No solo en la filosofía, sino a lo largo de cualquier día de nuestra vida es posible distinguir dos tipos de tiempo. De un lado, el tiempo objetivo, ordinario o cronológico que la física calibra en múltiplos o fracciones del segundo y que avanza de forma constante, irreversible y direccional. De otro, el tiempo interior o psicológico como experiencia subjetiva de un flujo singular, por la que podemos decir que la última tarde que pasamos con la persona que queremos se pasó volando (de forma muy distinta a como transcurre, por ejemplo, la rueda de prensa de un político). Ese tiempo psicológico permite proyectar deseos en el futuro y recordar (una forma de viajar hacia atrás).
La literatura viaja de las dos formas en el tiempo: En A Christmas Carol (1843), Charles Dickens condujo aleccionadoramente a Ebenezer Scrooge a su futuro y en La máquina del tiempo, el bueno de H. G. Wells llevó el conflicto de clases casi un millón de años después de Marx, de acuerdo con la acepción del tiempo objetiva y lineal. En La flecha del tiempo, Martin Amis entrevió las posibilidades del desplazamiento temporal en lo que toca a la evolución sentimental antes de los guiones, un tanto pretenciosos, de Christopher Nolan.
Pero En busca del tiempo perdido de Marcel Proust será siempre la referencia del viaje interior o subjetivo al pasado, gracias al poder evocador de un simple olor. La novela de Miguel Serrano Larraz, Cuántas cosas hemos visto desaparecer (Candaya, 2021), está, desde luego más cerca de ese último tipo de viaje ligado a evocaciones y recuerdos, si bien el autor ha sabido dotarla de un intermitente halo de ambigüedad y de un realismo afín a los cinematográficos viajes temporales (aquí en el tiempo objetivo y lineal) de Shane Carruth.
El filólogo, traductor y docente Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977) que ya publicó con Candaya la novela Autopsia (2014) y el libro de relatos Réplica (2017) presenta ahora una historia cuya sensibilidad y preocupaciones temáticas tienen que ver —según les parecerá a aquellos que hace poco pasamos por ahí— con el tipo de retrovisor que se coloca a los 40. Una generación fin de siglo cuyos mejores años fueron los 90, algo observable en los referentes musicales en la órbita del Grunge pero también en su evolución: Boards of Canada.
Siguiendo la amistad en el tiempo de dos amigas, Sonia y Berta, Cuántas cosas hemos visto desaparecer describe a través de una serie de voces interiores y un narrador omnisciente de corte clásico, sobre todo, las sensaciones que acompañan la evolución de ciertos sentimientos, desde la complicidad eterna que se forja en la adolescencia al distanciamiento (habitualmente disímil) de la madurez. Convertida en profesora de secundaria (una profesión productora de inestimables sociólogos y psicólogos a su pesar) Sonia se desplazará en el tiempo interior o psicológico sobre otro eje que tiene que ver con el movimiento temporal: la obsesión de su amiga Berta con el viaje del tiempo en su sentido objetivo y lineal.
Desde el instante en que su amiga le envía un mensaje desazonador en el que afirma haber descubierto el modo de viajar en el tiempo, Sonia, emprende su periplo de idas y vueltas de la memoria: la fascinación púber por la personalidad de la amiga, la lucidez con la que comienza a percibir sus delirios en las postrimerías de su juventud, la fe y la sombra de la duda como una parte del crecimiento personal, el rencor como un herida que solo en la madurez comienza a supurar.
Si es cierto que nunca perdonamos a aquellos a los que hemos ofendido, tampoco nos perdonamos haber consentido la decepción de un amigo y esa paradoja es tan potente a cierta edad que con ella se quiebra el tipo de armonía que pronto levantamos sobre una asimetría: Sonia piensa en la muerte, lo que es un ejemplo de la solidez de la estructura narrativa de Miguel Serrano, porque la muerte es el final del tiempo lineal, Berta piensa en el final como una forma de volver, pero ¿Y si las luces de su infancia no eran amarillas, sino el recuerdo que tiene de ellas? ¿Es posible que también los recuerdos modifiquen su textura después de una exposición continuada?
