El primer verano del amor fue el de 1967. Ya saben, el punto álgido del hippismo en San Francisco. El segundo fue el que germinó en Ibiza en 1987 y cristalizó en los clubs de Londres en 1988, prolongando su onda expansiva hasta bien entrado 1991. Este mismo verano se han cumplido 30 años de su gran eclosión.
Los británicos nos lo vendieron así, con su habitual pompa, pero lo cierto es que no hay muchos motivos para poner la efeméride en cuarentena: fueron tres temporadas que cambiaron las pautas de ocio de la juventud de media Europa, fundieron el rock de guitarras y la música de baile como no se había hecho hasta entonces, asentaron la actual primacía del DJ como maestro de ceremonias, más allá del ámbito de las discotecas y acuñaron definitivamente el sampler como un instrumento más de la creación musical. Aquello fue, en palabras de Javier Blánquez (Loops. Una historia de la música electrónica, 2002), la mayor revuelta musical –pero también ideológica y estética– desde el triunfo del punk en el 77. Y no exageraba. Así que merece la pena recordarlo.
Todo comenzó –y no es leyenda– cuando un DJ británico, Paul Oakenfold, abducido por la noche ibicenca, decidió celebrar su 26 cumpleaños alquilando una casa en la isla, prolongando unas vacaciones que le cambiarían la vida. Fue en 1987. Un momento en el que los clubs londinenses estaban aún anclados en el funk, y por contra el house (nacido en Chicago) aún era observado –con alguna excepción– con displicencia, como música destinada a clubs de negros y homosexuales, la clase de garitos en los que había germinado. Los grandes clásicos del género (Frankie Knuckles, Marshall Jefferson, Larry Heard; los popes de Chicago) llegaban con cuentagotas a las discotecas británicas y estaban lejos de causar furor. Oakenfold tomó buena nota en Ibiza de la particular forma de pinchar del argentino Alfredo Fiorillo en Amnesia: a él se le debe el término balearic (una forma de mezclar música, y no un estilo).
La irrupción del éxtasis, la droga de la empatía y el amor universal, el MDMA, hizo el resto. Para Oakenfold y sus tres compañeros de correrías, Danny Rampling, Nicky Holloway y Johnny Walker (los cuatro fueron inmortalizados en la letra de “Weak Become Heroes”, fabulosa canción de Mike Skinner y sus The Streets, en 2002), ya nada sería igual. La utilización de sintetizadores como el TB-303 o el TR-808 dio carta de naturaleza al nuevo sonido.
En los doce meses que transcurrieron entre el verano del 87 y el del 88, apenas tres proyectos musicales se presentaban como avanzadilla británica de lo que sería su gran eclosión acid house: los M/A/R/R/S de “Pump Up The Volume” (alianza entre A.R. Kane y Colourbox), los Bomb The Bass de “Beat Dis” (con Tim Simenon al frente) y los S’Express de Mark Moore, cuyo “Theme From S’Express” se convirtió en el bombazo de la primavera de 1988. Todos hacían un uso innovador del sampler. Un ingenioso corta y pega que cambiaría para muchos su forma de hacer música.
A la vuelta de aquel revelador verano, Danny Rampling y su mujer Jenni montaron el club Shoom en Londres. Paul Oakenfold también abrió el Spectrum dentro del club Heaven, los lunes por la noche. Y Nicky Holloway creó The Trip dentro del Astoria. Primero fueron cientos, y luego miles, los jóvenes que se dejaron caer por aquellas discotecas, ataviados con ropas anchas y coloristas (la estética baggy, tan propicia para bailar sin que la excesiva sudoración por la ingesta de éxtasis ahogase más de la cuenta), en noches sin fin que hallaban otro precedente en los años sesenta –al margen del buenrrollismo imperante y del mensaje de fraternidad universal– por su paralelismo con la escena del northern soul: al fin y al cabo, se trataba de jovencitos británicos iniciados en el culto a unos sonidos que les llegaban desde el otro lado del Atlántico, dispuestos a bailar hasta que el cuerpo dijera basta.
El MDMA era una cura milagrosa para la enfermedad inglesa del estreñimiento emocional. Barry Ashworth
Una clientela tan del extrarradio como del centro de la ciudad, tan de clase alta como baja, tan blanca como negra. Desaparecían las barreras de clase o de raza. Incluso los temibles hooligans se vieron seducidos por el éxtasis y aparcaron su instinto pandillero para entonar cánticos como we’re all blissed up and we’re gonna win the cup (estamos colocados y vamos a ganar la copa). La euforia del éxtasis, del MDMA, se trasladó a un fútbol británico que llevaba cinco años presa de la depresión, a consecuencia de la prohibición para que sus clubes participasen en competiciones europeas tras la tragedia de Heysel, en 1985.
