Hayao Miyazaki nos susurra la llamada de Valéry, ¡El viento se levanta! … Hay que intentar vivir, en la que será su última película.
Hayao Miyazaki no se siente cómodo con los pies en la tierra, prefiere volar, moverse, deambular entre mundos como sus personajes, vadeando territorios del espíritu y de la cotidianidad, siendo conocedor de todos los códigos, pero creyendo solo en el propio.
La aviación y los sueños tienen mucho en común y no es por casualidad que el cine del director japonés está repleto de aviadores, de seres inclasificables que se debaten entre dos formas de existir, dos medios en los que moverse o dos encarnaciones para vivir quizá una sola vida.
El protagonista de la undécima película del director de Porco Rosso es un personaje real que cabalgó a lomos de sus sueños en un Japón entre guerras, el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi, diseñador del avión de guerra A6M Zero, que se producía en la fábrica dirigida por el padre del director, por tanto, colaboradores todos en una fascinación duradera.
Los sueños se viven incluso cuando aparentan frustrarse (Jiro no pudo llegar a volar por un problema de salud), pero la obsesión por el medio suple el anhelo del objetivo, alzar el vuelo y liberarse. No olvidemos que las ilusiones, realidad, deseos y cadenas cavernarias son una constante en el cine de Miyazaki, donde los territorios habitables nunca ponen las cosas fáciles a sus protagonistas.
Desde los paisajes del realismo más cruel hasta los del amor como estímulo vital o conjura de la muerte, El viento se levanta narra su historia mediante transiciones secas, aunque nunca bruscas, a través de silenciosas elipsis, deslizándose como una puerta giratoria que desplaza al protagonista imperceptiblemente en el tiempo y el espacio. Miyazaki y Jiro se ubican y desubican entre esos lugares sin balizas, que funden sueño y realidad, insistiendo en desintegrar unos límites en los que ninguno de los dos cree.
Tratándose de una película realista, contextualizada en un momento en que Japón explora su propia forma de instalarse en la modernidad, el potencial fantástico solo necesita el combustible del pensamiento para hacer estallar los corsés de la historia y la política, porque el leit motiv insiste en la reivindicación exaltada de nuestro derecho a imaginar. Ese es el primer paso para crear. ¿Alguien ha visto el viento? se pregunta en el film, pero acaso ¿alguien ha visto un pensamiento o una idea? todos están hechos del mismo material generador.
El contraste entre la libertad/creatividad representada por el cielo y el escenario cotidiano de sumisión ancestral a las costumbres y a la fuerza de la naturaleza es brutal. Los primeros planos de los protagonistas y las imágenes casi fotográficas contrastan con las escenas de masas en plano cenital o panorámica, donde a falta de cadenas, los humanos son empequeñecidos hasta escala deshumanizadora, borrando la individualidad.
Lo viejo y lo nuevo, otro contraste caro a Miyazaki, pone el foco en la mentalidad colectiva de un pueblo y lo simboliza en los bueyes que con fuerza milenaria arrastran los modernos aviones. Valentía frente a conformismo, raíces que alimentan, guerra y paz en la montaña mágica con música de Joe Hisaishi, alas frente a lastres, dejen que el creador de Chihiro les susurre el grito de Valéry: ¡El viento se levanta!… Hay que intentar vivir.
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