A lo largo de décadas, el género de la ciencia ficción nos ha ofrecido numerosas novelas en las que se narra el posible futuro de la humanidad. La primera de ellas, en los años 50, Isaac Asimov y su Fundación. Siguió en los 60 con Dune, de Frank Herbert. Continuó en los 70 con Pórtico, de Frederick Pohl. Prosiguió en los 80 con El juego de Ender, de Orson Scott Card, hasta llegar a los 90 con Criptonomicón y El ciclo barroco de Neal Stephenson. A excepción de estas últimas, las he leído casi todas y, en buena parte, se plantean tres tipos de conflictos:
El primero de ellos es de carácter social o político, derivado del comportamiento del ser humano. El segundo, es el generado por problemas básicos de supervivencia a los que podríamos enfrentarnos en un futuro no muy lejano. Por último, el provocado por la amenaza, siempre presente, de ser invadidos por una especie exterior alienígena, o no, pero superior a nosotros.
Lo que más llama la atención es el hecho de que, en la mayoría de esas novelas, apenas aparecen las descripciones de las viviendas, tal y como las conocemos hoy.
Si analizamos estas obras, en el primero de los tres grupos nos encontramos con Fundación de Isaac Asimov, una novela en la que el hombre se ha dispersado por los planetas de la galaxia, constituyendo un imperio galáctico con capital en un planeta llamado Trántor. El psicohistoriador Hari Seldon prevé, gracias a su ciencia basada en el estudio matemático de los hechos históricos, la caída del imperio y el desastre durante varios milenios. Para evitar parte de esta catástrofe recurre a la ciencia y a la creación de una enciclopedia galáctica como medida para conservar los conocimientos y descubrimientos adquiridos hasta la fecha, pero ninguno de ellos relacionado con la arquitectura. Lo más importante es resolver las crisis, intrigas y conflictos que se plantearán ante la amenaza futura del fin del imperio y que provocarán su caída, por contra, la configuración urbanística de esas ciudades planetarias no influye en el desarrollo de la trama.
En el segundo grupo se plantea una situación en la que los recursos naturales en la Tierra son escasos, apenas garantizan la supervivencia del ser humano a corto plazo, perjudicando seriamente sus condiciones de vida. Ante la imposibilidad de vivir en un planeta visiblemente dañado, el hombre debe explorar y descubrir nuevos planetas donde establecerse para sobrevivir. Ese es el caso de Pórtico. Christopher Nolan se basó en la novela para su película Interstellar, 2014.
Las condiciones de vida en la Tierra son duras, pero parte de la humanidad ha descubierto un asteroide conocido como Pórtico con restos arqueológicos extraterrestres de una raza extinta conocida como Los Heechees. Pórtico es el lugar ideal, un sitio donde empezar de cero y conseguir una vida mejor. Un asteroide estructurado en numerosos túneles, espacios subterráneos y unos habitáculos de reducidas dimensiones para los residentes, a su vez repleto de naves espaciales abandonadas, en aparente buen estado de conservación, pero tecnológicamente tan complejas que nadie comprende su funcionamiento: se sabe cómo ponerlas en marcha, pero no pilotarlas.
En la novela se describe un sencillo tejido urbanístico que no influye en el desarrollo de la trama, y que inmediatamente pasa a un segundo plano, porque para poder residir y permanecer en Pórtico, debes convertirte en piloto/prospector. Como tal, deberás realizar continuos viajes hiperespaciales para descubrir restos o tecnología Heechee por las cuales recibes unas primas con las que poder pagar tu estancia y permanencia en Pórtico.
El problema estriba en que los pilotos no pueden saber nunca cuál será su destino ni cuánto durará cada viaje, sólo se sabe que cada nave está programada para ir a un lugar X y regresar al asteroide en piloto automático.
Y por último, llegamos al Juego de Ender (Gavin Hood, 2013). Ender Wiggin es el tercero de tres hermanos en una sociedad que solo permite tener dos hijos. Su existencia ha sido admitida por el gobierno, porque piensa que él es el elegido para salvar a la humanidad de una posible invasión de una raza alienígena conocida como Los Insectores.
