identidad y de la cualidad que nos define, así como el valor otorgado al presente, son temas sobre los que gravita Cerrar los ojos, Erice examina a través de sus personajes, y sus diferentes circunstancias, la posibilidad de vivir sin memoria y si ello nos vuelve menos personas o, si por otra parte, la amnesia nos concede la gracia del olvido como un empezar constante, cargado solo con un acervo residual. Y en cuanto respecta a la interacción, nos preguntamos si el hecho de no recordar nuestro propio pasado nos convierte en otros, a quienes aquellos que nos conocieron antes ya no pueden amar, en un paralelismo con la muerte, que solo deja el recuerdo. Aquí el papel de la imagen (cine o fotografía) para registrar hechos, momentos y vidas es fundamental, como se muestra en diferentes momentos del filme, desde la fotografía inicial que muestra a la hija desaparecida del personaje de ficción hasta la reflexión sobre la aniquilación de las salas de cine o incluso los formatos en que ya no se ruedan las películas.
Julio Arenas (José Coronado), uno de los protagonistas de Cerrar los ojos, desaparece durante el rodaje de una película y durante años se le da por muerto, hasta que un programa de televisión que busca a personas desaparecidas contacta con el director de aquella, Miguel Garay (Manolo Solo) y la búsqueda da un giro diferente. El prólogo del filme es la última escena rodada por Arenas, en la que interviene junto a Josep M. Pou, en lo que podría ser una referencia a El embrujo de Shanghai, el filme basado en la novela de Marsé, sobre el que Erice trabajó durante un largo período de tiempo, solo para ver cómo su proyecto pasaba a manos de Trueba. Miguel Garay es contactado por el programa de televisión y a cambio de una cantidad de dinero se ofrece a colaborar en el capítulo dedicado a la desaparición de Arenas. Del siglo XXI, regresamos a donde se abrió ese paréntesis —paralelo a la interrupción de la carrera de Erice— simbolizado por el guardamuebles donde quedaron las pertenencias de Miguel, antes de que cambiara de vida, y de donde recupera, vistiéndolo, un antiguo gabán. Un retorno al pasado en toda regla.
La enjundia de lo que se pone en el tapete es de consideración, como se ve, sobredimensionándose hasta llegar a las grandes preguntas de la metafísica, desde el minimalismo al que han reducido sus vidas todos ellos, a través de la amnesia (Arenas) o el retiro voluntario (Garay). El personaje interpretado con su sobriedad habitual por Manolo Solo —ha abandonado el cine y vive de forma austera en una caravana en el Cabo de Gata— vuelve a contactar tras un largo paréntesis , con un antiguo colaborador, Max Roca (Mario Pardo) que, a su vez, vive en una cápsula de tiempo, entre rollos de celuloide, un vetusto equipo de música, un sofá bañera de terciopelo… y sobre todo, añorando un tiempo que fue mejor. Rememoramos una forma de vida regida por diferentes prioridades, donde soporte en que se grababan las películas todavía tiene un lugar (aunque amenazado) y las conversaciones no incluyen neologismos milenaristas.
El propio Miguel se ha alejado del mundanal ruido, en una minimización de sus necesidades, pero la amistad y la lealtad le devuelven al pasado, para enfrentarse con valentía a sus consecuencias. Su hijo fallecido en accidente, su amigo amnésico y toda una forma de vida superada por los avances tecnológicos y los cambios sociales representan un reto a la hora de gestionar un presente que, como se demuestra al final, solo el cine como garantía de permanencia podrá ayudar a comprender.
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