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Una casa cualquiera, una vida cualquiera. «La casa», de Paco Roca.

En Cultura 27 enero, 2016

Pepo Pérez

Pepo Pérez

PERFIL

Tras una cumbre artística como Los surcos del azar (Astiberri, 2013), el valenciano Paco Roca ha publicado hace un mes su nuevo trabajo, La casa (Astiberri, 2015), una novela gráfica en la que cambia de registro sin perder su impulso artístico ni sus inquietudes como narrador. Y, según como se mire, bien podría ser su mejor obra hasta la fecha.

En una página de La casa, quizás LA página, vemos un contenedor de los que se usan para desalojar escombros en una obra. En él, acumulados sin orden ni concierto como se amontonaban las basuras, hay una serie de enseres y muebles corrientes a los que no prestaríamos atención si los viésemos por la calle. El historietista, sin embargo, ha creado un diagrama con viñetas que señalan con flechas a algunos de esos objetos, mostrando sus implicaciones en la vida y memoria de un hijo y sus padres: la mesa camilla donde el niño hacía sus deberes, ahora arrumbada, el sofá donde veía la televisión junto a su padre, la lámpara de color en la mesilla de noche que iluminó sus lecturas de infancia, los zapatos que usaba el padre ya anciano, etc.

La casa (Paco Roca, Astiberri)

La casa (Paco Roca, Astiberri)

La página bien podría servir de resumen del libro, temático y formal. Paco Roca (Valencia, 1969) rinde homenaje al padre muerto a través de los objetos, muebles y plantas que habitan en una pequeña casa de campo que construyó con sus propias manos, y lo hace además acudiendo a recursos específicos del cómic que permiten visualizar simultáneamente todos esos momentos del tiempo, ahora perdidos como lágrimas en la lluvia en el maremágnum de un contenedor. Si los objetos alrededor de los cuales se tejieron las mallas de esas vidas van al vertedero, Roca parece preguntarse adónde van los instantes vividos con ellos.

La casa (Paco Roca, Astiberri)

La casa (Paco Roca, Astiberri)

Roca estructura su narración con una impactante página inicial en la que el padre, anciano, abandona la casa. Lo que sigue es un desfile de sus tres hijos que, conforme vuelven a visitar la casa, ahora cerrada tras la muerte del progenitor en elipsis —la madre murió tiempo atrás, como se alude en el texto—, invocan la memoria de la vida familiar, con sus buenos y malos momentos, a través de todos los lugares y objetos que rodean la pequeña casa de campo. Una casa que implícitamente ejemplifica las costumbres españolas de esa generación de posguerra cuya mejora social en los sesenta y setenta se tradujo en la posibilidad de comprar un coche o autoconstruirse una modesta segunda residencia.

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Acudiendo a abundantes anacronías y a un excelente uso de diferentes paletas cromáticas, Roca consigue simultanear en la página el presente y el pasado, hasta hacer de ese tiempo perdido el tema principal de la narración. Entre la magdalena de Proust y lo “infraordinario” de Perec, Roca escribe los mejores diálogos y dibuja las mejores viñetas de su carrera (hasta el momento) para escenificar con gran sensibilidad un sentido homenaje al padre fallecido a través de decenas de objetos y lugares, todos asociados a recuerdos secretos de cosas ínfimas: el barril donde los niños se dieron un baño bajo el sol abrasador del pleno verano, la higuera que no termina de dar frutos, la persiana sacada de la guía, la cisterna que quedó sin arreglar, la televisión conectada a la batería del coche porque se ha ido la luz, como tantas veces se iba en aquella España precaria. Lugares y enseres humanizados porque son esas pequeñas cosas, esos miles de instantes corrientes, los que hacen una vida. Porque, a la postre, la verdadera felicidad es bañarse en agua helada durante uno de esos veranos infinitos de la infancia.

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