La temporada 1989-90 fue la de su resurrección: la última ganada hasta ahora por el Liverpool, y la que auspició el cuarto puesto de su selección en el mundial de Italia 90 (solo igualado, y con peor fútbol, hace mes y medio en Rusia). Hasta New Order, también atrapados con gusto en el verano ibicenco de 1988 (su álbum Technique es la prueba concluyente), crearon un extraordinario himno para el equipo de Paul Gascoigne, John Barnes y compañía, apuntalado por unos teclados de inequívoca filiación house y referencias nada veladas al éxtasis (E is for England).
Como le dijo Barry Ashworth a Simon Reynolds en las páginas de su libro Energy Flash (1998), el MDMA era una cura milagrosa para la enfermedad inglesa del estreñimiento emocional. El acid house, en alianza con la droga del momento, proclamaba exactamente todo lo contrario al discurso de Margaret Thatcher: ese mantra de que la sociedad no existe y es tan solo la suma de individuos. Los más viejos del lugar cuentan que cuando algunos clubs londinenses (y de otras ciudades: Mike Pickering también pinchaba aquella música en The Haçienda en Manchester) cerraban sus puertas, la multitud se arremolinaba en torno al silbido de las sirenas de los coches policiales gritando acieeed! al unísono.
Su estricto régimen horario justificaba el cercano advenimiento de las warehouse parties, las raves –legales o ilegales, cubiertas o a cielo abierto– y los chill outs. Mientras, seguían siendo músicos americanos los que ponían banda sonora a la efervescencia del momento en Reino Unido, como los Inner City de Kevin Saunderson y Paris Grey, cuyo “Big Fun” hacía furor en el otoño de 1988.
Los medios acuñan el término scallydelia para encriptar el fenómeno. El smiley se torna omnipresente. Y como sucede en todo movimiento que surge del underground para terminar siendo pasto de las masas, el núcleo duro de quienes habían importado desde Ibiza aquella nueva lisergia empezó a rebelarse contra la asimilación del fenómeno, contra aquella plaga de jóvenes a quienes calificaban como acid teds. Una postura algo elitista contra quienes veían como advenedizos, que lideraba el colectivo Boy’s Own, un grupo de melómanos y supporters del Chelsea –entre quienes figuraban Terry Farley y, ojo, Andrew Weatherall– que crearon un fanzine e incluso un sello discográfico con ese nombre. Los intentos británicos por crear música a tono con el momento seguían siendo algo toscos. Recuerden este “We Call It Acieed”, de D-Mob, editado en octubre del 88, y tírense de los pelos (o échense unas risas).
En octubre de 1988 muere una chica de 21 años en una discoteca londinense. La ingesta de éxtasis no le sentó bien. Es ahí cuando comienza la gran ofensiva de los medios sensacionalistas contra el fenómeno del acid house. Las autoridades también toman nota y se empiezan a elaborar informes para redactar la nefasta Criminal Justice Bill, que no entraría en vigor hasta 1994. Mientras tanto, y aprovechando los vacíos legales, el circuito de fiestas rave que se articula en torno a la autovía M25 no para de crecer, hasta alcanzar su máximo punto de ebullición en el verano de 1989, con listillos como Tony Coslton-Hayter convertidos en nuevos mecenas, nuevos empresarios de éxito que logran reunir a varios miles de personas en enclaves recónditos, dispuestas a bailar hasta el amanecer.
La mayor revuelta musical –pero también ideológica y estética– desde el triunfo del punk en el 77. Javier Blánquez.
Antes de que termine 1988, la música de baile británica encuentra por fin un hit y un álbum de fuste, a la altura de sus maestros de Chicago o Detroit. Ambos tienen un nombre propio: Gerald Simpson. El single “Voodoo Ray” –de su proyecto unipersonal A Guy Called Gerald– y el elepé Newbuild –de los 808 State que integraba junto a Graham Massey, quien años después sería fundamental en los primeros pasos de Björk en solitario– son los dos primeros discos importantes de la era acid house inglesa.
Las bacanales rítmicas sin fin de las noches de la segunda mitad de 1988 y primera de 1989 seguían abasteciéndose, sin demasiados prejuicios, de rompepistas llegados mayoritariamente del otro lado del charco. Igual podían inclinarse por la vertiente más frondosamente sentimentalista (“Devotion”, de Ten City), por la más descaradamente mimética (“Ride On Time”, de los italianos Black Box) o por la más minimalista y lúbrica, la que encarnaba el “French Kiss” de Lil Louis.
La lisergia casi mareante de la nueva psicodelia en que se convierte el fenómeno acaba siendo acogida también con fervor en el norte de Inglaterra. Y lo hace con sello propio en ciudades como Manchester, cuna de sellos tan inquietos como Factory y músicos tan singulares como la saga Joy Division/New Order, The Fall o The Smiths. El guion, no obstante, da un giro maestro que explica por qué en un momento dado Manchester se convierte en Madchester: si bien Morrissey había abogado unos años antes por colgar al bendito DJ (“Panic”, 1986), la disolución de su banda coincidió en el tiempo con una nueva generación dispuesta a abrazar la música de baile como si no hubiera un mañana. Los primeros que lo hicieron de forma visible fueron los Happy Mondays, un hatajo de iluminados provenientes del más puro lumpen, trasunto de la economía sumergida y el trapicheo propios del último thatcherismo, que pusieron a todo el mundo sobre aviso a finales de 1988 con el single “Rave On”.
