El periodo de ir al cine los domingos de la mano de mi padre fue languideciendo, al tiempo que iba descubriendo lo que significaba salir con los compañeros de colegio, con quienes conocí la grandiosidad que en aquellos tiempos tenía el hecho cinematográfico: ir al cine no tenía por qué ser únicamente el acto de presenciar una película. Por el contrario, estar una tarde en una sala de cine era apropiarte de un territorio, y explorarlo y explotarlo una y otra vez. O algo así creíamos.
Cuando era adolescente, todas las ciudades de España estaban repletas de cines, algunos buenos, selectos, elegantes y con cartelera de estreno, pero los más eran de sesión continua, de reestreno, modestos, baratos y bulliciosos. Su cartelera era muchas veces difusa y cambiante, y para saber lo que había ese día funcionaba mucho el boca a boca o ir a la misma puerta del local a ver qué es lo que echaban.
Sólo en las inmediaciones de la calle Bravo Murillo, en el barrio de Tetuán, al norte de Madrid, en los años 70 había más de 15 cines, a los que hay que añadir las salas de los colegios y parroquias. Cines históricos arraigados al barrio como el Chamartín, Versalles, Murillo, Tetuán, Carolina, Lido, Europa, Montija-Condado o el Cristal…
Había cines de reestreno por toda la ciudad, desde las inmediaciones de la Gran Vía a Chamartín, pasando por Vicálvaro, Hortaleza y Carabanchel. Desde el cine Zafiro en Ciudad los Ángeles, al Oraa, luego sala Duplex, en el Barrio de Salamanca. Por el barrio de Concepción y Las Ventas: el Texas, Las Vegas, Concepción, San Remo, Canciller…
Barcelona estaba muy bien servida: Arenas, Vallespir, Atlanta, Dorado, Vergara, Rialto, Spring, Dante, Niza, Sanllehy, Avenida de la Luz, Texas… En Valencia estaba el Boston, Astoria, Capri, Castellar, Castilla, Suizo, Junior (antes Oriente), Paz… El cine del colegio San José… En Sevilla el Delicias, Fantasio… En capitales pequeñas y municipios grandes de comarca no faltaban los cines. En Guadalajara se llamaban Imperio, Moderno y Coliseo Luengo. En Jaca se llamaba Astoria… En Cornellà de Llobregat se llamaba Pisa… En Castellón se llamaba Saboya… También funcionaba mucho el cine de parroquia o de colegio: En Madrid, el cine del colegio de los Salesianos, el de la iglesia de San Amaro… En Pamplona, estaba el Salón Champagnat de los Hermanos Maristas, el Salón Loyola de los Jesuitas, el Oscus…
En los cines de barrio echaban películas de todo tipo y muchos de sus títulos no los hemos vuelto a ver jamás en ningún tipo de reposición: Rififí en Ámsterdam, El bikini rojo, El tesoro del capitán, Reto a los asesinos, Los monstruos del terror, Zorrita Martínez, Ocaso de un pistolero…
Con el paso del tiempo, nos dimos cuenta de que algunas películas no eran tan malas e, incluso, algunas pasaron a ser cintas de culto. Eso pasaba con algunos spaguetti western rodados en España, como la “trilogía del dólar”, de Sergio Leone (Por un puñado de dólares, La muerte tenía un precio y El bueno, el feo y el malo), o la saga protagonizada por Christopher Lee: El regreso de Fu Manchú, Fu Manchú y el beso de la muerte o El castillo de Fu Manchú. También mucha serie B de Estados Unidos o algunas películas vanguardistas en su momento de estreno: La mosca, El ladrón de cadáveres, El hombre que tenía rayos x en los ojos, La mujer pantera, La humanidad en peligro, Invasores de Marte, La invasión de los ladrones de cuerpos, La pequeña tienda de los horrores, Calles de fuego, The Rocky Horror Picture Show…
También veíamos mucho cine español. Cine con títulos que recordamos mucho mejor que la misma película: La gran familia, Los económicamente débiles, Ellas los prefieren… locas, Recluta con niño, Tres de la Cruz Roja, Hoy como ayer, Los chicos del Preu, Lo verde empieza en los Pirineos, Botón de ancla, El calzonazos, La liga no es cosa de hombres, Eva, limpia como los chorros del oro; Cateto a babor, 091, policía al habla; Tres suecas para tres Rodríguez, Objetivo: bi-ki-ni, No desearás al vecino del quinto, Vampyros lesbos, Un curita cañón, El fascista, doña Pura y el follón de la escultura…
Si llegabas pronto, ponías un jersey en la butaca de al lado, para reservar sitio a la persona con la que habías quedado, y cuando llegaba en plena oscuridad tenía que gritar tu nombre en alto por toda la sala para localizarte (no había móviles para enviar un estoy entrando y recibir un ya te veo o un ya estas tardando, cabrón). A veces los niños teníamos que cambiar de sitio si la persona que se sentaba delante era muy alta. La gente se movía mucho, entraba y salía, iba al baño o al bar a buscar chucherías. Al fondo de la sala estaba la “fila de los mancos”, escondrijo de parejas que se besaban y metían mano, según el grado de confianza, pero también en función de la penumbra del local y la tolerancia del acomodador y del mismo público presente.
