Había conseguido esconderse a la sombra del último de Filipinas en que se ha convertido Kirk (Douglas), para así pasar desapercibido. Para muchos entre los que me incluyo, hace décadas que vivía en el otro barrio, donde desconocemos si los zapatos de claqué suenan como aquí. Incluso quiero recordar haber leído su obituario, casi seguido del de Paul Newman. Pero no. A día 22 de febrero de 2019, Stanley Donen aún seguía bailando entre nosotros.
El haber alcanzado la inmortalidad con apenas 28 años, a través de una serie de musicales perfectos, y un ensamblaje fantástico con su compinche Gene Kelly, le permitió a Donen presenciar en primera línea la decadencia de un género que se volvió irrelevante conforme el público le perdió la gracia, así como la desaparición del sistema de estudios que creaba esta producción en cadena, y finalmente la de la propia metodología del séptimo arte, a la hora de contar de historias que evadieran la realidad.
Pero situémonos en 1960, el director tiene 36 años y la sensación no muy agradable de cargar con un pasado tan deslumbrante que deja en mal lugar el presente y futuro inmediato. En los últimos 5 años ha tocado el cielo de los taquillazos con Siete novias para siete hermanos (1955), ha vuelto a reunirse con su idolatrado Fred Astaire (al que ya había sacado en pantalla hasta bailando por el techo) en una cajita de música tan encantadora como Una cara con ángel (1957), y ha conseguido levantar una historia a priori poco interesante como la de Indiscreta (1958). A cambio, ha facturado media docena de películas olvidables, y ha visto como su mentor Gene Kelly, bajo cuyas alas se acurrucó recién desembarcado en Broadway con 16 años, no solo se ha casado con su ex mujer sino que empieza a tener una edad que precisa de reciclaje, lo cual le lleva a cambiar de registro y romper definitivamente una lucrativa asociación. Así las cosas, en 1960 Donen decide despedirse del musical, quien sabe si hasta siempre.
Para sus próximos pasos considera innegociable mantener consigo la comedia, pero a la vez busca complementos diferentes que le permitan lucirla. Escoge primero el thriller y encuentra el vehículo perfecto en Charada (1963), el Hitchcock sin Hitchcock más redondo jamás rodado, sucesor afortunado de Con la muerte en los talones (1959), sin la eficacia del maestro, pero con el añadido de encanto que supone la presencia de Audrey Hepburn. Tres años más tarde intenta repetir la jugada con Arabesco (1966), pero ni Gregory Peck es Grant, ni Sophia Loren la Hepburn, y el guión parece sacado del interior de un ácido.
Este fracaso relativo, acerca a Donen a dos historias agridulces sobre los anversos y reversos de una relación, y los estragos que el tiempo puede producir en ella. Pasemos de puntillas por la segunda, La escalera (1969), baqueteada por una crítica que no entiende ni acepta una historia de una pareja madura de homosexuales a cuya relación ya solo le queda inercia. De poco sirve que Rex Harrison y Richard Burton estén sencillamente magníficos en ella. Acaso la historia peque al mismo tiempo de sosa y audaz, pero el tiempo no la ha reivindicado.
Dos en la carretera (1967) en cambio, es de esas obras por las que se recuerda una carrera, y se encuentra entre lo mejor de su filmografía. Pocas veces los flashbacks han servido mejor a una historia y a sus personajes, y en casi ninguna han transmitido mejor la desazón de esos momentos que no vuelven. Frederic Raphael, su guionista (igual que lo será 32 años después de Eyes Wide Shut, la coda de Stanley Kubrick), realizará mucho después una interesante comparativa entre los métodos de trabajo y la búsqueda de la perfección de estos dos Stanleys aparentemente tan distintos. Donen, formado como bailarín y coreógrafo, encara sus proyectos con la necesidad de una pareja de baile, y se apoya para ello en un equipo bien coordinado ejecutando un plan conjunto. Kubrick, procedente de la fotografía, es tan ermitaño que parece bastarse consigo mismo.
Si los 60 mostraban un talento sabiamente reciclado, los 70 suponen para Stanley Donen un larguísimo entreacto donde las sombras parecen imponerse a las luces. 1974 supone su regreso al musical, versioneando con encanto y gracia El principito de Exupéry (El príncipe, 1974), pero casi inmediatamente se estrella en la vulgaridad de Los aventureros de Lucky Lady (1975), producción que quiere beber de las historias retro tan de moda desde El golpe (George Roy Hill, 1973). Aunque el director acierta como casi siempre con un reparto estupendo encabezado por Gene Hackman, el resultado final no puede ser otra cosa que un fiasco.
Movie, Movie (1978) es original en su concepción, un programa doble compuesto de dos historias (“Manos de dinamita” y “Las bellezas de Baxter”) que no pueden ser más diferentes entre sí. A ambas les falta metraje para hacerlas más consistentes, pero la segunda nos recuerda que al director no se le ha olvidado rodar. Precursora en algún aspecto a la genial All That Jazz (Bob Fosse, 1979), supondrá el último acercamiento de Donen al musical.
¿Qué hace a Stanley Donen implicarse en una serie B tan descarada como Saturno 3 (1980)? Quizá probarse en un género completamente opuesto, en el cual cumple con oficio, pero trasluciendo posiblemente la misma incomodidad que debía sentir Gene Kelly por esas fechas, ejerciendo de reliquia en el plató de Xanadu (1980). La idea del robot asesino prendado de Farrah Fawcett tiene fuerza, pero es muy difícil que cuaje en una historia en la que no entendemos las motivaciones del personaje de Harvey Keitel, ni encontramos química alguna entre la pareja protagonista. A todo aquel a quien sorprendiera la película de niño, le recomendaría no experimentar con la nostalgia.
Lío en Río (1984) se deja ver, pero precisa todo el rato de más electricidad, posiblemente traer de vuelta a un Donald O’Connor que se subiera por las paredes de la casa, y meter toda la historia en la turmix de un musical ambientado en las playas de Río. Siendo un guion más acorde al potencial de su director, queda finalmente como un esfuerzo desganado, demasiado pendiente de la polémica y consciente de su condición de encargo. Y, sobre todo, revelador de las dificultades de Donen por adaptarse a este nuevo cine.
Y de ahí al retiro. Un retiro prematuro, similar al de otras luminarias quizá conscientes de no poder manejarse en los nuevos tiempos. Llega el desfile habitual de homenajes (Oscar honorifico incluido en 1997). Incluso algún impasse con hiatos en forma de videoclips para Lionel Ritchie, un sketch musical en la entonces en boga Luz de luna, y finalmente el telefilme de 1999, Cartas de amor, donde en su primer y último acercamiento a la pequeña pantalla muestra mucho más oficio que en muchas de sus producciones anteriores. Con Stanley Donen se marcha un cierto cine que ya no volverá, pero como consuelo siempre podremos decir que el viaje valió la pena.
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