Puede parecer redundante y hasta absurdo que cuarenta años después de su irrupción, más aún cuando son precisamente cuarenta los años que frisa gran parte de su clientela natural (la que aún no abjura de las guitarras), aún pueda pensarse en el punk como ese revulsivo que pudo ser y no terminó de ser, convertido desde entonces en una excusa para vender camisetas de Ramones en unos grandes almacenes o para confeccionar interminables variaciones sobre las ondas de radio de la cubierta del Unknown Pleasures (1979) de Joy Division, a cuál más cachonda.
Pero asumamos que toda insurgencia juvenil y presuntamente anti establishment acaba engullida por el sistema al que critica: no queda otra, así ha sido y así será hasta el fin de los días. Conviene asumirlo. Y cuanto antes, mejor.
Hay cientos de veces en las que barruntamos que la sensación de peligro, de amenaza, de tensión e incluso de espasmódica urgencia aplicada a la música rock es cosa del pasado. Un sinsentido. Una retahíla de tópicos superados por el paso del tiempo, cuya relevancia no va mucho más allá de lo bien que lucen en cualquier crítica periodística o en la aplicación de móvil de un gran festival.
Pero entonces, uno enciende la televisión, contempla el decadente estado del mundo y empieza a preguntarse si no estaremos enterrando lo que aún nos queda de eso que una vez fue el punk antes de tiempo; Porque si algo no falta hoy en día son razones para que las guitarras recobren el filo y las lenguas destilen vitriolo. Basta echar un vistazo en derredor.
Idles lo saben. Son un quinteto de Bristol que reboza la receta tradicional del punk, acercándolo a presupuestos heredados del hardcore norteamericano, y lo cierto es que Joy as an Act of Resistance (Partisan/PIAS, 2018) es la mejor respuesta a quienes aún se preguntan si otro punk es posible y, sobre todo, necesario. Este disco es un intento de mostrarnos vulnerables ante nuestra audiencia; una sonrisa valiente y desnuda ante este nuevo mundo de mierda, dice su vocalista, Joseph Talbot. Su música se incardina en ese largo invierno del descontento en la Inglaterra del Brexit, que llevan protagonizando desde unos años acá Kate Tempest, Sleaford Mods o (por buscar un paralelismo más cercano) los estupendos Shame, y que ellos aspiran a seguir reflejando.
No traten de localizar grandes clásicos instantáneos entre los doce cortes que integran su segundo disco, porque la mejor forma de disfrutarlo es escuchándolo de cabo a rabo; dejándose llevar por sus guitarras hirvientes, por sus abruptos cambios de ritmo y por esas letras —supurantes de rabia— que nacieron para ser coreadas con la vena del cuello hinchada como si fuera a reventar. Estuvieron en el último Primavera Sound y —por lo que poco que pudimos verles— nos parecieron unos adorables zoquetes, pero este trabajo —que es la mejor excusa para no perdérselos el 29 de noviembre en la Moby Dick de Madrid o el 30 en la Razzmatazz 3 de Barcelona—prueba que son mucho más que eso.
El punk siempre tuvo (en general) un sesgo más intelectualizado y menos primario en los EEUU, menos ligado a los estragos de la reconversión industrial, el neoliberalismo y las colas del paro; una inclinación más angular, muchas veces ligada al baile y contaminada por el funk y hasta por ciertos aspectos de algo tan presuntamente opuesto como la música disco. Aunque ahora mismo la era de Trump y de la puñetera postverdad quizá no aliente muchos motivos para el hedonismo escapista.
A buen seguro que el mejor emblema de esa saga en la actualidad son los fabulosos Parquet Courts (el tema titular de su Wide Awake, editado hace cinco meses, podría despejar cualquier duda), y en su estela se ubica la propuesta de Bodega, también proveniente de las calles de Brooklyn. De hecho, Austin Brown, de los Courts, les produce. Con su pimpante alternancia vocal hombre-mujer y su querencia por los ganchos melódicos de efecto instantáneo, a veces parecen un cruce entre Gang of Four y The B-52s. En Endless Scroll (What’s Your Rupture? Records, 2018), su reciente primer álbum, juegan a combatir el absurdo de esta sociedad contemporánea que vive en un bucle continuo (el scroll infinito de las webs al que alude el título) con armas de sobra conocidas, y la verdad es que —sin alcanzar la magnificencia de sus modelos— la cosa funciona.
Otra de las emergentes y más rutilantes apuestas punk de este 2018 —y con ella concluimos— son Flasher, trío de Washington DC que, a juzgar por el contenido de su primer álbum, Constant Image (Domino/Music As Usual, 2018) y de lo que algunos vecinos suyos están facturando, andan más cerca del estilizado concepto del género que se ha manejado siempre en Nueva York que de la escuela hardcore de su ciudad. En sus canciones hay tanto lugar para la reivindicación como para la ensoñación e incluso el baile, por mucho que empezaran a tomar cuerpo en el estudio de Brendan Canty (Fugazi) hasta que Nicolas Vernhes (Animal Collective, The War On Drugs) les echó el guante.
Estarán en el Teatro Barceló de Madrid el 16 de noviembre y el 17 en la sala Apolo, como parte del décimo aniversario de La Castanya, uno de los sellos estatales que mejor saben lo que es la ética y la estética del punk adaptada al siglo XXI. Así que conviene no perderles ojo.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!