Las últimas noticias relacionadas con el mundo de la construcción anuncian que estamos saliendo de la crisis, que la situación está mejorando y que ya se empieza a notar movimiento en el sector. Aunque los medios se hagan eco de eso, lo cierto es que para algunos profesionales la crisis continúa. Ya han pasado 10 años desde que comenzó.
Al poco tiempo de su inicio, en 2011, se estrenó la serie Crematorio escrita y dirigida por Jorge Sánchez-Cabezudo basada en la novela con el mismo título del escritor valenciano Rafael Chirbes. Es curioso que su fecha de publicación coincida con la del comienzo de la crisis y que un año después, en 2008, recibiera el Premio nacional de la crítica. Esta circunstancia convirtió a Rafael Chirbes en un visionario, pues a lo largo de sus 450 páginas anticipó algunos de los problemas que todavía hoy padece la Comunidad Valenciana.
La reciente lectura del libro me ha llevado a pensar que, aunque existen diferencias entre este y la serie, lo más interesante es que a través de la narración Chirbes pone de manifiesto algunos de los casos de corrupción urbanística destapados durante los últimos años, el gasto y despilfarro de los grandes eventos y el coste de las supuestas obras emblemáticas de las que fuimos testigos y que situaron a la Comunidad Valenciana en los primeros puestos.
Pero quizás, lo que más me llamó la atención de la novela es el conflicto moral que plantea: ser arquitecto y, a la vez, promotor-constructor, cuando la profesionalidad y el servicio a la comunidad pierden sus reglas (normativa) y se someten a las del dinero y el poder, auténticos motores y ejes de todo.
Qué se le va a hacer, le decía a Matías que no acababa de entender que, a pesar de lo que digan los libros, un constructor es siempre más que un arquitecto: el dinero siempre vale más que las ideas, porque puede ponerlas a su servicio. Le decía bromeando: Como constructor soy dueño de mí mismo, propietario de mi otro yo, del arquitecto. El arquitecto es un empleado del constructor.
Esta última reflexión es la que me hizo pensar con tristeza en los difíciles momentos que atraviesa mi profesión. En la novela vamos conociendo a los diferentes personajes a través de sus soliloquios, donde se mezclan reflexiones con sentimientos, anhelos con decisiones, dándonos una imagen muy aproximada de esos años de boom inmobiliario, en los que las costas empezaron a crecer, horizontalmente y verticalmente, de forma desproporcionada y sin control.
En el centro de todos ellos se encuentra Rubén Bertomeu, el arquitecto/constructor interpretado por el fallecido actor Pepe Sancho. Un personaje complejo que ha renunciado a sus sueños de juventud y a una profesión (la de construir casas) que amaba y, cuyo único objetivo era ganarse la vida haciendo lo que le gustaba (para lo que había estudiado), tener un buen coche y comer en buenos restaurantes.
Rubén es la antítesis de otro gran personaje, el arquitecto Howard Roak, protagonista de la película El Manantial (1949) dirigida por King Vidor y protagonizada por Gary Cooper, basada en el libro del mismo título de la escritora estadounidense Ayn Rand.
Ambas, serie y película, tienen en común la acusada personalidad de su protagonista principal, un arquitecto. Pero mientras El Manantial se convierte en toda una declaración de principios a favor de la arquitectura y pone de manifiesto lo difícil que resulta, a día de hoy, ser fiel a uno mismo defendiendo una profesión cada vez menos valorada por la sociedad, algo prácticamente imposible de conseguir, porque sin darnos cuenta hemos establecido una dinámica en la que parece que el trabajo no cueste nada. La competencia entre profesionales es cada vez mayor y las reglas del juego son demasiado estrictas.
Y ahí radica la importancia de Howard, un individuo que se opone al sistema para demostrar no solo su talento sino también esa necesidad de ponerse en valor él y su trabajo.
