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Paseos al límite #8: Donde la ciudad y el tiempo colapsan

En Lifestyle domingo, 30 de noviembre de 2014

Juanma Játiva

Juanma Játiva

PERFIL

Hay un recorrido virtual que, a vista de murciélago, enlaza el museo de Bellas Artes San Pío V, el Ágora de Santiago Calatrava y la modesta iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de La Punta. El nexo común a estos monumentos tan disímiles es la cerámica en vidrio azul característica de las artes constructivas y decorativas valencianas. Ya en la iglesia, el tiempo parece comenzar a detenerse a pocos metros del mar.

Es sábado, la iglesia está cerrada y los letreros avisan de horarios ciertamente limitados de atención al público. Solo el olor a leña quemada  y una docena de jornaleros que plantan cebollas a la vista del público en un bancal pegado al Camino de la Punta al Mar recuerdan el paso de las estaciones.

Tras una hora de paseo comprobamos que hemos llegado a un lugar donde, de verdad, tanto la ciudad como el tiempo colapsan. Es al tener ante nuestras narices la supuesta Zona de Actividades Logísticas (ZAL) que se comenzó a perfilar hace 15 años, con la destrucción de 75 hectáreas de huerta hasta entonces protegida, su hábitat a juego, barracas incluidas, y el desalojo de las personas que allí vivían.

Al fondo, la iglesia de la Concepción de la Punta que da entrada a la pedanía.

Al fondo, la iglesia de la Concepción de la Punta que da entrada a la pedanía.

La ZAL, descrita como “una acción estratégica” en tanto que “instrumento de concentración de carga, resultando esencial para mantener e incrementar el estatus interoceánico del puerto”, según la Administración autonómica a comienzos de siglo, es un inmenso matorral vallado ante el que uno sentiría lástima de su ciudad si no fuera porque es como sentir lástima de sí mismo y nadie debería permitirse tal cosa en los tiempos que corren.

Quedan también los restos del pequeño humedal adjunto que se planeó resaltar en contraste con la dura logística portuaria; un mirador de madera con vistas a los posibles patos que allí accedieran y para el que parecen haber pasado dos siglos. Menos mal que el transitado carril bici que por ahí pasa, trae sobre ruedas el impulso vital necesario para iniciar el camino de regreso y recorrer siquiera por un momento el siniestro parque próximo que hace bueno el de una canción de Víctor y Diego, popular en los años setenta, que proclamaba: “Hay un parque aquí en mi barrio que esto no es parque ni es ná”.

Las farolas desmochadas hace tiempo que doblaron la testuz ante la mirada estúpida y probablemente transoceánica de los contenedores apilados con los que limita al Este. Cerca, el poblado de adosados verdes y ocres que sustituyó el hábitat histórico y tradicional de huerta de La Punta desalojada trata de olvidar el absurdo colapso que las autoridades indujeron en esta pedanía marítima y hortícola, marcado por un puñado de calles inexplicablemente llenas de nombres ilustres de la medicina, el arte, la filología o la abogacía. ¿Por qué algo tan artificial?

Matorrales en el espacio destinado a la ZAL de La Punta.

Matorrales en el espacio destinado a la ZAL de La Punta.

En contraste con el aseado caserío, lo que en otro tiempo debió ser una bonita y hacendosa casa de campo se hunde entre extraños desniveles urbanísticos, mientras caminamos en paralelo al Camino de la Punta al Mar, para comprobar que no llega a tal sitio. El edificio municipal Marazul nos recuerda que, antes de que la ZAL el puerto y sus contenedores cegaran el acceso a la playa, allí estuvo el balneario del mismo nombre, uno de los dos que hacía de Nazaret un destino lúdico en el verano valenciano. El otro era Benimar, delicioso lugar de chapoteos infantiles con la abuela, del que tampoco quedan más huellas visibles que el nombre inscrito en los muros de un polideportivo.

Desde el edificio Marazul, y tras pasar un parque de verdad, una valla nos lleva hacia el Norte, junto a un mar que sabemos próximo y que no vemos, para adentrarnos ya en Nazaret y comprobar el sabor a poblado marítimo que conserva a pesar de que, paradójicamente, el desarrollo del puerto cerró la ventana a la brisa de sus tiempos más luminosos, al igual que agostó el verdor de La Punta para nada. Queda la gente, afortunadamente, resistiendo a la amputación que la ciudad decidió un día infligirse en pro de una opción de progreso discutible y, como mínimo, torpemente ejecutada.

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