Junto a la sólida construcción del relato y los juegos de simetrías, otros méritos de esta novela sutilmente profunda, lenta y por momentos difícil, es, de un lado, haber captado espléndidamente las temperaturas y las texturas de las horas en los pueblos de los veranos de la adolescencia (aquí el ficticio pero fonéticamente muy evocador Ardés en el Pirineo aragonés); de otro, haber sabido jugar con las trampas de la nostalgia de forma paralela a cómo ha sabido desmitificar, uno a uno dulce, afectiva, casi devotamente y con paciencia de escritor ya versado en el oficio todos los clichés de los géneros que un día hubieron de fascinarnos: el terror y la ciencia ficción.
El nostálgico episodio del cementerio es a ese terror desmitificado, lo que la fiesta de homenaje al personaje de Aníbal, a la ciencia ficción: un homenaje sentido, por decirlo con dos referentes cinematográficos bien conocidos, análogo tanto al Donny Darko (con la mejor profesora de secundaria de la historia del cine, por cierto) como al Sin perdón.
Cuántas cosas hemos visto desaparecer, trata sobre los límites de la cordura, pero también sobre la decepción de la razón, cuando advertimos que crecer es perder etapas y sumar frustraciones, rupturas vitales o desengaños tras una primera serie de encantos sucesivos situados en un plano temporal: (uno) la idealización parental y familiar en la infancia, (dos) la identificación íntima de la amistad en la adolescencia, (tres) el enamoramiento en la juventud, (cuatro) la vocación profesional en la madurez, (cinco) el absurdo embellecimiento del pasado en la vejez.
Hay viajes en el tiempo de los que salimos mejores que al entrar, viajes obsesivos cuando se acelera el tiempo vital.
Destaco de esta novela, la forma en que nos convence de que el autor sabe ver lo que no está, la construcción indirecta de personajes, una prosa clásica de flujo tranquilo, una adjetivación muy natural y otros estilemas poco habituales en los escritores de su generación. Con todo, uno hubiera deseado digresiones más elaboradas relativas a las posibilidades de ver cómo las cosas se alejan o desaparecen o sobre el impulso (hoy bastante extendido, me temo) de desaparecer también con ellas. Dejar las formas, dejar las redes sociales, dejarse ir.
Le hubiera venido bien a esta novela, según lo veo, intercalar más a menudo su propia filosofía de la desaparición (una fenomenología del cronos, por así decir) o un análisis acerca de por qué se entiende tan bien la expresión «liberarse de un recuerdo», esto, ensayar de forma más explícita acerca de qué tipo de libertad hay en el olvido. Tan inteligente nos parece el autor.
Las nuevas leyes que nos imponemos tienen todas efecto retroactivo, es así como espigamos a gusto la conciencia. Hay viajes en el tiempo de los que salimos mejores que al entrar, viajes obsesivos cuando se acelera el tiempo vital. Otras veces el tiempo es como el sol, inamovible y nosotros damos vueltas a su alrededor porque no viajamos en el tiempo sino que el tiempo viaja por nosotros, nos atraviesa. Un día pasará de largo y quedará cierta literatura de la inmanencia: el recuerdo de lo que fuimos, pero sobre todo de lo que hicimos.
La solución del enigma de la vida en el espacio y en el tiempo está fuera del espacio y del tiempo. Wittgenstein.
Miguel Serrano juega con todo ello con la inteligencia y quizás porque intuye que la inteligencia es decepción, juega a decepcionar a base de reiterar con convicción de escritor seguro de sí mismo el desencantamiento del mundo weberiano (Entzauberung der Welt), el callejón sin salida de lo inverosímil (como el realismo fantástico de M. Night Shyamalan pero sin retro-explicación final) o de sustituir lo increíble por la imaginación super-real (del amor al optimismo científico juvenil).
A mi parecer, hay ciertos elementos problemáticos (el doble aborto podría suprimirse por simple economía de medios) y algunas imágenes de las literary schools: («Nota la leve embestida del azúcar»). Pero, Cuántas cosas hemos visto desaparecer no es literatura de escuela de literatura sino que hay tanto en sus grandes y valientes aciertos como en sus pequeños olvidos la marca de una gran literatura que conmueve.
