El thriller surcoreano genera admiración entre los que buscan historias cargadas de fuerza, de violencia visual y poética. Herederos de Peckinpah o Tarantino hunden sus pezuñas en el abismo de la venganza humana. Una nueva ola de directores nacía a finales de los 90 para situar a la península en el mapa cinematográfico. Con una cadencia lenta y desasosegante, sus filmes han cautivado al público, se han hecho un hueco en los festivales y han logrado ser reconocidos allende sus fronteras. El cine facturado en Asia se abría paso descaradamente en los circuitos donde imperaba el cine americano, en una década marcada por obras que establecieron nuevos paradigmas estéticos como Seven (David Fincher, 1995). La brutalidad descarnada de sus atormentados personajes y su sentido de la justicia contrastaba con la occidental. Dos directores marcaron el camino, Park Chan- Wook, que antes de dirigir estudió Filosofía (algo que sin duda marcó su cine) y Kim Ji-Wook. Dos de las muestras más representativas de cómo hacer películas desde las tripas con destreza narrativa.
La notable y boyante industria cinematográfica del país arrastra cientos de miles de cinéfilos a las salas, en busca de algo fresco. Es por ello que no podríamos entender este siglo sin la irrupción, primero desconcertante y luego luminosa del thriller —y otros géneros– en un panorama algo estancado. Los directores surcoreanos han sabido firmar un nuevo estilo narrativo en el género, como los escritores escandinavos, Stieg Larsson o Karin Fossum lo han hecho con la literatura policíaca.
Quizás Corea del Sur no sea un país tan conocido como la todopoderosa China, o la apabullante Japón —suyos fueron los noventa, en cuanto a propuestas destacadas en la animación. Por su parte, Corea ha afianzado un estilo de contar historias que amalgama géneros inconexos y variopintos, hasta que se ensamblan a la perfección. Vamos a descender a las profundidades del cine para destapar a dos de los más importantes creadores que ya han marcado con su sello un nuevo paradigma audiovisual.
Nombrar a Park Chan-wook son palabras mayores. No solo porque nos regalara una trilogía fascinante, turbia, extrema y con una apabullante fuerza visual, conocida como: Trílogía de la venganza. De esas tres cintas, donde el director explora el inherente deseo humano de irracional venganza. En ellas encontramos Sympathy for Mr Vengeance (2002) y Sympathy for Lady Vengeance (2005), dos filmes que arrastran al espectador al vacío de la condición humana. En ambas, presentaba la venganza como un aspecto tormentoso y sanador, algo que vomitar cuando es incomprensible lo que te ha sucedido.
En dicha trilogía, destacaba la pasmosa y visualmente impecable, Oldboy (2003), la que quizás sea la película más conocida del director. Una historia extraña, difícil, donde el sentimiento de venganza se transforma en la obsesión de un filme con una ambientación y una potencia visual que desgarra más que cualquiera de sus impactante escenas: el ser humano degradándose en el sentimiento de venganza hasta transformarse en un animal, un ser destinado a un único fin. El director creció desde ese instante descubriendo un talento innato para seducir al espectador, ya fuera cuando se aproximaba a la manida historia de vampiros con Thrist (2009) o con los secretos familiares en Stoker (2013), donde dirigía a Nicole Kidman. La doncella (2016), perforaba nuestra psique con un retorcido juego de sexo y engaños, miedos y placer. No le tembló el pulso al adaptar la novela de Sarah Waters. Wook indaga, con certera mirada, los deseos, miedos y anhelos del ser humano, las pasiones que subyacen en la piel. No olvidemos que el cine de Park Chan-wook también ha sido reconocido por la crítica y los festivales, como ejemplo su aclamado Oldboy, que ganó el Gran Premio del Jurado en Cannes y fue la Mejor película en Sitges.
Sin embargo, el autor que más me hirió, por la crudeza de su discurso narrativo, fue Kim Ji-Woon. Su cine es bastante más comercial, reposa en él una forma milimétrica de contar las historias, que en ocasiones se acaban perdiendo por vericuetos extraños e increíbles, como en Dos hermanas (2003). Si algo sabe muy bien Ji-Woon es construir atmósferas desquiciantes: una casa, un padre viudo y una nueva esposa cruel con su hijastra, todo ello trufado con el fantasma de su viuda. Como en todo el cine coreano, el ritmo es lento, pausado, a veces desconcertante, con mezclas de muchos géneros que se deshilachan en muchos de sus zurcidos.
El filme que traspasó más fronteras, y quizás el más redondo, fue Encontré al diablo (2010). Sin olvidar aquel desmadrado, y perfectamente coreografiado El bueno, raro y el malo (2008), un homenaje a Sergio Leone lleno de espectáculo y diversión. Volviendo a la película que más reconocimiento le ha dado, Encontré al diablo, y su capacidad de meternos en un tablero con un asesino despiadado, apreciamos que aquí no se manejan aspectos emocionales, el mal existe y lo encarna el psicópata de Kyung-chul (Choi Min-Sik). En ese mismo tablero hay un policía, ambos son crueles, sucios, sádicos en el trato al otro. Un duelo violento, un western que transita durante todo el metraje, una historia dura, nuevamente de venganza, esa emoción visceral que ha movido parte de las mejores historias del cine y la literatura.
El cine surcoreano es extraño a ojos de un occidental, su cadencia es distinta; su tono, gris, pero cualquiera de sus filmes golpean en el subconsciente como el martillo de Dae-su Oh en Oldboy.
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