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Cultura

Hoffman contra Hoffman

En Hermosos y malditas, Cultura martes, 13 de febrero de 2018

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

La primera vez que vi El graduado, y puede que las siguientes veces también, pensé que lo que Dustin Hoffman había terminado la noche que llevó a la señora Robinson a casa, era el graduado escolar.

Como la mayoría de ese tipo de confusiones que se atraviesan en nuestra vida, el error, lejos de ser inocuo, me condujo a una serie de profundas inquietudes y malentendidos sentimentales. Calculaba que llevaba un considerable atraso en mi vida sexual, pues yo, que estaba a punto de comenzar si no un grado, sí una licenciatura, no solo no había vivido una aventura como la suya: ni siquiera me había acostado con una chica de mi edad.

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El graduado (Mike Nichols, 1967).

Por un extraño capricho en la forma en que, como escribió Oscar Wilde, la vida imita al arte más que el arte a la vida, la primera noche que conduje mi propio coche por las calles desiertas de la ciudad,  envuelto en ese tipo de inquietudes, una mujer muy hermosa que salía despacio por la puerta de un edifico muy elegante me dijo algo que no recuerdo bien, y subió a mi auto, y me dijo que no quería estar sola y me pidió que la llevara a la playa y en la playa sé que no me besó, así que o bien la besé yo, o bien nos besamos los dos. Aquella mujer, de la edad de la señora Robinson, era la mujer más atractiva que había en la ciudad.

Dustin Hoffman se convirtió en mi actor preferido, por razones que entonces no sabía, pero que ahora soy capaz de razonar. Aunque Hoffman nació en Los Ángeles, no respondía al look de los actores californianos. Era bajito, de ojos huidizos y su singularidad se depositaba en una manera sensible pero esforzada de adaptarse al mundo. El personaje de El graduado, con sus extravíos interiores y exteriores (de Los Ángeles a Berkeley, de Berkeley a Santa Bárbara) era el perfecto reflejo de la desorientación que caracteriza la juventud.

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El graduado (Mike Nichols, 1967).

Después de licenciarme hice una tesis doctoral sobre la idea de mérito, es así que ahora, recordando todos y cada uno de los papeles de Hoffman, no me es posible dejar de distinguir en su carrera el brillo del esfuerzo real. Hoffman se crió en una casa con un padre en el paro y una madre fanática del cine y al hijo corriente, que paseaba en medio de la gran ciudad, le alcanzaron unos imparables deseos de ser, no lo que podía ser sino lo que quería ser.

En la mayoría de los personajes que ha interpretado Hoffman, un ser singular traspasa el marco al que parece condenarle su físico pequeño y algo vulgar para crecer, frente a una serie de acontecimientos muy ajenos, en auto-confianza y seguridad personal.

Es lo que sucede en El graduado donde sale de la iglesia con la hermosa Katharine Ross en sus brazos, pero también en Perros de paja (1971), donde descubre su fuerza en medio de la violencia más descarnada; o en Marathon Man (1978), el hombre pequeño que crece en conciencia y valor cuando esa suerte de mal absoluto (el nazismo) toca a su puerta; es lo que sucede en la lucha por la custodia en Kramer contra Kramer (1979); o en la resistencia a dejar de trabajar como actor en Tootsie (1982).

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Tootsie (Sydney Pollack, 1982).

En otras películas, Hoffman era la imagen de un ser desvalido, atrapado en los excesos de la realidad como en Cowboy de medianoche (1969) Papillon (1973) o Libertad provisional (1977), la muerte de Ratso como una pequeña y sucia rata en el autobús que le saca de la sordidez de su ciudad, era también la imagen más conmovedoras de las naturalezas frágiles, dañadas y urbanitas.

Otro motivo para admirarle, pues, uno mismo que siempre ha querido vivir en Nueva York, quedó cautivado con su facilidad para moverse como Carl Berstein en el Washington Post (Todos los hombres del presidente) y al mismo tiempo atender atónito a la fundación del oeste americano como en su filme con Arthur Penn, Pequeño gran hombre (1970).

Yo creo que Hoffman no está bien en Rainman y que, de hecho, esa película algo estúpida y maldita marcó su declive artístico (aunque no su carrera económica). De los títulos que protagonizó en los 90, solo salvaría la estupenda interpretación de la adaptación que Michael Corrente hizo del American Buffalo de David Mamet.

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Cowboy de medianoche (John Schlesinger, 1969).

Entre sus últimas películas, y es lo que quería recomendar aquí, hay una maravillosa. Todos los años, cuando se acercan los Oscar, se hacen listas de grandes olvidados. Para mí la gran olvidada del año ha sido Detroit (la tensa y técnicamente compleja película de Bigelow) y, en particular, la interpretación de Algee Smith. Otros olvidados han sido El sacrificio de un ciervo sagrado, Z, la ciudad perdida, y, en mi opinión, la producción de Netflix dirigida por Noah Baumbach, entre las disfuncionalmente hermosas familias de Wenderson y el cine neoyorkino de Woody AllenThe Meyerowitz Stories. En ella, Hoffman está realmente fabuloso como artista ensimismado y vulnerable.

Dicen que este olvido no es ajeno a la forma en que el Hoffman joven ha regresado para atacar al mayor Hoffman, (Hoffman contra Hoffman) de acuerdo con la oportuna acusación de la escritora Graham Hunter, otro caso #metoo.

Lenny (Bob Fosse, 1974)

La mujer de aquella noche, mi fatídica y hermosa Mrs. Robinson, había muerto, como solo supe muchos lustros más tarde, al poco de conocerla yo, quizás por eso (solo quizás) nunca la volví a encontrar por mucho que pusiera a todo volumen Scarborough Fair por toda la ciudad.

Hermosos: amores de juventud.

Malditas: confusiones sobre arte y moral.

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