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Cultura

Descubriendo a Wittgenstein

En Hermosos y malditas, Cultura martes, 11 de septiembre de 2018

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Hay filósofos de rostro adusto (Schopenhauer), seres raros autores de obras severas (Sartre y Simone de Beauvoir), hay filósofos que han desarrollado carreras lentas y disciplinadas al abrigo de la «Academia» (Kant), filósofos que crearon centros, al modo del Liceo (Aristóteles). Hay pensadores abiertos, y por tanto inagotables (Platón), autores de pensamientos sin sistema que solo pudieron concebirse lejos de la Universidad (Cioran), al margen de ella (Montaigne), o frente a ella (de Diógenes el cínicoŽižek). Filósofos simpáticos (Hume) o insoportables (Rousseau). Hay filósofos que trataron de comprender la condición humana, pero, sobre todo, la época que vivían (Hannah Arendt, Judith Shklar). Antes de que el saber filosófico se especializara, o mejor, se blindara en departamentos especializados, quizás la mayoría de los pensadores eran mitad «zorros» mitad «erizos» (de acuerdo con una máxima de Arquíloco: el zorro sabe muchas cosas, mientras el erizo sabe una gran cosa).

Hay pensadores que quisieron entender y dar cuenta de todo (Hegel: no obstante, un «erizo», al decir de Isaiah Berlin), individuos sensibles que quisieron transformar el mundo (Marx), pensadores imprescindibles que no se consideraron propiamente filósofos (Weber, Benjamin, Freud o Foucault); filósofos que escribieron mucho, (la sociología de Bauman, escasamente original, tiene mucho de filosofía política o moral). Hay filósofos que no escribieron nada (Sócrates), que pensaron para iluminar con inteligencia crítica los pensamientos de sus contemporáneos (Voltaire) o que, en vida, apenas influyeron en sus contemporáneos  (Nietzsche tuvo pocos lectores en su época).

Hay también filósofos para los que la filosofía no fue tanto una doctrina como una actividad, hombres y mujeres muy atractivos bajos distintos puntos de vista y a los que por ello (y es esta la esperanza que deseo celebrar aquí) los jóvenes valientes quieren seguir tratando de descubrir: el caso de Wittgenstein.

Oskar Kokoschka, 'El huevo rojo', 1941.

Los Wittgenstein fueron mecenas de Kokoschka y Rilke.

Ludwig Wittgenstein nació en Viena durante la primavera de 1889. Fue uno de los hermosos hijos de una familia culta, numerosa y rica, y quizás por ello inclinada a la lucha y al desvarío, una de esas familias tan acaudaladas como infelices destinadas a la trágica contemplación de su suicidio: el caso de varios hermanos del filósofo. Para el interesado en los entresijos sentimentales, a medio camino entre la excelente crónica cultural y Dallas, la serie de David Jacobs, el libro de Alexander Waugh (nieto de Evelyn Waugh, autor de Retorno a Brideshead), La familia Wittgenstein es un título de referencia centrado tanto en Ludwig como en Paul, el hermano músico, sobre las vicisitudes artísticas y vitales de este grupo humano que tan bien representa el espíritu atormentado y glorioso de la Viena finisecular.

En lo importante, en lo que realmente importa, el pensamiento de Wittgenstein fue uno de los imprescindibles del siglo XX, un pensamiento tan rico como para dar lugar a dos filosofías contradictorias (las 2 magistralmente concebidas) así como a varias corrientes filosóficas contemporáneas, aunque –y eso es quizás una de las señales más atractivas de su forma de entender la filosofía–, nunca se identificó del todo con ninguna de ellas.

Wittgenstein pensó acerca de los límites. Pensó en los límites del mismo pensar y en los límites de aquello que podemos expresar, lo hizo de forma sincera y crítica y por ello debe seguir siendo descubierto por nuevos seres humanos conscientes de la bella utilidad de la aparente inutilidad de la filosofía.

Publicó en vida solo un libro. El Tractatus Logico-Philosophicus tiene un título latino, pero está escrito en alemán. No es fácil, porque la Filosofía del lenguaje no lo es, y no es interesante leerlo ni recomendar su lectura de buenas a primeras. Si fuera posible introducir la aportación de Wittgenstein a la filosofía, a modo de invitación, podríamos decir que colocó el lenguaje en el centro de una reflexión filosófica para ayudar a comprender una serie de límites relacionados con nuestros anhelos y preocupaciones al andar por el mundo. Una reflexión sobre el lenguaje destinada a señalar sus posibilidades, pero también sus equívocos y paradojas. El Tractatus no está dividido en capítulos sino en un esquema lógico-numérico alrededor de siete tesis. El mundo es todo lo que sucede: a partir de ahí, se presentan y definen hechos atómicos, combinación de entidades en una escritura concisa sobre cómo pensar las cosas desde los hechos en los que aparecen. Los objetos se piensan en conexión con otros. Se nos advierte que la mayoría de las cuestiones filosóficas no son falsas, sino carentes de sentido. Simbolismo, lógica, tablas de verdad. ¿Significan los límites de mi lenguaje los límites de mi mundo? Una vez comprendemos lo que queríamos saber tiraremos la escalera que nos ha llevado a la respuesta. Al otro lado de la estructura del lenguaje parece supurar el exceso de lo inexpresable (con palabras), dicho de forma más exquisita: de lo que no se puede hablar mejor es callar.

Máscara de gas

En la década de los años 20, Wittgenstein abandonó su carrera en Inglaterra, desempeñó oficios muy variados en pueblos pequeños de forma errante y extraña, pensó una casa para su hermana. Cuando regresó su nueva filosofía… ¡desmentía la anterior! El mundo se podía comprender por el lenguaje real, por lo que hacemos al hablar, por los juegos del lenguaje: amar, amenazar, compartir, pedir, porque no hay lenguajes privados sino relaciones interpersonales. La contradicción tenía mucho de complemento de una actitud que llevaba a la insatisfacción con sus propias ideas.

La filosofía de Wittgenstein, descubrirán un día los jóvenes estudiantes, es crítica de los excesos oscuros y solemnes del discurso metafísico, pero es también un sobrio llamamiento a la humildad del discurso humano: lo más importante de su obra no era lo que decía sino lo que callaba.

El pensamiento de Wittgenstein tiene que ver mucho con la música, la más refinada de todas las artes. Defendió la idea de que la filosofía debe aclarar, disolver, problemas: una actividad destinada a desatascar lo nudos de la mente. Su carrera no se pareció a ninguna otra: ingeniero alejado aparentemente de la filosofía que se interesó muy joven por la obra de Frege y la matemática-lógica de Bertrand Russell: ¿le parezco idiota?, se presentó así ante Russell, Si lo soy, enseñaré aeronáutica, si no, haré filosofía. Malcarado, irreverente, Wittgenstein observó la tragedia de la Primera Guerra Mundial anotando pensamientos, mientras las balas silbaban sobre el cuaderno, vivió en una cabaña en Noruega pensando en su lógica, no publicó en revistas del primer cuartil ni se acreditó jamás por la ANECA. Su personalidad y su carisma tenían algo de ética (renunció a una fabulosa herencia paterna), pero, sobre todo, de una inteligente y lúcida melancolía.

Hermosos: Epitafio: «Díganles que he tenido una vida maravillosa».

Malditas: Concepciones mercantilistas de la universidad.

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