Si bien se trata de un corredor de fondo de la televisión y del cine independiente estadounidense, muchos descubrimos la figura de Sean Baker gracias a Tangerine; una película rodada con tres iPhone 5s que recuperaba el estilo callejero y vivo de John Cassavetes y el Jim Jarmusch de los noventa en una historia divertidísima y colorista que ponía en el centro a una prostituta transexual y sus desventuras en los bajos fondos de Hollywood. Tangerine fue y sigue siendo un triunfo por la manera en que daba la vuelta a una realidad y a unas situaciones que podían caer en lo marginal y lo sórdido; algo que conseguía gracias a la frescura de los diálogos, a unos actores que irradiaban naturalidad, y a una puesta en escena que era capaz de captar la belleza de las zonas menos glamurosas de Tinseltown.
Tangerine apenas costó 100.000 dólares, pero su éxito en el circuito de festivales le ha permitido a Baker crecer aún un poco más como director. Y es que con The Florida Project, su película más cara (2 millones de dólares), el cineasta neoyorquino firma una obra de madurez que le confirma como uno de los grandes nombres del cine yanqui actual. Una cinta que amplía las ideas y mejora todo lo apuntado en su anterior obra.
Siguiendo una fórmula parecida a la de Tangerine, lo que hace Baker aquí es mostrar, esta vez casi en clave de realismo mágico (esa fotografía impresionista de Alexis Zabe y esos colores vivos que son casi un personaje más), el día a día de un motel situado en la periferia de Disneyworld. Lo hace a través de los ojos de un grupo de chavales capitaneados por una niña de seis años rebelde y traviesa (una estupenda Brooklynn Prince). El edificio es un lugar marginal y habitado, en su mayoría, por desheredados, lumpen white trash y turistas despistados. Ahora bien, en el universo propio y en formato panorámico que presenta la película, el bloque de viviendas hace honor a su nombre, Magic Castle, ofreciendo aventuras diarias (unas divertidas y otras amargas pero sin caer nunca en el tremendismo) a sus inquilinos.
A esa joie de vivre (en The Florida Project se celebra la vida, sin obviar los momentos agridulces) asiste como espectador y a veces también como participante el conserje y guardián del castillo, interpretado con una verdad desarmante por un inolvidable Willem Dafoe (merece el Oscar al Mejor actor secundario al que está nominado); la secuencia en la que Dafoe se deshace de un anciano pedófilo es un prodigio de tono y está resuelta con una chispa sorprendente.
En The Florida Project Baker dialoga con el cine de Harmony Korine pero sin caer en la crudeza y en la sordidez de los primeros filmes del cineasta californiano. Sirva como ejemplo la subtrama de la progresiva caída en desgracia de la madre soltera –tremendo descubrimiento el de Bria Vinaite, que debuta aquí como actriz y que, atención, en breve la veremos en lo próximo de Korine– de la niña protagonista , descrito con sensibilidad y sin hacer juicios morales.
Lo que comparten Baker y Korine es su voz como cronistas de los desheredados de Norteamérica, y su capacidad para mostrar, gracias a la puesta en escena, la belleza de las zonas marginales de los Estados Unidos. Eso sí, el director neoyorquino tiene su toque personal: una capacidad sobrehumana para encontrar el sentido de la maravilla en lo cotidiano –los paseos de los niños por los outlets, heladerías y zonas abandonadas adyacentes a Disneyworld–, y una defensa, en este caso concreto, de la fantasía y del juego como escape a la vida real.
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