Hace poco se cumplieron 70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Escuchamos la expresión «derechos humanos» cuando llegan noticias de hechos que suceden diariamente: linchamientos, torturas, personas que se ahogan con sus niños en el mar ante la falta de rutas seguras para solicitar asilo, ataques contra la libertad de expresión. Incluso hablamos de «cine de derechos humanos», pero ¿qué son los derechos humanos?
Palabras como «libertad», «identidad», «justicia», «igualdad» o expresiones del tipo «derechos humanos» (por ceñirme al ámbito de mi profesión más específica) siempre han sido ambiguas, lo han sido, probablemente, porque lo que tiene historia carece de definición o quizás, porque tienen un fuerte poder de adhesión o porque son emotivamente ricas y nos importan de verdad. El caso es que no solo son distintos los referentes que acuden a nuestra mente cuando las escuchamos (lo que ya es un poderoso obstáculo para la comunicación) sino que suelen ser muy diferentes las intenciones con las que se pronuncian, el bagaje cultural o el conocimiento técnico del emisor y el uso del lenguaje (descriptivo, propositivo, emotivo, prescriptivo, etc.) con la que se trasmiten. En el campo de exterminio de Auschwitz se leía: El trabajo os hará libres.
Sin embargo, estas palabras significan algo, en realidad, significan mucho y la tarea de la filosofía (aquí de la filosofía política y del derecho) como la de cualquier buena filosofía es preguntar bien y cuando es posible, responder con claridad: creo que los derechos humanos son la expresión histórica de una idea de justicia.
Que sea expresión histórica significa que la idea surgió o tomó forma como reacción a una serie de hechos históricos o como consecuencia de una serie de factores del tipo de los que estudia la historia o la sociología. Por su parte, una buena definición de justicia, al menos de la que tiene que ver con las normas, es que se trata, como expresó el teórico del derecho Norberto Bobbio, del conjunto de bienes, valores y principios que en una época se consideran merecedores de protección por una técnica llamada «derecho». Hoy llamamos justa a una sociedad donde hay igualdad, democracia, garantías procesales, libertad de expresión, derecho a la educación y el aire se puede respirar. Hoy llamamos justo a un Estado donde se respetan los derechos humanos.
La riqueza del lenguaje humano y sus múltiples niveles, entre los que se encuentra la posibilidad de cooperar de acuerdo con grandes ficciones, es lo que nos convierte en animales muy raros, muy especiales, destinados posiblemente —como ha dejado ver el exitoso historiador israelí Yuval Harari— a dioses (malos dioses) del planeta y de una parte periférica del universo. Esas ficciones, como señalaron antes de este lúcido best seller historiadores y antropólogos como Marvin Harris, Clifford Geertz o Jared Diamond desempeñan funciones fundamentales: crean, mantienen y permean estructuras y normas sin las cuales la vida del hombre no sólo carecería de sentido, sino que no podría considerarse vida humana.
Todo grupo humano, desde las hordas primitivas a los primeros asentamientos agrícolas, desde los nómadas australianos hasta los habitantes de las islas británicas, al igual que toda institución, desde la familia patriarcal hasta el actual FMI, es intrínsecamente normativo. No hay sistemas normativos neutrales. Todos son expresión de intereses que triunfan entre todos los demás intereses posibles.
Somos resultado de procesos de socialización basados en normas: mágicas, reveladas, morales (término que como «ética» significa etimológicamente «costumbres»), religiosas o jurídicas. Fuera de las normas (que ya incluyen los deberes de cuidado del grupo primitivo hacia los recién nacidos) no hay humanos. Fuera de las normas vive el pequeño salvaje de Jean Itard/ François Truffaut.
El derecho es un sistema de normas entre otros, solo que más formal en su percepción, en su ritual y en su sanción institucionalizada. Su estado actual es resultado de una evolución funcional y adaptativa a una creciente red de complejidades, desde la orientación de las conductas y la necesidad de resolución de conflictos a la forma en que se legitima racionalmente el poder, desde la diferenciación del trabajo al monopolio de la violencia física legítima. La cueva, el asentamiento, el poblado, la ciudad, la nación, el Estado o la actual comunidad internacional son espacios normativos donde convivieron y cooperaron animales proclives tanto a la música como a la matanza.
La inhumanidad, como ha dejado escrito uno de mis críticos culturales de cabecera, George Steiner, es perenne. ¿Qué son los derechos humanos? Creo que la mejor definición de los derechos humanos es que son una propuesta de código de validez universal que surgió históricamente tras la Segunda Guerra Mundial.
En rigor, solo se puede hablar de derechos humanos a partir del siglo XX y, específicamente, a partir de la Declaración de 1948 y del episodio histórico fundamental que culmina con el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Los derechos humanos existen porque existió el nazismo. La Shoah fue un asesinato masivo controlado. Los derechos humanos son una ficción reactiva contra una ficción asesina. Hoy la literatura del sistema de Naciones Unidas es inmensa pero el tiempo de los derechos fue, básicamente, los años 50 y 60 del siglo XX. Con ello quiero decir que ahí alcanzó el cénit la ilusión simultánea de transformar el mundo en un sentido mejor.
