La mejor forma de entender Dublín es a través de su música. De su música folk en directo, en tanto que baladas y canciones populares reflejan una población enraizada en la cultura gaélica y cercada por unos acantilados de vértigo. Una nación que ha configurado su carta de presentación a partir del rabioso verde de su flora, del trébol de cuatro hojas, del día de St. Patrick, del fish and chips, el black pudding y de la cerveza Guinness.
James Joyce ya apuntó en cierta ocasión que si Dublín quedara destruida, se podría reconstruir a partir de Ulises –debido a la majestuosidad descriptiva de la obra. El autor irlandés, imprescindible para la literatura universal, logró con la ambiciosa historia de Leopold Bloom configurar la identidad social de sus coetáneos; un regionalismo que no quedó fuera del foco de la música popular.
El legado de The Dubliners y Planxty
Irlanda es una nación de bar, por lo que no es extraño que el folk se configure a través de baladas que hablen de su gente y de las Irish drinking songs que suenan en los pubs sin fondo y locales de música en directo que inundan la zona cultural y noctámbula del barrio Temple Bar. Acotada al norte por el río Liffey y al sur por Dame Street, este barrio vio cómo canciones tradicionales, cantadas de generación en generación, cobraban vida en la voz de Ronnie Drew, The Dubliners o Christy Moore – quien más tarde fundaría Planxty, suponiendo la nueva era de música celta irlandesa– en pubs como O’Donoghue. Situado enfrente de una de las esquinas del parque St. Sthephen’s Green, este icónico bar se ha ganado el reconocimiento de meca dublinesa de la música en directo precisamente por la cantidad de músicos irlandeses que allí han entretenido a music lovers durante incontables veladas.
Formaciones como The Dubliners, The Chieftains o Planxty suponen a la música tradicional irlandesa lo que Joyce, Samuel Beckett u Oscar Wilde aportaron a la literatura irlandesa: retratar una identidad nacional y exportar este costumbrismo. Bajo el rol de trovadores, influyeron a otros músicos como The Irish Rovers o Young Dubliners y a través de sus recopilatorios inconscientemente exportaron clásicos como The Rocky Road To Dublin, Seven Drunken Nights y la famosa balada de Molly Malone –dedicada a una pescadora cuya estatua está al final de Grafton Street y que se ha convertido en el himno no oficial irlandés–, hasta el punto que ni Metallica ni Pulp dudaron en versionar la famosa Whiskey in the Jar.
Temple Bar, Grafton St. y sus músicos
Temple Bar concentra la moderna escena dublinesa, donde galerías de arte, centros culturales y cafés conviven con cervecerías y conciertos improvisados en la calle, haciendo de este lugar el caldo de cultivo hipster donde permanece latente la estima por la cultura popular. Sólo hay que pasear por las coloridas y lujosas calles peatonales de Grafton Street, Henry Street, Essex Street o Crown Alley para comprobar que la música forma parte de la idiosincrasia dublinesa. Allí buskers y artistas talentosos se instalan aleatoriamente con el fin último de amenizar el ambiente y dotar de identidad propia a la capital. Sin ir más lejos, de estas vías han salido músicos de primerísima fila como Damien Rice o Glen Hansard, líder de la banda The Frames.
Una realidad que el propio Hansard encarna en Once, película musical casi autobiográfica dirigida por John Carney, que narra la historia de amor a la música y a Dublín que se da entre un músico que toca en la calle y una vendedora de flores aficionada a tocar el piano –Markéta Irglová. El largometraje logró en 2007 el Oscar a la mejor canción por Falling Slowly y Hansard editó un par de trabajos junto a Irglová con el dúo The Swell Season.
No obstante, las versiones callejeras más o menos logradas de All you can’t leave behind, de los también dublineses U2 corren peligro. Estos músicos urbanos no siempre han tenido el beneplácito de todos. Primero, tuvieron a los comerciantes en su contra, por sobrepasar el nivel de decibelios de sus amplificadores, y ahora la industria musical presiona para prohibir versionar éxitos de otros.
Lucha que, en efecto, no quita que turistas y locales, sean melómanos o no, continúen acercándose a escuchar a los nuevos talentos irlandeses. Así, más allá de la sede europea de geeks y millennials en la que la ciudad se está convirtiendo al albergar las oficinas de Facebook, Google o Amazon, Dublín quiere mantener su espíritu intacto y seguir siendo la meca de la música popular en vivo. Bandas como Galway Street Club o Mutefish reflejan que la escena folk resiste y evoluciona –hacia tintes más rock en el caso de los primero y próximos al techno los segundos– pero sin dejar de lado ni la herencia céltica del género ni la calle como medio de promoción.
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