En contraprestación a su nacimiento, a la corta edad de seis años deberá ingresar en la Escuela de Batalla, una base/academia militar espacial situada en el espacio, distribuida en corredores, salas de entrenamiento, espacios y habitaciones comunes. Allí, junto a otros niños superdotados comenzará un duro entrenamiento y se preparará para combatir a los Insectores.
Si nos fijamos, en ninguna de estas obras se describe dónde viven exactamente las personas, ni el entramado urbano de esas ciudades espaciales. Únicamente se describe la tecnología allí reinante y los vehículos (naves espaciales) empleados para los desplazamientos entre estas ciudades ficticias.
Como arquitecto, proyectar cualquiera de esas hipotéticas viviendas de ciencia ficción supondría todo un reto por los limitados conocimientos que tenemos del entorno espacial. Pero no para el arquitecto británico Norman Foster, quien, desde sus primeras obras, ha mostrado cierto interés por utilizar el conocimiento técnico para prefigurar el futuro y para superar barreras físicas o sociales, como así recoge la reciente exposición en la Fundación Telefónica de Madrid en doce de sus proyectos más emblemáticos. Diseños que aúnan tradición y modernidad, inteligencia urbana y capacidad transformadora, excelencia estética e innovación tecnológica.
De todos los allí expuestos, yo me centraré en uno de los más espectaculares, en mi opinión, y el más visionario. Se trata de su proyecto Lunar Habitation de 2009, encargo de la Agencia Espacial Europea que explora la posibilidad de construir hipotéticos alojamientos en la Luna. Una especie de albergue lunar que emplea robots para su mantenimiento y funcionamiento. El empleo de los robots para ayudar a los hombres es una de las constantes de la obra de Isaac Asimov y sus conocidas Leyes de la robótica.
Este proyecto tiene su origen en uno anterior, diseñado y construido por él mismo en 1964, en Cornualles (Inglaterra): el refugio mínimo de vidrio Cockpit, que recibe su nombre por su enorme parecido con la cabina de piloto de un avión. En él se puede observar su fascinación por el vuelo y el origen del diseño de los refugios espaciales.
Foster pensó que si la manera más lógica de construir en la Tierra es mediante procesos industrializados, la forma óptima de construir en la Luna es industrializando el proceso. Es decir, como allí no se dispone o es imposible fabricar materiales como los empleados aquí (ladrillo, hormigón, acero, vidrio, etc), hay que buscar otros medios. La clave está en usar las nuevas tecnologías, pero teniendo en cuenta que el material debe ser fácilmente transportable y, a su vez, lo más flexible posible. La respuesta la tenemos en la impresión 3D.
El prototipo de vivienda espacial diseñado por Foster tiene capacidad para cuatro personas y, gracias a su estructura y composición, ofrece protección ante los meteoritos, las radiaciones y los grandes cambios de temperatura. Las cápsulas se construyen a partir de un módulo tubular que viaja en un cohete espacial y, desde este, una cúpula inflable sirve como soporte de la definitiva. La cáscara final se imprime sobre la cúpula mediante capas sucesivas de regolitos lunares inyectadas por un robot, siguiendo un patrón celular inspirado en estructuras biológicas como los huesos de los pájaros, para lograr la máxima resistencia con la mínima cantidad de material.
La propuesta de Foster evidencia el esfuerzo continuado por explorar nuevas formas de arquitectura y de construcción de viviendas, tomando como base la innovación tecnológica. Tanto la literatura como el cine han sabido cuestionarse problemas e intentar solucionarlos mediante hipótesis basadas en los conocimientos científicos. Sin embargo, la arquitectura debería estudiar e investigar nuevas formas de habitar, de manera que esas viviendas de ciencia-ficción fuesen una alternativa viable y fácilmente ejecutable, si llegase el caso, en un futuro lejano.
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