The Breaks es la resurrección en toda regla de Martin Carr, quien fuera el cerebro de The Boo Radleys, una de las mejores bandas del pop británico de los 90. Un álbum que merece figurar entre lo mejor del año que se acaba.
Habría que agradecerles eternamente a los jerifaltes del sello alemán Tapete la labor de rescate de viejas (que no caducas) glorias del pop británico que está llevando en los últimos años. Si hace bien poco hicieron lo propio con Lloyd Cole y Bill Pritchard, dos artistas oscurecidos ante el interés del gran público pero aún detentores de extraordinarios argumentos con los que brillar con luz propia, ahora han repetido la jugada con Martin Carr. The Breaks, su último álbum y el segundo que edita a su propio nombre (tras su singladura al frente de The Boo Radleys y más tarde en los prácticamente unipersonales Brave Captain) es un dechado de pop diáfano, soleado y primoroso. Melódico sin sonar empalagoso. Abigarrado sin sonar sobrecargado. El fiel acta notarial del estupendo estado de forma de uno de los mejores songwriters surgidos en Gran Bretaña entre finales de los 80 y la primera mitad de los 90. Una colección de filigranas pop que se abre con un tema tan arrebatador como este “The Santa Fe Skyway”. Uno de los mejores singles del año para uno de los mejores álbumes de este 2014.
Remontándonos en el tiempo, haciendo un poco de historia, no está de más recordar que el talento de Carr comenzó a brillar con fuerza a principios de los 90. Con el álbum Ichabod & I (Action, 1990) y, sobre todo, con los cegadores destellos de Everything’s Alright Forever (Creation, 1992), los dos primeros largos de The Boo Radleys. En ellos se fundían el barroquismo multicromático de Love con las explosiones de fuzz propias de la primera generación shoegazer. Arrobas de pasión melódica espléndidamente dosificadas y escondidas tras un atronador muro de guitarras y distorsión. Sin terminar de perfeccionar el molde, son álbumes en los que despuntan auténticas gemas, señales de un futuro en el que lo mejor estaba aún por llegar.
Martin Carr componía, mientras su compinche Sice Rowbottom cantaba. Timothy Brown, Steve Hewitt y Rob Cieka completaban el quinteto titular.
La gran eclosión, el punto justo en el que el torrente de ideas de The Boo Radleys confluyen hasta dar con su obra definitiva, se llama Giant Steps (Creation, 1993). Fue recibido como uno de los mejores álbumes de aquel año, y aún hoy mantiene intacto todo su fulgor como uno de los mejores de la década de los 90. Un trabajo grandilocuente, ambicioso, alambicado a la par que a ratos muy pegadizo, en el que sublimaban con maestría una fórmula en la que Beatles, Spacemen 3, Love, My Bloody Valentine, Beach Boys, A.R. Kane o The Teardrop Explodes podían darse la mano sin que el resultado final oliese ni mucho menos a un batiburrillo inconexo, sino a uno de esos vastos y puntuales álbumes dobles en la historia del pop en los que el caudal de grandes ideas siempre suma, y no resta. Una obra magna.
En 1995, la marea del brit pop, convenientemente agitada por los semanarios británicos, está a punto de pillarles con el pie cambiado y dejarles en fuera de juego. Ya se sabe: el inmisericorde pálpito de las tendencias, capaces de encumbrar medianías y arrumbar ambrosías. Nada de eso ocurrió, porque el brillo de Martin Carr y los suyos lució de una forma más directa y comercial que nunca con Wake Up! (Creation, 1995). Otro trabajo delicioso, más cerca del notable que del sobresaliente, que ofrecía la cara más amable de la banda del Merseyside. Y que, sobre todo, descorchaba sus encantos con una de las canciones más inolvidables de los 90. Esa tonada que debería ser sintonía obligatoria de cualquier despertador en un mundo perfecto. Ese chute de adrenalina y energía positiva que respondía por “Wake Up, Boo!”. El edén pop en poco más de tres minutos.
No hay muchas estampas que definan con mayor precisión la desubicación a la que los talentos más genuinos se ven muchas veces abocados (por mor de esas etiquetas que apelan al mínimo denominador común) que la de los Boo Radleys tocando en el escenario principal del festival de Reading de 1995. Allí, en medio de un estrado repleto de globos y ante un público de aluvión, ansioso por disfrutar del single de rigor (como si de unos one hit wonders cualquiera se tratase), Martin Carr y los suyos bregaron contra su propio estereotipo, confirmando que la fiesta brit pop no iba precisamente con ellos. Encuadrados erráticamente en aquella escena por un mero capricho del destino (como Suede, como The Auteurs, como Pulp), se desmarcaron un año más tarde con un nuevo golpe de genio. Un álbum abigarrado, imprevisible y en cierto modo desconcertante, como era C’Mon Kids (Creation, 1996). Otro disco exuberante e inspirado, aunque supusiera en la práctica su suicidio comercial y un corte de mangas a eso que convenimos en llamar gran público. Guitarras distorsionadas, cajas de ritmos inquietantes y psicodelia estupefaciente: esas eran las herramientas para seguir labrando su propio camino.
El estancamiento creativo llegaría con el discreto Kingsize (Creation, 1998), antesala de la separación de la banda ante la indiferencia generalizada. Martin Carr emprende en 2000 su proyecto prácticamente unipersonal: unos Brave Captain que arrancan con tres álbumes tan apañados como The Fingertip Sessions Vol. 1 (Wichita, 2000), The Fingertip Sessions Vol. 2 (Wichita, 2000) y Advertisements for Myself (Wichita, 2002). Recluido en la incómoda e inicua esfera de los artistas de culto, va poco a poco espaciando su discografía hasta prácticamente disolverse en el éter tras la publicación de All Watched Over By Machines of Loving Grace (Wichita, 2004), el último disco que compone bajo la marca de Brave Captain.
A finales de 2013, y tras un periodo de ostracismo en el que se vio obligado a auto editar una colección de canciones que ningún sello quiso despachar (Ye Gods and Little Fishes, Sonny Boy, 2009), Tapete, el sello de Hamburgo, se puso en contacto con él vía e-mail. Ocasión perfecta para editar las diez canciones que integran The Breaks, y que Carr compuso a lo largo de los tres años anteriores, “Lo escribí durante un tiempo en el que estuve lidiando con bebés y niños”, cuenta, pero que juntos conforman no solo una encomiable unidad, sino el mejor álbum que el británico ha gestado desde que finiquitase a los Boo Radleys, hace ya quince años. Un delicioso manual de pop inmaculado y atemporal, que supone la necesaria rehabilitación de una carrera que aún se antoja más que necesaria.
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