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Cine y Series

El proceso de creación del artista vitalista Roman Polanski

En Hermosos y malditas, Cine y Series 28 agosto, 2018

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Lo peor que le puede suceder a un verano es que terminemos considerándolo un fragmento de nuestra vida, llevo días dándole vueltas a esta frase que se me ocurrió paseando por la playa y que desde entonces no significa absolutamente nada para mí.

Lo cierto es que en verano todo se ralentiza y la historia, según percibo por las raras noticias de la televisión, parece que se detiene y yo andaba pensando en el significado de ese tiempo detenido en los tiempos del fin de la Historia. ¿Es posible detener lo que está parado de forma análoga a cómo Nietzsche invitaba a empujar lo que cae? En verano tengo mi propia listas de libros de verano: no son aquellos que transcurren claramente en verano como ocurre en el sofocante San Petersburgo de El idiota de Dostoievski o en el tramposo libro de John Banville: El mar, sino aquellos en los que el verano crea un tipo de atmósfera fría y muy extraña proclive a la violencia inesperada y al absurdo.

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Es lo que sucede, según lo veo, tanto en el cine como en los momentos clave de las Memorias de Roman Polanski, la reedición que la editorial Malpaso hizo en 2017 de la autobiografía Roman por Polanski que el cineasta polaco nacido en París escribiera hace 35 años. El 18 de agosto fue el cumpleaños de Polanski; el 9 de agosto se cumplieron 49 años de la matanza de su segunda mujer y de los amigos alojados en su casa de Los Ángeles; uno de los últimos días de verano de 1939 Hitler invadía Polonia, Polanski tenía 6 años, su padre fue enviado a Mauthausen y su madre murió en Auschwitz; unos años más tarde, otro día al final de verano, Polonia fue invadida por la URSS.

Desde que recuerdo, la línea entre la fantasía y la realidad ha estado siempre irremediablemente borrosa, escribe Polanski al comienzo de unas bellas memorias en las que lo primero que llama la atención es el nebuloso proceso de cumplimiento de los sueños tal como fueron concebidos. No hay interrupción entre el niño que corre tras las alambradas en dirección contraria a los campos de exterminio, no para sobrevivir sino para vivir en medio de la miseria humana del gueto de Cracovia encandilado por las linternas mágicas y los fotogramas de películas abandonados, el joven que conoce el sexo de la mano de una joven amable y experimentada, el estudiante de cine y el nominado al Oscar por una primera película, El cuchillo en el agua, en la que sorprende un guion robusto y una calidad técnica y estética inusual en una opera prima, por mucho que hubiera acreditado ya su maestría en una serie de cortos memorables, entre los que destacan Dos hombres y un armario o Cuando los ángeles caen.

¿Cómo puede un hombre cuya madre, primero, y cuya mujer embarazada de 8 meses, después, han sido asesinadas salvajemente por colectivos humanos enloquecidos seguir haciendo películas de calidad excelsa? Y, en un tono más estoico: ¿cómo confiar, cómo seguir disfrutando de la vida, en lugar de abandonarse al rencor y la apatía? ¿Cuándo comenzaron a interesarme tanto las peripecias vitales de este artista particular y qué apasionada enseñanza esconden?

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Hay momentos de nuestro pasado que no han dejado de constituirnos íntimamente por el hecho (azaroso) de haber sucedido o no. En lo que a mí se refiere, tengo la convicción de que uno de esos momentos fue una inclemente noche de otoño cuando, tras ver en la filmoteca de mi colegio El baile de los vampiros, leí en la enciclopedia de cine que entonces coleccionaba, arrellanado al otro lado de la lluvia en un oscuro rincón de mi cama, que Sharon Tate la bellísima protagonista de aquella delicada película había muerto destripada por una secta de asesinos llamada «La familia Mason» el año que yo nací.

No es descartable que mi deseo de hacer muchas cosas con mi propia vida estuviera asociado desde entonces a la falsa melena pelirroja de Tate, a la conciencia del carácter caprichoso y efímero de la existencia, o más exactamente, al esmero artístico y al perfeccionismo estético que rodeaba la  película (la preferida del propio Polanski) y que uno ha asociado desde entonces a la dicha de vivir.

