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Rusia y sus precursores

En Cultura martes, 7 de enero de 2025

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL

Decía Jorge Luis Borges que los grandes autores crean a sus precursores: emiten una luz que colorea de otro modo, cuando no deforma, la literatura anterior a ellos. Cierto relato de Léon Bloy o Lord Dunsany —aventuró— no se lee igual después de Kafka, pues ya lo sentimos (o se ha vuelto: el matiz queda intencionadamente empañado) un relato kakfiano. La influencia de un gran escritor se extiende, pues, tanto hacia el futuro como hacia el pasado.

Esto los filósofos lo llevan haciendo desde hace milenios, a su manera un tanto más burda y pedestre, intercalando citas de autoridades que confirman sus flamantes tesis, construyendo linajes de pensamiento que solo ellos detectaron, injertándose en ellos… Ajenos al extrañamiento entre tiempos y lugares que hoy es condición básica de las ciencias sociales, y aun de la buena literatura. La filosofía, como la poesía o las religiones proféticas, fue siempre una fábrica industrial de precursores.

Difiero de Borges. Tengo para mí que el mérito fundamental de un escritor no es inventar a los escritores que lo precedieron, sino inventar a sus lectores. Sabemos que, en un sentido estricto, un escritor no crea lectores, sino personajes. Sin embargo, un escritor que perdura es aquel cuyos lectores descubren puntos en común con sus personajes. Un escritor universal es aquel cuyos lectores de otros tiempos y lugares encuentran un espejo en sus páginas. Detectan rasgos propios en ellas, afinidades del temperamento o la biografía. Para alcanzar la grandeza, un escritor no ha de crear sus propios precursores —verdadera hazaña al alcance de pocos—, sino los precursores de sus lectores.

Jorge Luis Borges

Si la fama de ese escritor es cosa de siglos, eso significa que, en sus personajes, ha elaborado los prototipos de personas que nacerán un día futuro. (Cuál es la copia y cuál el original es una pregunta incómoda a la que regresaremos más adelante). En rigor estadístico, la mayoría de esas personas nunca descubrirán sus clones literarios: nunca pasarán la mirada por las líneas que les sirven de escondrijo. Los personajes de los libros son, por regla general, hogareños; la mayoría nunca se ha dejado ver por una sala de cine, un escenario teatral o un tablón de anuncios. Uno debe ir en su busca, labor ingrata y de éxito tan dudoso como dar la vuelta al globo en busca de un mellizo.

Esto complica mucho las cosas para el escritor. Pues a un inmenso talento se le ha de sumar una inmensa suerte. Un escritor perdurable tiene que crear los suficientes prototipos como para que alguno de ellos sea correlato de un número suficiente de lectores futuros, dentro del exiguo porcentaje de la humanidad que alguna vez abrirá un libro suyo. Que un autor reciba honores en su país natal no quiere decir que en el confín del mundo no existan también lectores anticipados en sus personajes; es posible, de hecho, que un personaje que despierta pasiones domésticas sea todavía más atinado en otras latitudes. Podemos apreciar una obra e intuir su potencial universal sin por ello sentirla como biográfica. Los ingleses adoptaron temprano el Quijote y degustaron su excentricidad, pero no fue hasta que lo descubrieron los rusos cuando se terminó de cumplir la profecía. 

Cuando un autor ha prefigurado a su lector en un personaje, o una variante de su lector (quizá una de infinitas; nada sería más justo), es evidente que dicho lector sostiene una relación extraordinaria con el autor, aunque este sea ya polvo o ceniza. Antes nos preguntábamos, entre paréntesis, si el lector presagiado en letra impresa es la copia o el original. La respuesta depende de los criterios que decidamos emplear; de hecho, depende directamente de cómo resolvamos la cuestión de su relación con el autor. Solo podemos asegurar que los sentimientos hacia el autor, cuando la persona se reconoce en el personaje, son de una naturaleza inequívocamente filial. 

Foto de cabecera: Escena del Quijote ruso de 1957 (dirigido por Grigori Kozintsev).

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