Sin embargo, en el caso de Crematorio, el alma de Rubén Bertomeu, es infectada por un sistema y una sociedad regidos por la especulación y el dinero. Así a medida que avanza la trama, en forma de flashbacks y recuerdos, asistimos a la muerte del arquitecto y al renacer del promotor-constructor-empresario, cuyo objetivo final es el dinero y el poder, sin importarle los métodos que deba utilizar para lograrlo. Los anhelos desaparecen y las decisiones tomadas retratan y muestran a lo largo de los ocho capítulos de los que está compuesta la serie, la decadencia de una sociedad formada por los nuevos ricos, dedicados a amasar fortunas, vivir y exprimir la vida al máximo, ajenos a los delitos y la destrucción del paisaje que se estaba produciendo a su alrededor.
El arquitecto pierde la batalla frente a la sociedad y se pierde en ese maremágnum de conceptos: economía calidades medias, satisfacción personal, necesidades del cliente, rentabilidades, beneficios, poder, riqueza…
Atrás quedan esos sueños de juventud de ganar un premio FAD o aparecer en las revistas de arquitectura y, poco a poco, la idea de que un arquitecto es alguien que resuelve los problemas de alojamiento de la gente se desvanece y cede paso a otra que sienta un principio: el mejor arquitecto del mundo es aquel que consigue la mejor relación entre comodidad y economía del cliente. Es decir, construir a un precio asequible con unas calidades medias para obtener el máximo beneficio porque, tal y como reconoce el protagonista en una parte del libro y de la serie, hay que saber ganar el dinero.
Los ricos nunca pueden ser demasiados Traian. Si muchos tienen mucho dinero el dinero pierde valor, ya no es útil, así de sencillo […] para que se lo lleven otros, me lo llevo yo.
Tanto Rubén como Howard tienen una relación compleja con el resto de personajes. La diferencia es que Rubén no está solo al frente del imperio que ha creado sino que está acompañado por cuatro mujeres (hija, mujer, nieta y madre) quienes rechazan y critican la actitud y maneras del patriarca de la familia, pero sin oponerse a ellas. Únicamente reclaman y exigen su parte del pastel. Sin embargo en el caso de Howard, está solo y los personajes de su alrededor intentan manipularlo, obstaculizando su progreso y su crecimiento profesional.
Otra diferencia notable es que Howard apenas tiene dinero, mientras que Rubén sí y con la ayuda del abogado Zarrategui, interpretado por Pau Durà y del concejal de urbanismo del Ayuntamiento, Llorens, interpretado por Manuel Morón, conseguirá sus propósitos. Existe cierto paralelismo entre este último y el personaje de la película, Peter Keating, arquitecto y alter ego de Howard Roak.
Ambos son tipos de carácter débil, con una personalidad moldeable al servicio de las voluntades de los demás e incapaz de defender sus propias convicciones, codiciosos, miserables y envidiosos. Personas cuya conciencia les pesa, les hace sentir mal después de realizar cosas que saben inmorales –las continuas modificaciones de ley en beneficio propio para sacar tajada, en el caso del concejal o en el de Peter atribuirse la autoría de algunos proyectos de Howard, en el caso de Peter–, todos son individuos que anteponen la riqueza y el afán de dinero sobre la moral.
Así, mientras El Manantial es la versión utópica del buen ejercicio de la profesión de la arquitectura, Crematorio es un retrato crudo sobre la ambición y el deseo de poder, en el que se nos muestran las consecuencias de un mal ejercicio de la misma.
Si analizamos lo que está sucediendo hoy en día podemos observar que no solo la profesión de arquitecto ha perdido prestigio respecto de la que tuvo tiempo atrás; otros profesionales padecen los mismos síntomas: escritores, periodistas, maestros, ingenieros, diseñadores, músicos, médicos. Hoy en día se valora poco el esfuerzo, la creatividad, la dedicación a un trabajo, a una vocación, y se busca el resultado rápido, fácil y económico. Se trata de ganar el mayor dinero posible con el mínimo esfuerzo y en el menor tiempo. Si a estos factores unimos además, el extenso patrimonio inmobiliario del que disponemos y su mal uso.
No bastaría con escribir en un papel todas las cosas negativas y quemarlas, pensando que con ello se solucionaría el problema, además, deberíamos tratar de recuperar valores perdidos como el amor al trabajo, la dedicación a una vocación, el respeto por el ser humano y la capacidad de gestionar de manera responsable nuestro patrimonio, sin perder de vista que la misión del arquitecto es dar servicio a la comunidad y satisfacer una las necesidades del ser humano, modificando el ambiente.
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