Hace poco un editor literario me expresó la idea de que la literatura del futuro será aquella que no pueda ser adaptada por una serie de Netflix. Si eso es cierto, Solo los vivos perdonan (Aristas Martínez, 2022), la última novela de Ismael Martínez Biurrun, con su consciente y eficaz narrativa audiovisual o cinematográfica, no apunta tanto a la literatura del futuro sino a la literatura del presente.
En efecto, hay en esta historia hábilmente hilvanada –entre el thriller fantástico, el melodrama, el terror psicológico y cierto realismo social– una serie de elementos, estrategias y sensibilidades estéticas que permiten imaginar Solo los vivos perdonan como una serie de éxito. Entre ellos: la descripción de una subjetividad vaporosa enfocada desde los ojos de cada uno de los protagonistas, el desarrollo de los antagonismos, los incidentes incitadores y la resolución de los capítulos, los comentarios en voz alta y las murmuraciones de los personajes-actores en momentos de soledad, la estimulante imaginación visual (las localizaciones) tanto en los espacios interiores como exteriores, la presentación ambiental de los elementos oníricos y fantásticos o la estructura coral que tanto debe, por seguir con el paralelismo de la narrativa cinematográfica, a clásicos más o menos recientes como Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999) o la modélica adaptación de los Short Cuts de Raymond Carver por el maestro Robert Altman.
La historia de Martínez Biurrun –ganador de los premios Celsius o Nocte y autor, entre otras novelas, de Sigilo (Alianza, 2019) Invasiones (Valdemar, 2017), Un minuto antes de la oscuridad (Penguin Random House, 2014)– comienza con una suerte de destello de flashback (otro recurso muy cinematográfico) por el que conocemos al niño sacudido por el reconocible pero no totalmente explícito terrorismo de ETA que fue Iñigo. Un antihéroe indefinido familiar y sentimentalmente atrapado en la dirección de un museo de historia natural al que Jordán (personaje crepuscular con un pasado turbio) hace llegar un descubrimiento paleontológico que tiene que ver tanto con la hibridez como con el último sentido de la vida (trascendental y biológicamente entendida).
El elenco de personajes termina de componerse con Olalla, la madre de Antón, un niño con pesadillas y tumores que apuntan a una criatura también híbrida; César Vieira, un famoso presentador televisivo, su hija enferma y una misteriosa figura juvenil (Tea) portadora de muerte y destino en la línea de las Parcae, las hilanderas que controlaban el hilo de la vida (Nona, Décima y Morta), de la Kali hindú o de Meng Po –Señora del Olvido en la mitología china. Con su referencia nominal-teológica Tea (de Theos) aparece imaginativamente dibujada como una muchacha de sudadera rosa pálido, jueza teen (edad híbrida entre la infancia y el mundo adulto) reveladora de destino, una suerte de trasunto de dios-niña tan sabia como caprichosa que sirve de hilo conductor y metáfora de la conciencia personal o de la moral individual, esto es, del remordimiento y sus corolarios, las ideas de culpa, perdón y redención.
Junto a la disquisición lúcida del personaje de Olalla en torno a la naturaleza de la figura del padre, los instantes de acercamiento más o menos consciente a la relación paterno filial, las escenas oníricas del hospital infantil, el dibujo de los tics o la inmadurez de la imagen del progenitor más convencional, destaco de Solo los vivos perdonan los pasajes (las escenas me atrevo a decir aventurando una adaptación serial o cinematográfica) donde se resuelve el juego (difícil pero del que Martínez Biurrún sale airoso) entre el realismo y lo fantástico.
Cae en el apartado de aciertos de esta historia el exhaustivo juego metafórico con la hibridez (con el anfibio), pero también con los dos costados humanos, el oscuro y el luminoso, el odio y el amor, de nuestra compleja comprensión ontológica. La hibridez está en todas partes: el adulto-niño, el anfibio, la progenitura o la propia etiqueta de la novela (thriller fantástico-realista). Más tarde, en aquello que los formalistas rusos llamaban paratexto (la Nota del autor, por ejemplo) encontramos claves autobiográficas de este híbrido ficcional, entre la experiencia personal del terrorismo etarra y el impulso de la escritura de ficción pura, (en mi opinión, quizás debería haberse reconducido esa nota sobre los hechos reales a las entrevistas que sin duda concederá el autor).
Si la hibridez pergeña felizmente la historia en sus distintas expresiones metafóricas, lo mismo ocurre con la naturaleza fósil del hallazgo, un tropo que juega con la idea de los sedimentos de la memoria, con el recuerdo endurecido incrustado en la mente como la huella de un ser prehistórico entre la piedra. Los diálogos de Solo los vivos perdonan, en particular los mantenidos entre el exterrorista y el paleontólogo en el bello pasaje en el avistadero de aves, me han recordado felizmente el espíritu de Stephen Jay Gould que defendía, desde la paleontología, que la historia de la vida es «una narración de eliminación masiva seguida de diferenciación en el interior de una cuantos stocks supervivientes, no el aumento constante de la excelencia». La transición de los vertebrados del agua a la tierra, si no lo recuerdo mal, era el objeto del capítulo de M. Benton «Cuatro pies en el suelo» incluido incluido en el volumen editado por el mismo Gould El libro de la vida. Justamente esas ideas de azar, fragilidad y destino enriquecen lúcidamemente el apartado de ciencia de esta novela de ficción.
Parafraseando el título de D.T. Max sobre la vida de David Foster Wallace, todas las historias sobre el pasado son historias de fantasmas, por ello esta novela puede leerse como «hauntología» (en los términos de Marc Fisher) de invierno, es decir, nostalgia de un futuro que no fue, pensamiento maduro acerca de los que se resiste a ser enterrado, reflexiones (crecientemente atinadas) sobre el ser que fuimos, aquel en el que un día dejamos de reconocernos y con el que cuesta lidiar en los últimos desvelos de la vida. Los fantasmas del género fantástico aparecen en Solo los vivos perdonan más bien como entes desenterrados, alteraciones súbitamente rígidas de las inercias líquidas de la vida convencional, acontecimientos en la corriente del pasado que determinan el futuro, historias contadas por una zona culposa de nosotros mismos hasta que cobran vida propia (como en las apariciones que jalonan el recorrido de la novela) empeñadas en susurrarnos en la oscuridad hasta enloquecernos.
Ficción híbrida de adjetivación muy cuidada, tensión (entre el desasosiego urbano de Pierre Lemaitre o los relatos menos pavorosos de Ramsey Campbell) cuadernos de pesadillas, narrativa de grandes secuencias, heridas por cauterizar, emociones puras tamizadas por la experiencia visual contemporánea, estructura circular muy bien calculada, desplazamientos temporales que no desorientan al lector, sugerentes escenarios-localizaciones, oficio de escritor, ecos del terror entre el análisis del miedo subjetivo más profundo y el realismo de los sentimientos –avanzados por un filme de referencia como el Babadook de Jennifer Kent–.
Propuesta dolida más que pavorosa, compasiva antes que terrorífica, sombra anfibia de Charles Dickens y Stephen King. Pura literatura del presente.
Hermosas: edición de Aristas Martínez con ilustración de Alejandro Pasquale.
Malditas: pesadillas sobre el fin del mundo, hoy muy reales.
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