La base fundamental de los delitos específicos que tienen que ver con el lenguaje del odio viene de allí y, en mi opinión, no tiene sentido que se aplique a grupos como los policías o los toreros sino a grupos perseguidos históricamente cuya posición en la sociedad es y ha sido frágil, agredida, quebradiza, desventajosa. Por otro lado, cuando alguien dice que los derechos humanos no existen, lo que probablemente quiere decir es que fallan los mecanismos de sanción (y si quiere decir eso no le falta, en gran medida, razón).
La lucha por el derecho —en los bellos y precisos términos del jurista alemán Rudolph Ihering— se tradujo en grandes avances: piénsese en la condiciones laborales del XIX, en el reconocimiento de los derechos de las minorías, en la igualdad de la mujer, etc. Se firmaron compromisos que han hecho el mundo menos malo, no obstante, hoy se tortura en muchos estados, hay espacios inhabitables que obligan a seres humanos a salir de sus hogares para que el primer mundo pueda acogerlos o explotarlos o escupirles en la cara su opulencia. ¿Es que no hay derechos humanos? En gran parte del mundo, el África subsahariana, China, Centroamérica, el sistema de derechos humanos apenas ha mejorado la vida de la gente: formalmente los hay, pero no son suficientemente eficaces.
¿Son los derechos humanos una suerte de palabras mágicas capaces por sí mismas de cambiar la realidad? No. Para la totalidad de Europa y Rusia, el siglo pasado fue infernal: entre agosto de 1914 y la limpieza étnica de los Balcanes, los historiadores calculan más de 70 millones de asesinados, torturados y deportados. En muchos países de África las violaciones de derechos humanos son sistemáticas. En Ruanda hubo millones de asesinados a machetazos.
¿Son los derechos humanos una expresión de eurocentrismo o etnocentrismo occidental? No. Son el resultado de una única historia, la del ser humano, que principia entre el Tigris y el Éufrates, en el valle fértil del Nilo, en lugares que hoy llamamos Siria o Irán. La forma horizontal de Euroasia (aquí recomiendo leer a Jared Diamond) posibilitó pronto el intercambio comercial y cultural, el cosmopolitismo sedujo tanto a Diógenes Laercio como a Thoreau o Rabindranath Tagore. El universalismo de la Ilustración es, a su vez, el resultado de un cruce de ideas de humanos. No hay esencias en las entelequias.
Tan latino es el derecho romano como Silvio Berlusconi. En Europa tuvo éxito el discurso de una razón capaz de reflexionar sobre sí misma, pero tan alemán es el III Reich como el «reino de los fines» de Kant. No hay superioridad intelectual en el individuo europeo, solo hechos azarosos como las guerras de religión que dieron lugar al pragmático reconocimiento de la tolerancia o las monarquías absolutas a las que debemos el desarrollo del principio de igualdad. La declaración se firma en Nueva York, pero decir que las ideas que subyacen a los derechos humanos son occidentales es como decir que Marie Curie, Juan Rulfo o John Wayne están enculturizados por el pensamiento chino, pues allí se inventó la meritocracia, la pólvora y el papel.
¿Qué no son los derechos humanos? Los derechos nunca son sagrados como querían Locke, Thomas Paine o los padres fundadores de la nación norteamericana. Son convencionales y podrían ser nuestra mejor carta de presentación ante una civilización extraterrestre que nos preguntara, algo inquieta, por la Inquisición, la esclavitud, el colonialismo, el genocidio indio en América, el Holocausto, el Gulag, Hiroshima, Ruanda o los Balcanes.
Tanto Estados Unidos (Guantánamo) como Arabia Saudí, tanto Noruega como Sudán pueden violar los derechos humanos (aunque la frecuencia y el grado importa mucho). Los derechos humanos no se disfrutan de forma universal, es verdad. Esto es así porque las personas no son dignas sólo porque una Declaración así lo promulgue. Las personas deben ser tratadas con dignidad y esto es así porque nos hemos dado una norma donde decimos cómo queremos ser. Buenas razones y sentimientos tampoco faltan. No hay nada inherente, ni garantizado, no existen derechos naturales. Ninguna esencia les preexiste. No se descubren. No han estado siempre allí. Se crean como la música, el dinero o el teatro, artificialmente. Los derechos humanos son un código universalizable, lo que quiere decir que son una regla de juego global que podría un día feliz —a ser posible antes que estallemos en este microondas en que estamos convirtiendo la Tierra— llegar a ser verdaderamente universal.
Hermosos: intentos de ser mejor.
Malditas: crueldades.
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