Con frecuencia, si era pronto y la película, o la tarde, se ponía interesante, nos quedábamos un rato más o la veíamos dos veces. Era una placer especial en el que coincidíamos con Italo Calvino quien, de una manera más elaborada que la nuestra, deducía que ver el inicio de la película cuando ya se conocía el desenlace brindaba satisfacciones adicionales: descubrir, no la solución de los misterios y de los dramas, sino su génesis. Así era, también, nuestro amor por las salas de cine.
Pero la verdad verdadera era que acudíamos al cine no solo a ver una película sino a pasar la tarde, a comer, a salir y a entrar, a reír, a aplaudir si llegaban los buenos o la pareja se besaba, a gritar si tardaba en empezar la sesión, a conocer gente, a hacer el gamberro hasta que te echasen a la calle… ¡Una tarde fantástica!
Lo primero que uno notaba al entrar en la sala era el olor. El olor era parecido en todos los cines de reestreno pero la intensidad del aroma fluctuaba. Cuanto más modesta y periférica era la sala, el olor a ácido clorhídrico era más intenso. A veces el salfumán se les iba de las manos y aquello irritaba las pituitarias una barbaridad. En algunas salas se usaba Zotal, producto extremo, ya que además de ser desinfectante era bactericida y antiparasitario para evitar que el público saliera del cine lleno de piojos, pulgas y garrapatas.
Zotal fue creado por la empresa Burgoyne Burbidges de Londres, en 1741. Llegó a España a través del andaluz José Tejera de la Torre quien obtuvo la concesión para su comercialización, estableciendo su negocio en 1909 en Camas, Sevilla. Laboratorios Zotal hoy sigue teniendo su sede en Camas y es una de las empresas familiares españolas más antiguas y con el mismo origen accionarial desde su fundación.
Ahora es diferente; los desinfectantes suelen ser a base de cloruro de benzalconio, por lo que son prácticamente inodoros y pasan como aromas agradables. Ahora el olor de las salas es único y hegemónico: palomitas, palomitas y más palomitas.
En esos años, cada sesión de cine iba construyendo su propio universo aromático y cada asistente tenía su propia experiencia en el viaje de sensaciones que transita desde la cavidad nasal al bulbo olfatorio, en el cerebro. Y es que era factible que el niño de delante estuviera comiendo un bocadillo de anchoas, el de la derecha uno de tortilla y la señora de atrás estuviese pelando una naranja. Con esa mezcla de olores en la cabeza, mi interpretación de, por ejemplo, 2001, odisea del espacio tiene que ser, a la fuerza, única e intransferible.
El primer sonido que se oyó en un cine español no fue el de las castañuelas de Concha Piquer con imágenes de Lee De Forest (1924), ni El Cantante de Jazz (1927), ni El misterio de la Puerta del Sol (1929). El primer sonido que se oyó en una sala de cine fue el crujir de las pipas de girasol.
El cine Doré, en el madrileño barrio de Lavapiés, inaugurado en 1912 y hoy sala de exhibiciones de la Filmoteca Nacional, fue uno de los primeros cines de sesión continua de España, con pases que empezaban a las tres de la tarde hasta las dos de la madrugada. En este cine, era tan sonoro el concierto de chasquidos de pipas en la boca de los asistentes que se le acabó llamando “El palacio de las pipas”.
Mi cine de cabecera era el Adriano, en Barcelona. Mi pandilla estaba integrada por una docena de niños de los que la mitad éramos fijos de plantilla y acudíamos sin faltar a la cita sabatina. No es este el espacio para explicar qué hacíamos exactamente dentro del cine, pero sí puedo asegurar que fue muy raro el sábado que no acabásemos expulsados de la sala. Un día llegue una hora tarde y ya estaba toda la peña en la calle.
