No se conoce ningún caso, en toda la historia de la humanidad, de algún grupo humano que haya abandonado voluntariamente sus privilegios. El derecho al voto de la mujer y, en general, su participación política costó sangre y un empeño afín al que tienen las olas que erosionan los acantilados más escarpados. Todavía queda un larguísimo trecho para que un porcentaje de seres humanos, equivalente a más de la mitad del planeta, pueda disfrutar de unas elementales condiciones de igualdad en el reparto del poder simbólico, económico o cultural.
Miles de homosexuales fueron apaleados hasta colocar en el cuerpo jurídico, tras muchos actos de protesta, el inexcusable derecho a no ser ridiculizado por una identidad sexual dominante. Hizo falta más de una guerra para abolir la esclavitud, impugnar la explotación del obrero o sacudir el prepotente regodeo de las metrópolis sobre la colonia. Los ejemplos son inagotables. El derecho es, como nos insistía el profesor Javier de Lucas, acudiendo al jurista alemán Ihering, lucha por el derecho: el derecho es también argumentación, otra forma de lucha.
En esa batalla dialéctica, no todas las opiniones valen igual, ni son todas respetables. No todos los argumentos tienen el mismo peso. Que sean mejores o peores no depende de la autoridad de quien las expresa sino de la fortaleza de las razones esgrimidas. Voltaire insistió en ello, hay opiniones que deben ser combatidas en la arena pública: ayer el racismo, el machismo, la superstición, hoy la xenofobia, el odio a los inmigrantes (el racista ya no defiende la superioridad de una raza sobre otra sino el discurso de la integración cultural).
Como ninguna norma jurídica ni ninguna opción política es ni natural ni neutra, podemos decir que de eso precisamente (de opiniones y argumentos) tratan la política y el derecho. Y ahí no siempre ganan los más razonables. A menudo, los peores argumentos vencen en la batalla de las urnas (la extrema derecha en Europa, el Brexit, Trump…). ¿Por qué?
La respuesta sería larga y multicasual (desplazamiento de la conciencia de clase de la parte desfavorecida hacia lobbies y multimillonarios privilegiados, prolongación insoportable de contextos de crisis, embrutecimiento bien alimentado por la industria de la in-cultura, etc.), pero hay una perspectiva que apunta a los argumentos.
Fue en Retóricas de la reacción, donde el sociólogo alemán Albert O. Hirschman escribió aquello de que, a lo largo de la historia, el pensamiento conservador siempre ha reaccionado (en el sentido que dio Newton: acción/reacción) ante una idea progresista con los mismos 3 tipos de argumentos: perversidad, futilidad y riesgo. La falta de originalidad y su debilidad argumental no ha impedido su éxito.
De acuerdo con el análisis clásico de Hirschman, frente a ideas como la abolición de la esclavitud o el sufragio censitario, la inclusión de mujeres en política, la lucha por los derechos sociales, el divorcio, el estado de bienestar, etc., el pensamiento conservador siempre ha reaccionado igual: o bien ha dicho que esa idea no sirve para nada (tesis de la futilidad), o que esa propuesta ponía en riesgo logros precedentes (tesis del riesgo), o que justamente una medida así sólo serviría para dejar las cosas… ¡peor de lo que están! (tesis de la perversidad).
Hirschman escogió los 3 movimientos que T. H. Marshall denominó dimensiones civil, política y social del desarrollo de la ciudadanía: la Revolución francesa con su igualdad y libertades civiles (XVII); la generalización del sufragio universal en el XIX, y el nacimiento del Estado del bienestar y la extensión del concepto de ciudadanía a la esfera socio-económica (XX) y ofreció multitud de ejemplos: de Burke a Joseph de Maistre, de Hayek a Pareto, de Herbert Spencer a Milton Friedman.
La reacción continúa su curso: el neoliberalismo insiste ¡incluso después de la crisis de las sub-primes!, en la desregulación de los mercados financieros, hay gobiernos sin escrúpulos para los que tomarse en serio el derecho de asilo supone un efecto llamada que provocará más muertes en el mar; también dicen que la Renta Básica en lugar de acabar con la miseria aumentará la inflación (dos tesis de la perversidad). El eco de las teorías de efectos no buscados (Mandeville, Smith, etc.,) sigue generando adeptos, es decir, votantes: si suben los impuestos a los ricos estos invertirán en otros países, los emigrantes (contra toda evidencia) ponen en riesgo la seguridad y el trabajo de los nacionales (dos tesis del riesgo).
Hirschman recordó que ninguna de esas profecías se cumplió. No estaban refrendadas empíricamente. Pidió frente a las exageraciones, el alarmismo y la apelación irracional a los miedos, una «posición madura».
¡Hirschmaaaaaaaaaaaaaaaaaaan!
Demasiado tarde. Tenía razón el bueno de Bauman: la cultura contemporánea no es cultura de acumulación, sino de discontinuidad y olvido: narcisismo irresponsable, posverdad tonti-loca. Cuando la seducción vence a los argumentos de la razón, la reacción más extendida es un emoticono.
Además, amigo Hirschman: si nos fijamos bien, a esas tres retóricas se les han unido, en la última semana, 3 nuevas de éxito incontestable. La tesis del Y yo más: variable de la conocida falacia tu quoque (y tú más), capaz de desarmar al periodista más experimentado. Putin es un asesino, sí, ¡pero nosotros también! (Trump). Tesis del blindaje tautológico: Haremos lo que tenemos que hacer (M. R. B.). Tesis de la indiferencia sociológica o del ¿Y qué?: Señora Aguirre, ¿ha vuelto a aparcar en una zona prohibida? Sí, y qué.
¿No había en el título un pantano? Sí, la semana pasada escuchamos en RTVE a varios tertulianos mostrarse ambiguos con el régimen de Franco; ¡no faltó el conocido argumento de la construcción de embalses y pantanos!
A ver, a Stalin no se le juzga por el éxito o fracaso de sus planes quinquenales, ni a Fidel Castro por la sanidad o las reformas agrícolas, ni importa si Hitler mejoró el estado de los ferrocarriles. Los dictadores también dan besos a sus nietos antes de acostarse, hasta los Jemeres Rojos recogerían la basura tras cenar: el juicio de Franco y el franquismo no tiene que ver con los pantanos sino con los asesinatos gubernamentales, los fusilamientos, el encarcelamiento y persecución de los disidentes políticos, exactamente como hacen todos los dictadores del mundo. Hablar de pantanos es una frivolidad embrutecedora afín al declive de la retórica (incluso del declive de la retórica de la reacción) sobre la que hemos tratado de hablar un poco aquí.
Hermosos: discursos de (la mujer de) Tucídides, textos de Marco Aurelio y Cicerón
Malditos: emoticonos
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