El tránsito cinematográfico de Adam McKay es, al menos hasta el día de hoy, uno de los más peculiares que pueden rastrearse en Estados Unidos. Tanto es así que su filmografía puede separarse en dos partes que parecen pertenecer a dos directores diferentes. Una estaría compuesta por sus tres últimas películas rodadas desde el año 2015, es decir, La gran apuesta, El vicio del poder, y esta No mires arriba. En la otra entrarían todas sus anteriores cintas, comedias como El reportero: La leyenda de Ron Burgundy, Hermanos por pelotas o Los amos de la noticia.
Las diferencias entre los dos bloques son notables. McKay parece haber dejado atrás (es pronto para saber si definitivamente) esas comedias modernas que ayudaron a construir las carreras de gente como Will Ferrell, Steve Carell o John C. Reilly, y ahora parece haberse aficionado a un tipo de cine que pretende reflejar el zeitgeist de un determinado momento histórico. Lo que no ha abandonado respecto a aquellas primeras comedias, sin embargo, es la ironía y la mordacidad. Atendiendo al considerable salto en términos de ambición que representa esta nueva etapa en la filmografía de McKay, bien podría entenderse el primer bloque como un ensayo del segundo.
Así mismo, también La gran apuesta y El vicio del poder podrían aceptarse como borradores de No mires arriba. Ambas son películas que ponen el foco en aspectos muy concretos, los inicios de la crisis económica de 2008 y la carrera de Dick Cheney respectivamente, para ofrecer un retrato de la absurdidad de los tiempos que vivimos. No mires arriba persigue el mismo objetivo final, pero abre el foco de manera casi incontenible para abarcar muchísimos y diferentes aspectos de la vida que nos rodea. La fotografía, pues, es bastante más compleja… y completa.
McKay dispara aquí tantos tiros y a tantos lugares distintos que se antoja misión imposible resumirlos todos. Lo que le obliga, por descontado, a plantear una película coral de cara a poder desplegar tanta crítica diferente. Como suele ocurrir en este tipo de películas ómnibus un poco à la Soderbergh, McKay se apoya en un rutilante casting que, en este caso, le sirve para compartimentar cada una de sus críticas.
Ahí están, entre otros aspectos en los que se fija la película, el que hace referencia a la vanidad vacua de los referentes culturales modernos (el personaje interpretado con sana auto-ironía por Ariana Grande), la estúpida incompetencia de la clase política actual (maravillosa, como siempre, Meryl Streep, y eficaz Jonah Hill), la frivolidad imperante en los mass media (fabulosa Cate Blanchett), el poder real que pueden ejercer las grandes compañías tecnológicas (Mark Rylance, en una interpretación carne de nominación al Oscar), la idiotez rampante en las redes sociales, o, por supuesto en la era post-Trump, los peligrosos efectos de determinados discursos sobre las masas.
Sin embargo, donde No mires arriba es quirúrgicamente precisa hasta extremos dolorosos es, sin duda, en la fotografía de la desesperación y el aturdimiento del ciudadano medio que representan los dos personajes protagonistas interpretados (maravillosamente) por Leonardo DiCaprio y Jennifer Lawrence. Que curiosamente son los dos personajes menos grotescos (o los únicos) de todos los que pululan por este singular lienzo.
Se trata de dos científicos que descubren un cometa que se estrellará inevitablemente contra la Tierra en un plazo de seis meses. Su intento de advertir al mundo choca con la desoladora realidad: a nadie le preocupa hoy en día el destino del mundo, lo único que importa es el yo y el ahora. Los presentadores del show televisivo en el que presentan sus conclusiones ni tan sólo les toman en serio, a los responsables políticos les importan más las próximas elecciones que la inminente destrucción del planeta.
Somos animales en vías de extinción porque somos incapaces de pensar con coherencia más allá de intereses comerciales, industriales y económicos.
Por otra parte, las redes sociales ignoran la alerta y prefieren perderse en debates sobre lo sexy que es el científico encarnado por DiCaprio en, por cierto, una de las infinitas bromas cáusticas que esconde la película: el departamento de vestuario y maquillaje de No mires arriba se ha esforzado ostensiblemente en hacer que el actor aparezca desprovisto de cualquier atractivo sexual, y aún así a la gente es lo único que le preocupa.
Es en estos dos desconcertados personajes en los que No mires arriba sintetiza mejor su terrible discurso: la zozobra del ser humano, hundido en capas y capas de algoritmos, incapaz de producir ni un solo líder sensato capaz de guiar a nuestra especie hacia un futuro digno. Somos animales en vías de extinción porque somos incapaces de pensar con coherencia más allá de intereses comerciales, industriales y económicos.
En este sentido, es definitivo el ciclo argumental que abre y cierra la película. Al principio, cuando los personajes de DiCaprio y Lawrence intentan infructuosamente transmitir al mundo su descubrimiento, nadie les hace caso en medio del meme perpetuo en el que se ha convertido nuestra sociedad. La desesperación les aniquila, los ansiolíticos vuelan, ¿cómo demonios es posible que la gente haga chistes del fin del mundo? Pero al final, cuando el cometa es visible y el final es evidente, el pánico se desata en las calles y es entonces cuando DiCaprio y Lawrence, resignados, se vuelven impermeables a la tragedia.
No es un Os lo advertimos, más bien es un acto final de claudicación y de resignación templada ante la estupidez humana. Salvar o no el planeta era una empresa irrelevante: la idiotez rampante en la sociedad actual convertía en inviable que, como especie habitante de la Tierra de inteligencia más desarrollada (ejem…), pudiéramos ponernos de acuerdo para evitar la tragedia.
A Netflix se le pueden echar en cara muchísimas cosas en relación con su producción de originales. No entraré en ello, ni en lo erróneas que me parecen inversiones astronómicas como las de Alerta roja, que acaba pareciendo una película rodada en vídeo. Pero hay que reconocer a la plataforma que, en su política de pagar por todo lo que se les cruza en el camino, han dado luz verde a proyectos de gente que, como Aaron Sorkin (la inolvidable El juicio de los 7 de Chicago), o Adam McKay, consiguen trascender con su talento los habituales límites narrativos de las películas de la plataforma.
Además, que Netflix estrene No mires arriba en plena campaña navideña no puede ser calificado de otra manera que de regalo envenenado. En efecto, la plataforma de streaming nos abofetea en la época más amable del año con una película en la que da miedo mirarse porque lo que nos refleja es una imagen que admite poca discusión: el ser humano se ha vuelto completamente gilipollas.
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