Al fin nos sentamos sobre un tronco de árbol excavado, en equilibrio inestable. En la popa había un negro de pie, tan flaco que a veces se confundía con la pértiga que usaba para empujar el bote.
La noche antes de viajar en una avioneta al delta del Okavango dormimos en Maun. Las cabañas estaban al borde de un río, creo que el Thamalakane. Este nombre añade un innecesario matiz de exotismo y verosimilitud a la historia. Habíamos atravesado una parte del desierto de Kalahari y estabamos cansados, y algo sorprendidos, por la altura de los hormigueros que había a lo largo del camino. Medían más de dos metros, así que no quería imaginar el tamaño de sus habitantes. Desde nuestra cabaña, veíamos una parte del río, nos dijeron que había hipopótamos y que eran más peligrosos que los cocodrilos. También los búfalos son peores que los leones. Pero, por el momento, solo nos preocupaban los mosquitos y la posibilidad de contraer malaria.
Nos acostamos y, como a las tres de la madrugada, me despertó un zumbido. Encendí la luz. Inmediatamente, me olvidé de los mosquitos: en el techo de paja habia una enorme araña a la altura de mi cama.
Desperté a mi mujer y estuvimos pensando qué hacer. Buscar a los encargados de las cabañas era una tarea imposible: no había teléfono y hubiera sido necesario salir a la noche y atravesar un terreno oscuro, desconocido y amenazador. Después de un largo rato de dudas, me puse de pie sobre la cama con una zapatilla en la mano, pero no solamente no llegaba, sino que, además, el colchón se movía como un bote en alta mar.
Consideramos la posibilidad de apagar la luz y seguir durmiendo como si no pasara nada –yo había visto una escena parecida en una película-, pero la simple posibilidad de que la araña se moviera nos resultaba insoportable. Especialmente a mí, que la tenía encima. La única posibilidad era colocar una pequeña silla sobre la cama, sostenida por mi mujer, para que yo pudiera alcanzar el objetivo.
Mientras hacía equilibrio para no caerme, pensé en el ruido que haría la araña si la conseguía aplastar con la zapatilla. Era tan grande que no me hubiera sorprendido que pudiera hablar e, incluso, gritar. La otra alternativa, mucho más aterradora, era que yo fallase el golpe y el animal llamase en su auxilio a otros compañeros o se escapase corriendo, y se escondiera en un lugar inaccesible para continuar acechando o, peor aún, que me cayese sobre la cara.
Tras bajar de la silla, nos quedamos dudando por lo menos una hora. Finalmente, en un rapto de osadía que aún hoy me sorprende, subí, calculé la distancia, cerré los ojos y golpeé con la zapatilla. Oí un sonido similar al que se siente cuando uno pisa algo blando y hueco, y la araña cayó hecha una bola al costado de mi cama. De cerca, parecía mas pequeña que de lejos.
Al día siguiente, la chica que vino a limpiar no se sorprendió demasiado, aunque me dijo que la araña era peligrosa: en realidad, habíamos tenido suerte, ya que en otra cabaña, hacía unos días, habían encontrado una mamba negra.
Mientras íbamos hacia la pista de tierra donde estaba estacionada la avioneta que nos llevaría al Okavango, estábamos relativamente tranquilos, aunque con una sensación de extrañeza por la falta de sueño. La única precaución que teníamos que tomar allí era evitar que nos salpicara el agua, porque estaba infestada de un parásito que podía entrar por los poros de la piel y, a través de la sangre, formar quistes en el hígado o el cerebro.
Después de un vuelo de una hora llegamos a una isla. Estuvimos un rato merodeando hasta que estuvieran listas las cosas para el paseo. Al fin, nos sentamos sobre un tronco de árbol excavado, en equilibrio inestable. En la popa había un negro de pie, tan flaco que a veces se confundía con la pértiga que usaba para empujar el bote.
Siempre me impresiona, retrospectivamente, la ausencia de indicios previos a cualquier situación molesta, o desagradable, o, incluso, dramática. Como la lógica no existe en el desarrollo de los acontecimientos, el episodio de la araña no nos preparó para enfrentar con calma el del cocodrilo, que ocurrió esa tarde mientras navegabamos por el delta.
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