Érase una vez… en Hollywood es, en palabras de Tarantino una carta de amor al cine de su infancia, al Paradiso de programa doble, en realidad, un homenaje explícito en este caso, pero que ya ha empapado toda su obra. Quizá sea esa voluntad nostálgica consciente la que aleja su último filme de la contundencia a que nos tiene acostumbrados, al poblarlo de personajes de parque temático disfrazados de Steve McQueen (Damian Lewis) y Sharon Tate (Margot Robbie) bailando en la mansión Playboy o de Bruce Lee caricaturizado hasta lo insoportable.
Los paraísos o infiernos propios que dejamos subyacer, emerger o destilar, convertidos en arte nunca son como los de los demás. Haber transitado una determinada época o contexto que nos ha marcado para bien o para mal y regresar con una mirada que ha visto y vivido mucho puede plasmarse a través de un álbum de recuerdos, más o menos recreados, o con una personal e instransferible perspectiva, que aporte al mero decorado una visión que lo transcienda. Es esta última opción la que entra en el terreno de la creación artística, elevándose sobre el documental o la imitación, y esta es la que nos ha cautivado en las visitas de Quentin Tarantino a los terrenos del grindhouse, de los géneros considerados menos nobles, cuando no ha necesitado enunciar que eso era Amor con mayúsculas a la fábrica de sus sueños. Habrá espectadores que disfrutarán Once Upon a Time como se disfruta Cuentáme (comparten la fórmula de los cuentos y es un guiño a Sergio Leone) o una visita a cualquier vintage shop, pero las cualidades del filme, que también las tiene, no van por ahí.
Si consideramos que el destilado de la memoria y las experiencias es lo que convierte en únicas a las miradas, Once Upon a Time… in Hollywood, recrea uno de los períodos más excitantes de la historia americana (y del cine), para convertirlo en un tierno marshmallow. La magdalena de Tarantino es un donut glaseado de color rosa, capaz de endulzar hasta lo más macabro. El argumento se desarrolla como una buddy movie, protagonizada por Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), un inseguro actor de televisión y spaguetti western y su doble de acción y chico para todo Cliff Booth (Brad Pitt), un buen tío leal a toda prueba.
Dalton vive en Cielo Drive, donde fue asesinada la actriz Sharon Tate por la familia Manson, que a su vez habitaba el rancho Spahn, escenario de una larguísima secuencia en la que Brad Pitt hace una incursión en el refugio de la “familia” —y posiblemente de esta falta de ritmo sea responsable la acelerada postproducción del filme a que ha obligado su deseo de competir en Cannes. Lo entrañable de la pareja protagonista que nos conquista desde el minuto uno, no consigue convertirlos en personajes tarantinianos indelebles, quedando en una esfera a la que no pertenecen Bill, Jackie Brown o Vincent Vega.
El Hollywood de 1969 que nos muestra el director de Pulp Fiction es el de la víspera de la revolución que traerían los nuevos directores, moteros tranquilos y toros salvajes, que vestidos con guerreras caqui y barbas nos enfrentarían a tiburones y vietnamitas, pero el canto del cisne, el final de una época también lo era de un mundo mucho más interesante, que nos hubiera gustado ver retratado en canal por el artífice de una nueva revolución en la historia del cine, capaz de acuñar su propio adjetivo y al que esta vez, los ojos empañados de emoción no le han permitido hacer ninguna incisión.
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