Decir que la rumba cubana, el yoga, la cerveza belga y las Fallas de Valencia tienen algún aspecto en común es pretencioso y aberrante. En cuando al contenido, ninguno. Hasta el pasado 30 de noviembre, cuando la Unesco les otorgó el reconocimiento de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Si bien alguna de las tradiciones galardonadas puede ser discutible y la distinción puede quedarle grande, los motivos dados por la Unesco son diferentes en cada caso. Pese a las diferencias culturales a lo largo de Bélgica, los expertos han resaltado que la tradición cervecera refuerza su identidad como comunidad, ya que se produce en todo el país y está intensamente integrada en la vida diaria y festiva de sus ciudadanos.
Hay 2.642 cervezas distintas registradas en Bélgica, según el último censo. De tal amplísima diversidad, semejante paraíso cervecero. En este país la cerveza se somete hasta a cuatro procesos de fermentación distintos: la espontánea, empleada en la cerveza lambic -única en Europa-; la alta o ale; la mixta, propia de las cervezas tostadas; y la baja o lager, utilizada en las pilsner.
Son cientos las marcas, de todas las graduaciones, olores, colores y sabores. Desde las secas o amargas, hasta las dulces, afrutadas o de chocolate. Desde las conocidas rubia, tostadas o negras, hasta las blancas. Desde las lager industriales hasta las artesanales o especiales, las lambic, las de abadía o las excepcionales cervezas trapenses.
A base de agua, cebada y lúpulo, los orígenes en Bélgica de esta bebida espumosa tienen carácter divino. La Iglesia católica, y concretamente los monjes cistercienses de la orden trapense, tienen la culpa. Pese a la prohibición de consumir alcohol en la Edad Media, una reforma en la orden acabó permitiéndolo sólo en caso de que el agua de los manantiales fuese no potable o envenenada. Los monjes se pusieron manos a la obra y todavía continúan produciendo auténticas delicias para el paladar.
De entre las once cervezas trapenses que existen en el mundo, siete se producen en monasterios belgas: Achel, Chimay, Rochefort, Orval, Westmalle y Westvleteren, y si bien señalar que una marca sobresale del resto es pecar de subjetividad, la cerveza Westvleteren 12 fue elegida la mejor cerveza del mundo en 2005 por la publicación especializada RateBeer.
Otro de los culpables del impulso del arte cervecero fue el gobierno belga cuando, a finales del siglo XIX, decidió prohibir la venta de bebidas alcohólicas en cantidades inferiores a los dos litros para luchar con la elevadísima tasa de alcoholismo que atizó al país a raíz del alto consumo de ginebra. Así, la clase obrera dejó el hinojo por el lúpulo pues comprar dos litros de gin dejaba al asalariado sin blanca. Además, los productores belgas aprovecharon para aumentar la graduación por encima del 10%. Ese fue el caldo de cultivo de todo un ritual de artesanía que hasta Brueghel pintó y que ahora es catalogado como toda una experiencia cultural.
Razón de ser a parte, el despliegue de la producción conlleva a que el país emplace más de 160 fábricas, además de clubes, museos, formación, eventos, festivales y restaurantes dedicados a este elemento espumoso. Es más, la tradición cervecera está tan extendida que roza el esnobismo: cada tipo de cerveza debe servirse y beberse en su copa correspondiente, pues los vasos, diseñados expresamente, tienen la forma adecuada para potenciar el sabor, aroma y color de cada cerveza.
Si el acervo colectivo asiente con que España es un país de bares, no hay que callejear demasiado para observar que Bélgica no se queda corta. Sólo en Bruselas, en 2015, había 1.251 cervecerías adornando las calles belgas.
Día a día, Bruselas se enzarza en una lucha interna en un esfuerzo por divulgar la cultura propia belga -y bruselense- que subyace más allá la multiculturalidad de la que presume, condición indispensable de ser la capital europea. No juega ni de lejos en esa liga de Berlín-París-Nueva York-Londres-Roma-Barcelona. Ni el Parc du Cinquantenaire es Hyde Park, ni el Atomium, la Torre Eiffel, ni el Manneken Pis, la Fontana di Trevi. A menudo da la sensación ser una urbe ficticia, creada exclusivamente para ser el centro de operaciones de una Unión Europea cada vez más cuestionada y tambaleante.
No obstante, frente a esa ranciedad atribuida, hay que escarbar para descubrir los rincones exquisitos que esconde. Bruselas, con sus 200 días de lluvia al año, alberga bares muy frecuentados como el Delirium Tremens o el Café Belga, mientras que el camaleónico Groupil le Fol o el exquisito Moeder Lambic son una verdadera alternativa al turista prototípico.
Uno podría conocerse Bruselas sólo yendo de taberna en taberna, sin necesidad de recurrir a los topicazos: los mejillones, las patatas fritas, el chocolate, los cómics de Tintín o las coles. Así, que quien brinde con su jarra de cerveza belga, puede estar tranquilo: se trata de una experiencia cultural. El posible alcoholismo ya es otro cantar.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!