Entre 1968 y 1978 se estrenaron cuatro películas seminales que redefinieron el cine de terror, cuatro películas cuya huella se puede rastrear en buena parte de lo que el género dijo en años posteriores. Por orden cronológico, estas cuatro películas fueron La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968, George A. Romero), La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, 1972, Wes Craven), La matanza de Texas (The Texas Chain Saw Massacre, 1974, Tobe Hooper), y La noche de Halloween (Halloween, 1978, John Carpenter).
El denominador común de las cuatro propuestas es su mirada hacia el Mal como un parásito arraigado dentro de la sociedad estadounidense, no fuera. Estas películas no buscaron a sus malvados en el espacio exterior, como el género había hecho con clásicos como La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956, Don Siegel) o El enigma de otro mundo (The Thing from Another World, 1951, Christian Nyby). Tampoco buscaron el miedo en seres de fantasía, como la serie de películas de monstruos de la Universal.
Estas películas miraron directamente al corazón de Estados Unidos, encontraron el Mal en sus calles, en sus plazas, en sus casas, en sus familias, en sus carreteras. En sintonía con unos tiempos convulsos en los que los estadounidenses se dieron cuenta, de golpe, de que su propio gobierno les había engañado (Watergate, Vietnam…), el cine de terror se empeñó en demostrar que lo maligno no provenía necesariamente del espacio ni hundía sus raíces en la fantasía, sino que residía en ciudadanos que pertenecían al paisaje cotidiano: el niño Michael Myers de La noche de Halloween, los ejecutivos con traje y corbata transformados en zombis de La noche de los muertos vivientes, incluso los delincuentes de La última casa a la izquierda.
En aquella fabulosa década de los años 70, no fueron las únicas películas que exploraron el miedo desde similares puntos de vista. Títulos como El otro (The Other, 1972, Robert Mulligan), El exorcista (The Exorcist, 1973, William Friedkin), o La profecía (The Omen, 1976, Richard Donner), también dibujaron una fotografía inquietante de conceptos socialmente establecidos como la infancia, la familia o la religión. Pero se trataba de producciones de estudios destinadas al gran público y, por lo tanto, conservadoras tanto en la forma como en el fondo. Apenas arañaban la cuestión del Mal como parte de la propia sociedad yanqui, cuestión que, con presupuestos mucho más exiguos pero también con mayor libertad creativa, Romero, Hooper, Craven y Carpenter sí que mostraron de manera directa y brutal: eran las deformaciones de una sociedad podrida en su interior.
Estas deformaciones alcanzaron seguramente su punto álgido en la familia de carniceros de La matanza de Texas , porque de esas cuatro películas, si hubo una que destruyó para siempre el sueño americano, el concepto de Estados Unidos como tierra de prosperidad y oportunidades, fue esta. Poco margen quedaba para el futuro y la esperanza, cuando el núcleo fundamental de la sociedad estadounidense, la familia, quedaba hecho añicos con estos matarifes degenerados, violentos, sádicos.
Hooper reventó estos ideales desde dentro, al colocar como víctimas propiciatorias a unos hippies flower-power, perfecta representación de los ideales de libertad que invadieron la sociedad de EE.UU. en la segunda mitad de los años 60. Masacrados uno a uno, lo que Hooper destruye en realidad son precisamente esos aires de renovación, destruye la esperanza en un futuro mejor para todos, la esperanza de un bienestar de clase media acomodada y próspera. El sueño americano, en pocas palabras.
Aunque no se ha relacionado demasiado, la filmografía de Hooper en los años inmediatamente posteriores a La matanza de Texas incidió nuevamente en esta profanación del sueño americano, aunque ya no desde una aproximación tan extrema. En su siguiente película, Trampa mortal (Eaten Alive, 1976), la institución familiar era otra vez maltratada, esta vez como víctimas del psicópata propietario de un hotel y de su mascota, un cocodrilo. En La casa de los horrores (The Funhouse, 1981), ya en plena fiebre slasher, los adolescentes de turno (el futuro del país) son masacrados en una atracción de feria cuando solo buscaban una noche de diversión.
Y aunque su andamiaje de gran producción pueda desorientar, ¿qué es Poltergeist (1982) sino la crónica de la demolición de la sagrada institución familiar estadounidense? No casualmente la película comienza con un televisor emitiendo el himno de la nación. El momento es solemne, idílico: himno, televisor (símbolo del bienestar), y familia de clase media. Todo en orden. Pero es una realidad que Hooper hace añicos cuando al final se descubre que el origen de los espíritus que atormentan a los Freeling reside en la propia degeneración del progreso estadounidense: su casa está construida sobre un antiguo cementerio del que, para ahorrar en costos, nadie se molestó en trasladar a otro sitio sus tumbas. Era el certificado de defunción del sueño americano: cuando todo valía para construir la prosperidad, los valores propios de ese desarrollo están putrefactos y esa prosperidad está inevitablemente podrida.
Después de Poltergeist, Hooper se dejó engullir por los aires reaganianos que impregnaron la cultura de la década de los 80. El cine de terror volvió a buscar excusas en ataques externos a los que había que neutralizar, y de ahí surgieron Lifeforce. Fuerza vital (Lifeforce, 1985) e Invasores de Marte (Invaders from Mars, 1986). Su regreso al universo de Leatherface con Masacre en Texas 2 (The Texas Chainsaw Massacre 2, 1986) no tuvo ni el éxito popular ni el impacto cinematográfico del original, y con todo es una muy defendible película que incrementa exponencialmente el gore (los años 80 son los años donde el cine de terror se vuelve explícito), y que tiene unos últimos 30 minutos tan locos que devienen absolutamente inolvidables.
A partir de ahí, la carrera de Hooper se desliza por una pendiente de películas o mal resueltas o mal estrenadas, cuando no productos direct-to-video o incluso las tres cosas al mismo tiempo. Su filiación al terror no se puede discutir: en su filmografía es imposible encontrar ni un solo largometraje que no se esconda dentro de los límites del género. Una fidelidad que en los casos de sus tres colegas no llegó a tales extremos (Craven tiene Música del corazón, Carpenter tiene Starman o incluso Golpe en la Pequeña China, Romero tiene Los caballeros de la moto), pero que a Hooper no le reportó en 30 años ni un solo título digno de mención con la única salvedad de La masacre de Toolbox (Toolbox Murders, 2004).
Sintomático de esta decadencia es el hecho de que su última película antes de su muerte, Djinn (2013), es una producción con bandera de los Emiratos Árabes Unidos rodada íntegramente en ese país.
Ya no había espacio para Hooper en la América que él mismo había destruido en los años 70.
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