Sharon Tate durante el rodaje de 'The Fearless Vampire Killers'. Foto de David

Sharon Tate durante el rodaje de ‘The Fearless Vampire Killers‘. Foto de David

La película con toda su admiración paródica constituyó, según reflexioné mucho más tarde, uno de los puntos de inflexión en las transformaciones que, relativas a los productos culturales, se estaban operando ya en el seno de una posmodernidad muy afín a la lógica evolutiva del capitalismo y que, si hacemos caso al insuperable diagnóstico de Fredric Jameson (y luego escuchamos a Los del Río en Hotel Transilvania 2 ) tiene ya no a la parodia admirativa, sino al desregulado pastiche como uno de los rasgos estéticos más característicos.

Creo que fue desde aquella visión de El baile de los vampiros que Roman Polanski se convirtió en una persona muy interesante para mí: aquel individuo bajito y de aire despistado, como forma de canalizar un singular asombro, parecía disfrutar mucho con lo que hacía y en su pasmada manera de entender el arte había algo que, como pude confirmar más tarde, sin renunciar ni a la tradición ni a las referencias clásicas, recelaba de la pompa auto-herida y los excesos intelectualoides de muchos cineastas de gafas y discurso elevado; además, yo era muy aficionado a las películas de terror y no me era difícil percibir que tanto Repulsión como La semilla del diablo (título spoiler de Rosemary´s Baby) estaban tocadas precisamente por una pasión superadora de los enconsertados límites de los géneros y por una serie de gestos, como continuidad de una tradición muy moderna, relativos a una trabajosa búsqueda de la perfección sobre la que descansan precisamente, según me pareció, las claves de cualquier quehacer singular, cultural, intelectual o artístico.

Repulsión (Roman Polanski, 1965)

Rodaje de Repulsión (1965)

Como corroboración muy tardía de esa otra intuición temprana, mucho tiempo después, Polanski hubo de realizar una serie de películas precisamente sobre ese proceso de creación (literaria, artística, musical, etc.) en El pianista, El escritor, o, recientemente, Basada en hechos reales; en todas ellas la composición es una práctica compleja, una afanada mixtura de elementos formales, materiales y psicológicos muy imbricados que obedecen a las altas exigencias de cualquier profesión (entre las que se encuentra la pasión por aquello que se hace) y, acaso, al impacto en el inconsciente de la incomprensible forma en que te ha sido presentada la atmósfera profunda del mundo, más que a cualquiera de los clichés que se han volcado sobre su realizador.

Muy ligado a este punto (la creación apasionada que parte de un asombro extrañado frente el mundo) encuentro otro motivo personal de mi interés por Polanski: su relación con los demás, su relación con los otros, es decir, su relación con… el malentendido. Hace tiempo que tengo tanto al despiste como al malentendido como dos claves poco estudiadas de la naturaleza humana. Creo que Polanski ha padecido un sinnúmero de malentendidos, algunos malintencionados, otros debidos a la ignorancia de la industria y al puritanismo cínico propio de gran parte de la sociedad estadounidense, los últimos a la degradación de una profesión, la periodística, que no ha cesado de ir de mal en peor.

En efecto, en lo que se refiere a la búsqueda de la calidad, ésta fue interpretada por muchos ejecutivos de Hollywood como una suerte de frivolidad o extravagancia, propias de una persona poco práctica que desconoce el funcionamiento de la industria. Igualmente, la elección de temas en apariencia morbosos fue vista como una prolongación de su amoralidad y su libertina vida social. Sin embargo, su exigente quehacer artístico se debe no a la anomia sino, precisamente, al conocimiento esmerado de una serie de normas y tradiciones literarias, teatrales y cinematográficas, a su formación reglada en bellas artes y a sus estudios cinematográficos en Lodz y es eso, más que ninguna otra cosa, lo que explica la forma tan perfecta, tan acabada, que dio a las obsesiones temáticas como parte sustantiva de lo que podemos llamar el «proceso de creación».

