Lo que ocurrió en Mánchester entre 1976 y 1991 es el último gran acto de resistencia pop anticapitalista de la era pre internet. La sentencia, que puede sonar hiperbólica, la pronuncia el periodista Marcos Gendre en una de las últimas líneas de su libro Mánchester. El sonido de la ciudad. De Joy Division a Madchester (1976-1991), recién salido del horno de la editorial Milenio. Hasta llegar a tal conclusión, más de 300 páginas acumulan un arsenal de razones de peso para reevaluar en positivo una saga de sonidos cuyo detalle no había sido abordado en castellano con tal profusión.
Abonados como estamos a una nostalgia de tipo de interés fijo, más proclive a exhumar restos de anclajes genéricos escritos con trazo grueso, mayor promedio de clicks y menor diversidad creativa (el interminable eco del brit pop o del grunge, por ejemplo), se antojaba más que necesario un volumen que desgranase aquellos tres lustros en los que un puñado de bandas –muy distintas entre sí– imprimieron un sello plenamente autónomo a una ciudad hasta entonces oscurecida por la capital –Londres, patria chica de los Rolling Stones, los Kinks o los Who– y por la vecina Liverpool, crisol de la beatlemania y el merseybeat.
Entre la historia oral –conformada a través de un amplísimo acopio bibliográfico– y la disección crítica –a veces con enfoques inéditos: algo que da pleno sentido al libro–, Marcos Gendre traza la fascinante historia musical de una ciudad que se debate entre la decadencia post industrial y la necesidad de tomar impulso hacia el futuro, con el quebranto social de las políticas de Margaret Thatcher como telón de fondo y el carácter norteño como irrenunciable seña de identidad y hasta de marca redentora. En su frontispicio, y haciendo de hilo conductor, destacan tres proyectos absolutamente distintos entre sí pero hermanados por su desbordante personalidad: Joy Division/New Order, The Smiths y The Fall. Y así, hasta llegar al contagio del acid house, los días de vino y rosas del club The Haçienda y la fusión dance rock de Happy Mondays e incluso Stone Roses.
Uno de los principales valores añadidos de sus páginas es esa cualidad que tanto se echa de menos en libros de similar calado: la de relacionar pasado y presente mediante conexiones e influjos que no sean harto obvios. La sombra –borrosa, pero palpable– que proyectaron The Smiths sobre The Montgolfier Brothers, la que curvaron The Blue Orchids sobre The Chills o Felt, la que se plasmó desde The Fall hasta Pavement o la tranfusión sanguínea entre el Technique (1989) de New Order y el Get Lost (1994) de Magnetic Fields o Un soplo en el corazón (1994) de Family.
También la conexión neoyorquina que creó sinergias entre Arthur Baker y los propios New Order o la que se gestó entre las ESG y A Certain Ratio, quienes a su vez influyeron no solo a revivalistas como Klaxons sino incluso mucho antes –así lo reconoce David Byrne– a los Talking Heads polirrítmicos… son tantas las cosas que se explican a través del crisol mancuniano, que los nexos pueden ser incontables. Y su autor los traza tan a conciencia que incluso resalta los paralelismos entre los videoclips de Derek Jarman para The Smiths con la estética del granadino José Val del Omar, o el entramado de salas northern soul como caldo de cultivo para una asunción muy particular del acid house.
Que el relato (con espléndido prólogo de Santi Carrillo, por cierto) se ciña a protagonistas tan primordiales también implica correr un tupido velo sobre propuestas menores que, al margen de no haber dicho su última palabra, algunos recordamos con un cariño que (hay que asumirlo) tiene mucho de generacional: se echan de menos más referencias a las carreras de secundarios como los Charlatans, Inspiral Carpets o Northside.
Pero el perfil propio de la ciudad, que supo reconvertirse urbanística y culturalmente de forma ejemplar en las últimas décadas, se plasma de forma brillante a lo largo de casi cincuenta capítulos que dan buena cuenta de su pericia para trocar lo decadente en hermoso. Haciendo prácticamente tabula rasa respecto al pasado (a diferencia de Liverpool, que gestó una escena neopsicodélica –Echo & The Bunnymen, The Teardrop Explodes– con conexiones más evidentes con los sesenta) y acumulando un variopinto e inimitable legado musical.
La misma herencia de la que hoy en día puede sacar pecho mediante visitas guiadas a los lugares en los que Buzzcocks, The Smiths, Joy Division o la Factory Records forjaron su leyenda, años antes de que Suede coparan su primera portada del Melody Maker (1992) como respuesta al seísmo grunge y cundiera la sensación de que todo aquello que había pasado en Manchester no había sido más que un sueño pasajero.
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