Mi especialidad no podía ser otra que la manipulación de alimentos, en concreto los altramuces (tramussos, chochos…) en remojo. Nos poníamos en primera fila del anfiteatro (piso de arriba), machacábamos los altramuces en remojo en su cucurucho de papel y esperábamos un momento de silencio o tensión en la sala. En el momento preciso uno emitía una sonora y angustiosa arcada (a mí me encantaba hacer ese papel) al tiempo que otro soltaba la papilla de altramuces hacia la platea. El efecto era devastador. Gritos, llantos, estampidas, insultos. Y minutos más tarde la linterna del acomodador buscaba a los culpables por el patio de butacas…
El bar del Adriano era reducido pero muy bien abastecido. Si no recuerdo mal se despachaba desde una barrita del vestíbulo y una ventana que daba a la calle. Allí comprábamos los altramuces, chufas, garbanzos tostados y enharinados (torraos), pastillas de leche de burra, chicles Bazoka, Cheiw, Adams, Dunkin, Cosmos… El regaliz Zara, los bollitos Bony, pastelitos Tigretón, Bucaneros, Pantera Rosa… Caramelos masticables tipo Sugus y Darlin… los Pez, Palotes, Saci… Bolsas de Conguitos, de patatas fritas Matutano, tubos de Lacasitos, magdalenas Glorias, sobres de sidral Bragulat o litines Barrachina. Y bebíamos a morro o en pajita de las botellas de Pepsi, Coca Cola, Royal Crown, Trinaranjus, Canada Dry, Orange Crush, Mirinda o Fanta. Bueno, y la bolsa de pipas. Muchas bolsas de pipas, por cabeza y por tarde.
Las pipas son ricas en proteínas, en fibra vegetal y en grasas insaturadas, y tienen elevados niveles de ácidos grasos esenciales, minerales y vitaminas, especialmente las vitaminas E, A, B1 y B2. Pero eso, vamos a ser claros, nos la soplaba. El ardor infernal de la sal en los labios agrietados, la lengua con una sensibilidad equiparable a la de pelota de tenis y una garganta reseca como un arenque nos resultaba mucho más importante.
Yo solía comprar las pipas sin marca, en una bolsita de plástico transparente. Me atraían no por el sabor si no por la gran cantidad de sal que llevaban; venían apelmazadas en pelotones de tres o cuatro pipas; era una suerte de argamasa hecha a base de pipas, agua, sal y calor.
Por toda la península se vendían toneladas de pipas, aunque había dos zonas muy potentes: Andalucía y el País Valenciano. Como excepción de la regla nos encontramos con el imperio Facundo, No quiero irme de este mundo sin probar pipas Facundo, creado en Villada (Palencia) en 1944 por Facundo Blanco y su mujer Lola de la Fuente.
En la zona mediterránea, la marca histórica era Churruca, fundada en 1932 por la familia López Lluch en Quart de Poblet (Valencia). También tenía fuerte influencia Grefusa, empresa creada en Valencia por Gregori Furió, en 1956. En 1990, lanzan El Piponazo, la primera pipa extra grande del mercado y en 2001 sacan Pipas G Tijuana, las primeras pipas con sabor. En 1975 se pone en marcha El Manisero, una empresa familiar de la mano de Salvador Vilar en Manises (Valencia). En 1963, en Maçanet de la Selva (Girona), Josep María Viader Alegría pone en marcha Frit Ravich.
A mediados de los 60, se funda en Marchena (Sevilla) la reina de las pipas en los cines andaluces de la época, Kelia, hoy miembro del grupo industrial Mercadalia. En 1969, en Granada se funda Dakota, de la empresa Sol de Alba. En los años 70 aparece en La Huertezuela (Granada) Doña Pipa, el paquete del elefante rosa, de la mano de Antonio Rodríguez Cascales. En Sanlúcar la Mayor (Sevilla) se desarrolla a partir de los años 80 la empresa Reyes, fundada por Antonio Reyes Carmona.
En 1965, en Vallecas (Madrid) se pone en marcha La flor de las Cortezas, empresa que poco después, desde Torrejón de Ardoz empieza la comercialización de las pipas Gancedo.
Es difícil imaginar hoy que en una tarde de sábado de esa época podía haber, al tiempo, millones de personas cascando y escupiendo pipas con avidez y destreza profesional por todos los parques, cines, aceras, plazas y calles mayores de España. Pero así éramos. Y por eso, seguramente, ahora somos así.
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