Su guante no tardaría en ser recogido por otras bandas vecinas, como los Stone Roses. Los chavales negros siempre andaban metidos en algo. 1989 fue el año en el que los chavales blancos despertaron, le gustaba decir a su vocalista, Ian Brown. El momento en el que el tradicionalismo melódico de Brown, John Squire, Mani y Reni se funde de forma más clara con los nuevos ritmos y esa pastosa pero magnética percepción de la realidad que inspiraban fue con “Fools Gold”, a finales del 89.
En honor a la verdad, Madchester siempre tuvo un poso eminentemente pop y de filiación sesentera, aunque lo recubrieran con ritmos que hacían de sus canciones pildorazos –nunca mejor dicho– absolutamente infalibles en cualquier discoteca durante 1989 y 1990. Los efímeros Candy Flip (su nombre, en argot mancuniano, es la ingesta conjunta de MDMA y LSD) lograron su único éxito con una relectura extasiada de “Strawberry Fields Forever” de los Beatles, el mayor éxito de los Happy Mondays (la gloriosa “Step On”) se asentaba sobre un viejo éxito de John Kongos (“He’s Gonna Step On You Again”) y los quince minutos de fama de los Soup Dragons (sí, escoceses, pero del ramo) fue una versión del “I’m Free” de los Rolling Stones.
Como ocurre con cualquier género que se perfila como polo de atracción, fueron muchos los rockeros que se apuntaron – con mayor o menor fortuna – al carro. The KLF, The Orb, Jah Wobble o los propios Primal Scream provenían de un sustrato rock. Incluso Paul Weller trató de enjugar el mal sabor de boca que había dejado el “Confessions of a Pop Group” de sus The Style Council con una aplicada versión de la sublime “Promised Land” de Joe Smooth, una de las cumbres del primer house. También provenían del mundo de las guitarras The Shamen, quienes junto a los 808 State del magnífico single “Pacific State” o los The Beloved de “The Sun Rising”, sintonizaban – ya a finales del 89 y durante todo el 90 – con el incipiente ambient, al que algunos llamaron también (peligrosamente) new age house. Los nuevos hippies, vaya, eran calificados como zippies.
En julio de 1989 muere una chica tras ingerir éxtasis en el emblemático Haçienda de Manchester, el local que mantenían Tony Wilson y los miembros de New Order. Ese es el principio del fin para su incipiente entramado de discotecas, que preservaría su tejido desde entonces bajo otras enseñas (en él está la base de todo el circuito de clubs actual) pero, inevitablemente, ya sin la inocencia de los primeros tiempos. Pese a todo, los estragos del estallido colorista del acid house y de la consiguiente fusión entre indie pop y música de baile siguieron haciéndose notar en el pop de consumo. Si hay un ritmo que fue cientos de veces imitado fue el que acuñó Jazzie B al frente de sus Soul II Soul a lo largo de todo 1989. Ese característico medio tiempo cimbreante al que también se apuntaron Norman Cook y sus Beats International, o DNA con Suzanne Vega en su remezcla de “Tom’s Dinner”.
Otra de las sensaciones que comportaba toda aquella oleada de sonidos fue la de estar ante lo que parecía una brecha discursiva en el devenir de la música pop o, al menos, una cierta refundación de algunos de sus principios, justo cuando el cambio de década y el fin de la polarización política en dos grandes bloques (la caída del Muro de Berlín) parecían advertirnos de que el futuro ya estaba aquí. La estética del videoclip de la fabulosa “Killer”, lo mejor –con diferencia– que nunca hicieron Adamski y Seal en sus respectivas carreras, da fe de aquella estética futurista, que ahora nos puede parecer entrañablemente ingenua. Era ya 1990, claro.
El broche a todo este círculo de hibridaciones y transfusiones de sangre entre estilos que parecían condenados a no entenderse nunca lo pusieron de forma magistral Andrew Weatherall, aquel joven que había impulsado el fanzine y el sello Boy’s Own en 1986, y los escoceses Primal Scream. Cuando descubrimos el acid house, hizo que los conciertos de rock nos parecieran pasados de moda, comentó una vez Bobby Gillespie a Pitchfork. El tema “Loaded”, que se cimentaba sobre la base de su balada “I’m Losing More Than I’ll Ever Had”, fue la primera piedra de toque, en febrero de 1990. Pero la cima absoluta llegaría con su álbum Screamadelica (1991), cimentado en maravillas como “Higher Than The Sun”, irrepetible corolario a tres años que fueron de auténtico vértigo y cambiaron para siempre el curso de la historia de la música pop.
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