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Igualmente, creo que el cine de Polanski es el que mejor ha reflejado una forma lúcida de estar en el mundo, al menos en el siglo XX: aquella que consiste es esperar en todo momento, tanto el capricho de la violencia como el impulso irracional de la ternura, en una serie de situaciones que son siempre luchas por la dominación y que nadie acabará jamás de entender del todo. Los universos tétricos y malsanos, o mejor, el tratamiento humorístico (de un humor retorcido y negro) de esos mismos micro-universos de dominación, el trazado de una compleja red de significantes, el contrapunto, la ironía y la transgresión deben mucho a la forma en que aquellos jóvenes centroeuropeos de los años 50 encontraron en el jazz o en el teatro del absurdo el modo de oponerse al estalinismo (una forma de oposición basada, pues en la cultura, y no en el alcohol o la religión como hubo de suceder en la Polonia de los años 80).

De entre todos los malentendidos que rodearon la experiencia americana de Polanski, quizás el peor fue la condena moral que sufrió su tipo de vida libertina y en gran medida inmoral; no me refiero, por supuesto, al episodio de su relación sexual con una menor (algo que cayó en la ilegalidad), sino a la mezquina manera en que el circo mediático que siguió a la matanza de su mujer y sus amigos relacionó los asesinatos con la forma (en realidad, alegre y solidaria) que Polanski escogió para vivir.

También durante un tiempo se quiso encasillar o reducir el cine de Polanski al cine de terror, sin embargo, la perspectiva de su trayectoria deja ver a un director interesado por todos los géneros; además, como demostraron las extraordinarias Tess y El pianista, este cineasta supo adaptar la estrategia narrativa para aproximarla al realismo y al distanciamiento más sobrio cuando el filme lo requería, una integración pacífica, por así decir, de un acervo cultural que conocía bien y que manejaba con naturalidad: no es baladí que tras el asesinato de su esposa, para eludir las críticas a la frivolidad o para no alimentar esa leyenda, decidiera adaptar un clásico de la literatura universal. Sin embargo, hasta su Macbeth fue objeto de críticas en los dos sentidos anteriores.

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En realidad, el cine de Polanski siempre ha estado muy relacionado con la mejor literatura. De un lado, por la forma tan cuidadosa en la que escribe y re-escribe el guión, participando en él, pero, sobre todo, dejando a otro (Férad BrachJerzy Skolimowski o Jakub Goldberg) que lo desarrolle, lo retoque o mejore en lo posible. Los ecos de Beckett, la adaptación de Roland Topor (El quimérico inquilino, acaso su obra más personal), las bizarrísimas historias llenas de oscuros deseos y juegos de dominación de El cuchillo en el agua o Cul de sac estaban a la altura de textos como aquellos de Ariel Dorfman (La muerte y la doncella) o Leopold von Sacher-Masoch (La Venus de las pieles) que más tarde habría de adaptar o recrear.

Los últimos 30 años he acudido el primero a los estrenos de sus filmes y hasta su último título, precedido de críticas bastante negativas, Basada en hechos reales, consiguió subyugarme tanto por la elegancia tensa y mórbida de la relación entre dos actrices tan atractivas como inquietantes, Emmanuelle Seigner, Eva Green, como por el incomprendido guion de Oliver Assayas a partir de la novela de Delphine de Vigan.

Polanski, Barbara Kwiatkowska-Lass, Komeda. Jazz Camping Kalatówki 1959. Foto: Wojciech Plewiński.

Polanski, Barbara Kwiatkowska-Lass, Komeda. Jazz Camping Kalatówki 1959. Foto: Wojciech Plewiński.

Estos días de verano no es posible encontrar un texto sobre el 85 cumpleaños de Polanski que no se centre en su relación con la justicia, incluso hemos leído (con bastante bochorno, por cierto) entrevistas que relacionan su sufrimiento con el proceso de creación. En realidad, fue al revés, las ganas de vivir de forma profunda e intensa en un mundo extraño inclinado a la violencia y al desvarío, ese mundo con el que desde pequeño había aprendido a vivir son las que explican los singulares logros cinematográficos de este artista tan vitalista como vital, tan sofisticado como imprescindible para comprender el tránsito entre dos siglos que nos parecen ya dos planetas lejanos muy dispares. Polanski regresó una y otra vez a la historia de ese individuo que se desenvuelve feliz en un mundo extraño: sujeto-singular que responde al fanatismo y a la fealdad de la vida, incluso la que el mismo produce, al modo del pianista Szpilman, tocando sobre la devastación. El triunfo del arte no por encima del sufrimiento, sino por encima de la propia vida.

Hermosos: temas de Krzysztof Komeda.

Malditas: sectas.

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