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Carmen y Lola, amor prohibido y honra gitana

En Cine y Series martes, 11 de septiembre de 2018

Inés Calero

Inés Calero

PERFIL

Para quien crea que ya ha visto todos los amores imposibles en la gran pantalla, todavía quedan tabúes por retratar, como el primer amor entre dos chicas gitanas en plena adolescencia, cuando los sentimientos están a flor de piel, cuando son tan nuevos y confusos, cuando se es más vulnerable.

Eso es Carmen y Lola, una película sobre el amor prohibido en un asfixiante entorno, donde amar está vetado y ser homosexual es más que incuestionable, pues admitir ese sentimiento supone un infierno social, la deshonra familiar, rechazo y marginación. Tema escurridizo y valiente para el debut cinematográfico de Arantxa Echevarria.

Lola ansía volar, pues anhela una libertad que nunca se le ha otorgado, de ahí que pinte grafitis de pájaros en cualquier pared. Lola sabe que es lesbiana y aspira a estudiar en la universidad y escapar de su destino: esperar a que pidan tu mano, casarte y criar a tus hijos, como ocurre con el resto de gitanas, generación tras generación. En cambio, Carmen no necesita ir a la escuela, porque van a pedir su mano y se casará, luego montará una peluquería. Carmen es feliz con ese futuro, pero tiene una personalidad fuerte y rebelde que enseguida chocará con algunas de las costumbres de su casa.

Esta ópera prima no contiene ningún descuido de principiante en el guion. La cinta funciona como un ritual familiar y sagrado, en el que la ensoñación da un giro y acaba con la asfixiante realidad. Desde el costumbrismo elegante, Echevarria construye un docudrama tenso sobre el universo gitano que parece real, hasta el punto que las protagonistas son tan reales que no son actrices profesionales.

Zaira Morales (Lola) y Rosy Rodríguez (Carmen) son el portento de la historia. Atrayentes e hipnóticas, con una incuestionable química, muestran con sus miradas y expresiones tanto como callan: esa fractura social, la lucha y el desarraigo al que se ven obligadas para poder ser fieles a sus sentimientos. Merece una mención especial la interpretación de Carolina Yuste (Paqui), en ese rol fresco e intenso de amiga-refugio que hará vibrar aun más la trama.

El film retrata las costumbres gitanas con tacto y sensibilidad: el respeto por la familia, el machismo, los ritos, las pedidas de mano, el cante y baile, pero como película de pasión juvenil y prohibida. Una pasión contada sin escenas de sexo explícito. Nada que ver con La vida de Adèle (2013). Echevarria huye de las escenas de sexo porque son innecesarias en una historia sobre el primer amor, tan puro e inocente como torpe, lo que le lleva a recrear metáforas -algo manidas- de libertad con el mar, los pájaros o el cigarro a escondidas.

El matiz documental de su puesta en escena no es casual, nace del interés de la directora de apostar por el cine como estudio sociológico. La directora bilbaína se pasó dos años visitando a una comunidad de gitanos del extrarradio de Madrid para escribir una historia sin prejuicios y desde el respeto a esta comunidad, aunque ya ha sido rechazada por algunas asociaciones, que la acusan de perpetuar estereotipos sobre la raza gitana. Sin embargo, la historia es un escándalo necesario, que no puede privar a su público de sentir compasión y desear libertad, y un futuro pleno, a estas dos protagonistas.

La historia sorprendió en la Quincena de Realizadores del último Festival de Cannes y apunta a seguir la línea de otra gran cineasta, Carla Simón, pues ya se habla de los Goyas a mejor dirección novel, actriz revelación y opera prima.

La ficción se acentúa más en el final, en el que Echevarria, fiel al respeto que impregna toda la historia, supera el cliché sobre el triunfo del amor y apuesta por un canto esperanzador a la necesidad de aceptar la personalidad individual frente al contexto, aunque este asfixie. Y añade el recordatorio de que el destino personal debe ser una construcción propia, no una imposición de los demás.

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