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Cine y Series

71 Festival de Cannes: #2 Ciro Guerra y Paul Dano

En Festival de cine, Cine y Series 10 mayo, 2018

Eva Peydró

Eva Peydró

PERFIL

En la misma sala en que hace dos años Ciro Guerra nos apabulló con la magnífica El abrazo de la serpiente, hemos asistido a su confirmación como uno de los directores más interesantes del momento con el estreno de Pájaros de verano, dentro de la Quincena de realizadores.

Estructurada como un poema épico narrado por un pastor bardo y ciego, dividida en cinco cantos –»Hierba salvaje», «Las tumbas», «La bonanza», «La guerra» y «El limbo»–, nos hallamos ante un filme que se mueve en las mismas raíces de la historia de la humanidad, haciendo antropología con la fineza y amplia visión de quien explora en el microcosmos de la tribu wayú, en el noreste de Colombia, para revelar a escala de tragedia griega los peores designios a que se ven sometidas las criaturas regidas por las leyes de la tradición, el clan, los interdictos y los valores no escritos. Transmitidos a través de generaciones con el mismo celo que demuestran para preservar su lengua indígena, los wayú siembran la tragedia que inexorablemente los fulmina.

Patriarcas, matriarcas, mensajeros, sicarios, hijos y nietos se someten a la ley de la comunidad, a las normas que exigen actos de valor, venganza, lealtad y rebelión, debatiéndose en ocasiones con los propios deseos.

Revestida de narración del ascenso y caída de un narcotraficante por amor, uno de los grandes logros de Pájaros de verano es el  propio de las grandes tragedias que actúan como hilo conductor a través de los siglos, milenios, contempladas desde el tiempo de los anfiteatros hasta el del moderno audivisual.

Tan lejos y tan cerca, desde la comunidad que resiste a ser absorbida por los extranjeros hasta la codificación universal del pathos y el ethos. Formalmente, Pájaros de verano, es de una belleza muy particular, el desierto es protagonista, envolviendo personas y poblados en su inmenso espacio sin límites, barrido constantemente por el polvo que arrastra el viento, mientras su contrapartida, la selva, juega un diferente papel. El minimalismo, el tratamiento del color, el vestuario, la arquitectura, los movimientos de los personajes –desde la hipnótica danza de apareamiento inicial– sitúan el filme en el lado de los grandes poetas del cine –los sueños son la prueba de que el alma existe– capaces de crear mundos propios, reveladores, descriptivos, que solo precisan de un escueto y certero diálogo para apoderarse del espectador.

El sacrificio de los seres queridos, los precios a pagar para no ser excluidos de la comunidad –lo que destruiría su identidad, al no creer en el individuo–, son peajes que se pagan a cambio del gregarismo, so pena de la expulsión.

Donbass (Sergei Loznitsa, 2018)

Por otra parte, el realizador ucraniano Sergei Loznitsa ha presentado un filme doblemente estimable, al ofrecer un documento vivaz sobre el poliédrico conflicto bélico del este de Ucrania –repleto de decenas de personajes– y, al mismo tiempo, conferirle la mirada del artista que, con lucidez, dolor inevitable y un sólido sentido del humor negro, plasma en diversos cuadros, a cuál más acertado, su visión de un momento histórico. Enlazadas con un hilo conductor casi transparente, las diferentes historias –que abren y cierran la película en círculo– describen directamente, o bien de forma tangencial, pero muy elocuente, la militarización, la propaganda, la corrupción y el embrutecimiento de un pueblo enfangado en las fértiles luchas territoriales e identitarias.

Donbass (Sergei Loznitsa, 2018)

Los gánsteres, guerrilleros, soldados, arribistas, periodistas, ciudadanos inocentes que no hallan ganancia sino sufrimiento en el río revuelto, todos los actores del conflicto, son retratados por Loznitsa. Entre las imágenes imborrables que nos deja, nos quedamos con la secuencia del linchamiento, que con el uso de las cámaras de móviles pone de relieve los nuevos usos de las guerras modernas, estrenados en la guerra de Irak; otro momento destacable, que roza la histeria coral de un Kusturica, es la de una de las bodas más bizarras que hemos contemplado, por ser fiel reflejo en la dimensión íntima y social del caos, un retrato ácido del contexto que los ha conformado.

Wildlife (Paul Dano, 2018)

En la misma jornada festivalera, como inauguración de la Semana de la Crítica, se ha proyectado el debut en la dirección del actor norteamericano Paul Dano saldado con una respuesta muy calurosa y merecida. Para su primera película, Wildlife, ha contado con la colaboración de la guionista Zoe Kazan, nieta del director de Vidas rebeldes, la actriz Carey Mulligan, impresionante en su papel de ama de casa y esposa de Jake Gyllenhaal, viviendo la angustia de una familia que se desintegra y adaptándose a una nueva situación, en la que su hijo Joe, de catorce años se lleva la peor parte.

La obra, adaptada de la novela de Richard Ford es un drama profundamente americano, bien dirigido y escrito, que refleja con cuidado y precisión la evolución emocional de su personaje más mimado (Jeannette-Mulligan), que debe revisar de golpe sus roles como mujer, esposa y madre, pero en el que todavía no se define un estilo personal, más allá de la fluidez elegante y eficaz de su caligrafía. La atmósfera de contrapelo constante y de situaciones embarazosas, que obligan al joven Joe (Ed Oxenbould), a reaccionar con una madurez anticipada –nos recuerda a los típicos personajes interpretados por Dano–, nos hace vislumbrar una buena mano para transmitir historias de fuerte calado –la elección de Richard Ford ya es muy significativa. En definitiva, el debut impresionó en su bautizo de fuego en la plaza más exigente.

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