Destaco las aproximaciones de Miguel Serrano Larraz como intuiciones ingenuas (bellas) de la profundidad gracias a algunos logros casi fabulosos a añadir a la gran baza de esta novela que es haber sabido captar la esencia de una sensación relativa a sentimientos (con sus correspondencias con las cinco fases de la decepción que apunté atrás. Uno: la detallada fisiología del profesor de la ESO; dos: ciertas elipsis sobre la desaparición del marco rural y su analogía con la ruptura del lazo sentimental; tres: el recurso al restaurante chino como clave de una transformación urbana que funciona a su vez como símbolo temporal); cuatro: la vida como el mito del barco de Teseo (¿sigue siendo el mismo barco aquel que cambió todas sus piezas o cuántas de nuestras células deben cambiar hasta que se quiebre la peligrosa idea de identidad?); cinco: los estupendos párrafos donde flota el contraste entre la instantaneidad del contemporáneo WhatsApp y el reverso pretérito de la espera (y del candor).
Conmueven por lo demás los diálogos intergeneracionales como una sustancia permanente de mujer, y otras sutilezas que cabe celebrar, así la alegría (y no el espanto) que en realidad supone un fantasma al modo de Oscar Wilde, los intentos fútiles de Sonia (en algún punto flaubertiano trasunto de Miguel) de enseñar algo a los jóvenes, y la lucidez de un autor que ha descubierto que cuando se tiene la oportunidad se carece de experiencia y que justo lo contrario acontece al crecer.
¿Cuántas cosas ve uno desaparecer dentro de sí? Por mucho que parezca fascinante el viaje en el tiempo objetivo, los diestros en el manejo de recuerdos sabemos cuántas sorpresas aguardan a los que emprenden un viaje en el tiempo interior. También es posible que ninguno de los dos viajes solucione absolutamente nada (y creo que esa idea la suscribiría un escritor lúcido como Serrano), es decir, no es descartable que tuviera razón Wittgenstein cuando escribió (Tractatus 6.4312) que La solución del enigma de la vida en el espacio y en el tiempo está fuera del espacio y del tiempo.
Y sobre las dos formas de viajar en el tiempo con las que comenzábamos a hablar sobre Cuántas cosas hemos visto desaparecer se me ocurren dos imágenes que pueden venir bien para desaparecer también: El 28 de junio de 2009 a las 12.00 Stephen Hawking se instaló frente a la puerta de entrada de un elegante salón de la Universidad de Cambridge, en Reino Unido, y esperó. El físico no le habló a nadie de la fiesta hasta que esta terminó. Al cabo, envió una invitación con las coordenadas exactas en tiempo y espacio de la gala: Usted está cordialmente invitado al evento para viajeros del tiempo organizada por el profesor Stephen Hawking, decía. Al parecer nadie acudió. La otra imagen es el entierro en 1937, en Nueva York, de una de las más conocidas cápsulas del tiempo para ser descubierta por otro tipo de viajero del tiempo. Si el calentamiento global y nuestros delirios homicidas lo permiten, ese viajero del tiempo sí que llegará pero no es improbable que prefiera atender a su Smartphone.
Quizás la experiencia cotidiana del viaje (no solo en los tiempos del Covid) consista ya solo en recordar. Y de acuerdo con una etimología poética, «recordar» es volver a pasar por el corazón porque en el pasado muchas tradiciones pensaban que el corazón (que se acelera al viajar, evocándola, hacia la persona amada) era el órgano de la memoria, en el bajo latín, «recordare»: re– («de nuevo») y un cordare (formado sobre el nombre cor, cordis: «corazón»). Recordar es pasar dos veces por el corazón. No todos somos conscientes, sin embargo, aunque posiblemente ese sensibilísimo escritor que parece Miguel Serrano Larraz, sí que lo sea, que aunque el tiempo objetivo mantiene un ritmo afín a los referentes astronómicos (un año es una vuelta al sol, un mes un ciclo lunar, un día un viaje de rotación), la selección del segundo como unidad del tiempo objetivo este señalando probablemente desde antiguo ese referente psicológico y viajero más profundo: un latido del corazón.
Hermosos: Viajes al pasado como los de Midnight en Paris (Woody Allen, 2011).
Malditas: cremas del «antienvejecimiento cultural».
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